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Yellowstone

Yellowstone

El western tiene muchas capas: es la visión épica y romántica de un colonialismo destructivo, es la historia de un gran choque de culturas, la aborigen y la europea, a veces es una reivindicación –aunque torpe– de la cultura de los americanos nativos… pero hay una capa que siempre está presente: el mito del cowboy. Su vida al aire libre y su dominio de habilidades relacionadas con el mundo del caballo hacen de él, como del gaucho, una figura fácil de idealizar. Sería interesante comparar ambos procesos de creación de un personaje mítico a partir de una realidad muy dura: tanto el gaucho como el vaquero hacían un trabajo duro, mal pagado y con nulo prestigio social; ocupaban el escalón más bajo del gran negocio de la ganadería. Muchos eran itinerantes y algunos trabajaban en régimen de servidumbre para los terratenientes, que los utilizaban también como fuerza de choque en las frecuentes disputas por tierras o ganado. Nunca fueron muchos; se estima que menos del 0,5% de los habitantes de Norteamérica trabajaron como vaqueros. Buffalo Bill descubrió y explotó su fotogenia en su espectáculo circense, revistiéndolo con mucha astucia de las cualidades que la cultura americana necesitaba para ampliar indefinidamente su frontera hacia el Oeste: individualismo, recurso fácil a la violencia, un sentido personal del honor y la justicia y una extraña mezcla de conservadurismo y rechazo a las normas sociales.

Es difícil decir si Taylor Sheridan idealiza el personaje del cowboy y este es un punto crucial en la valoración de la serie Yellowstone. Primero, porque él  es uno de ellos, distinguido como tal en el Texas Cowboy Hall of Fame, y hay que montar muy bien a caballo para estar ahí. En la serie se reserva el personaje de Travis, un cowboy experimentado, presumido y bocazas, que alardea de sus increíbles habilidades de monta. Las imágenes de los rodeos y los concursos de doma son fascinantes, aunque uno no simpatice con el tema, por lo que muestran de conocimiento del mismo. Una serie que  podría haber dedicado gran parte de su metraje a los paisajes de Montana y haberse perdido en ellos, tiene sus mejores momentos cuando se acerca, a ras de tierra, a la vida a caballo, cuando nos muestra la vida diaria del cowboy y la cowgirl. Un trabajo durísimo, que muchos desearían abandonar y pocos pueden. La serie no nos oculta que hay una élite –a la que pertenece Travis– con cierto prestigio profesional, auténticos especialistas, y un lumpenproletariat al que pertenecen los vaqueros del rancho Yellowstone. Estos viven hacinados en una habitación en la que todos duermen en literas, a la sombra de la imponente mansión de los Dutton, la familia que dirige de modo absoluto John Dutton III (Kevin Costner) y que no duda en recurrir a métodos mafiosos para preservar sus privilegios,  maquillados de amor por la tierra y la naturaleza. Una especie de Arriba y abajo (Upstairs, Downstairs, 1971), en clave neo-western. Los vaqueros son incluso marcados con un hierro al rojo y pasan así a formar parte de una dudosa servidumbre regida por la omertá. Pasan el día montando a caballo en espacios abiertos, sí, pero cuando cae la noche no son más que los sicarios de un terrateniente. La serie te conquista por ese lado, por la representación de un modo de vida nómada y anacrónico aunque empotrado en la época actual, una descripción certera y empática que por momentos tiene algo de antropológico. Y decepciona por su representación de los Dutton, una familia poderosa y tan disfuncional como la de Succession, con la que tiene curiosos paralelismos, siendo el principal de ellos que es difícil decir qué miembro de la familia resulta más odioso. 

Mención aparte merece el tratamiento del pueblo nativo que vive junto al rancho. Taylor Sheridan ha sabido hacerlo mucho mejor en Wind River (2017) y en 1923 (2022), la excelente precuela de Yellowstone que nos brindó a un gran personaje: Teonna, una adolescente nativa que escapa de un internado, subtrama con la que se adentró en el terrible tema de la aculturación y el maltrato de los pueblos nativos a manos de la Iglesia Católica. Esa profundidad no está presente en Yellowstone, que deja pasar la oportunidad de añadir un contrapunto moral a la defensa de los Dutton de su derecho a sus tierras frente al derecho de sus antiguos moradores (que no propietarios, porque el concepto de propiedad de la tierra no existía antes de la colonización) mencionado como de pasada en una serie que en sus largas cinco temporadas daba para más profundidad. Si comparamos el personaje de Teonna con la Mónica de Yellowstone la diferencia es patente. Con un pie en la familia Dutton y otro en su tribu de origen, profesora de Literatura, Mónica tiene un momento estelar en una clase en la que hace un interesante monólogo sobre el poder, que dura dos minutos… para pasar el resto de la serie en un decorativo segundo plano.

El resto gira alrededor de John Dutton (Kevin Costner, en un papel que parece hecho a su medida) y su maquiavélica hija Beth (Kelly Reilly), sus intrigas, su falta de escrúpulos, su necesidad de controlarlo todo y a todos, en un retrato del poder que resulta previsible y cansino y por el que Taylor Sheridan muestra una curiosa fascinación. Basta pensar en la última temporada, con John Dutton ya convertido en gobernador de Montana, no porque le interese el bien común, sino  por una necesidad explícita de defender sus intereses y en la que despliega un repertorio de ideas y métodos claramente trumpistas y neoliberales, ridiculizando expresamente cualquier otra forma de gestionar lo público.

Una serie interesante también por sus contradicciones, con grandes y bellos momentos y muchos otros directamente aburridos, excesiva en todo menos en profundidad.

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