Existe un mundo en el cual nos divertimos de lo malos que pueden ser los seres humanos. El marqués de Sade tuvo la bondad intelectual de construir algo de este tipo, presentando tanto momentos grotescos como también una serie de elementos de humor negro. Por debajo de la presencia del sexo y de sus problemas psicológicos, se esconde una sátira en contra del ser humano, una visión que nos ayuda a tener una mente más clara en relación con lo que, efectivamente, podemos ser y somos. Siglos después de la Revolución Francesa, fue Pasolini quien decidió llevar a la gran pantalla una de las obras más terribles del Marqués, creando aquella película difícil de ver (si tenéis los ojos sensibles) que se llama Saló. Había, allí, una búsqueda de lo terrorífico del ser humano, una lección sobre lo que somos y podemos ser cuando el poder cae en las manos de los que solo buscan dos cosas : hacer daño a los otros y llegar al placer máximo, pase lo que pase. Y, obviamente, la película de Pasolini tenía en consideración no solo la voluntad de provocar al público (provocar un choque emocional, provocar disgusto), sino que seguía también las cuestiones de tiempo, ritmo y estructura.

La película de Lanthimos, por su parte, se presenta como un simple ejercicio de estilo, demostración de que poder hacer algo no significa que, de hecho, hay que hacerlo. Larga, monótona, sin ritmo alguno y con una casi absoluta falta de música menos unos dedos irritantes tocando un piano por un par de segundos, la que aquí se les presenta al público es una obra que fastidia no por cuestiones narrativas, como si el autor buscara empujarnos a pensar, sino por una falta de estructura cinematográfica. Dos horas y cuarenta y cinco minutos repletas de escenas inútiles, con tres cuentos que hubieran podido ser contados más brevemente. Aumentar por el hecho de aumentar, se podría decir, para que lo que se nos ofrece parezca más de lo que, efectivamente, es. Y, como decíamos, el resultado es un brotar del estilo y una pérdida de unos mensajes que, de por sí, resultan ser un poco superficiales, ya que, ante un análisis, revelan su falta de sustancia.

Efectivamente, esta antología de tres episodios está rellena de momentos vacíos que nada le ofrecen al discurso global. La consecuencia es un aburrimiento por una falta completa de movimiento, algo que se acentúa por la cuestión de darse cuenta de que cada uno de los tres cuentos hubiera necesitado solo unos veinte minutos para ser contado. Todos los demás minutos resultan incomprensiblemente inútiles, quizás una de las razones que nos llevan a mirar nuestro reloj y preguntarnos cuándo todo este discurso va a acabar. Un discurso, hay que repetirlo, que es además muy ligero, nada profundo, y que por esta razón no permite darle una motivación al uso descabellado del tiempo en la gran pantalla.

¿Tiene sentido, entonces, una obra de este tipo? Efectivamente no presenta mucho valor, lo cual nos lleva a decir que su visión no es por nada necesaria. Los efectos shock resultan naufragar, al fin y al cabo, dentro de un ritmo inexistente, y los pocos momentos de humor (negro) no ayudan a salvar algo que se hunde de por sí solo. Nada que ver, entonces, con la obra precedente del autor (Pobres Criaturas), y se siente como una necesidad de levantarse de nuestras butacas y salir de la sala, no porque la obra resulte tan fuerte que nos sacude de nuestro letargo emocional, sino porque nos encontraremos pensando que quizás la vida tenga cosas más importantes que hacer. Al fin y al cabo, si queremos sabemos cuán grutescos, estúpidos e inútiles los seres humanos somos, a lo mejor basta con mirarse al espejo. Tres cuentos superficiales con un ritmo agobiante, una tortura psicológica perfecta para quienes piensan que lo profundo tiene que pasar también por situaciones fuera de lo normal. Quizás más correcto sería hablar de una obra en la que se vislumbra cierta posibilidad de brillar, destruida por una voluntad de darle más fuerza al estilo y menos a la estructura narrativa.

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