Que sea global o que esté reducido al mundo de nuestro contexto diario (las amistades, la familia, el trabajo o la escuela), el evento es aquella parte de la vida de cada uno en la que algo pasa que cambia el rumbo de nuestra manera de pensar o que tan solo supone un acto tanto psicológico como sentimental profundo, capaz de dejar una huella en nuestros recuerdos. Hay, entonces, largas listas de eventos que aprendemos de memoria en las aulas de nuestra juventud, como puede ser 1492 (con el viaje del italiano Colombo, a veces conocido bajo el apellido de Colón) u otros instantes, como cuando logramos dar nuestro primer beso (y a veces mucho más, con la consecuente joya del placer físico) para así formar parte del mundo de “los que saben de qué hablan”, con la idea de que es necesario ir más allá de la teoría y sumergirse en la práctica, ya que el mundo de una persona tiene que estar repleto de lo que en filosofía se llaman qualia.

El mundo del cine, por supuesto, de estos eventos está lleno, como cualquier área cultural de la experiencia histórica humana. Piénsese en el tren que llega por primera vez sobre una pantalla en Francia, o la voz de un cantante de jazz que abre paso a un cambio radical en la manera tanto de hacer como de recibir (y experimentar) la narración visual. Menos fuerte, si bien fundamental, fue el movimiento de la bicromía a la policromía, mientras otro gran evento fue también la introducción de los ordenadores como ayudantes en la creación de mundos ficticios. Todo concurre a crear momentos que marcan un antes y un después, como si en la fracción de segundo que pasa entre un fotograma y otro el mundo de nuestras percepciones tuviera que cambiar completa y rotundamente. Desde aquel “ahora”, quizás, tendremos otra manera de experimentar, así como otras exigencias y expectativas.

Sin embargo, los eventos suponen también otra perspectiva en lo que a su valor social y cultural se refiere. La llegada del italiano (o corso afrancesado, ya que el concepto de Italia es moderno) llamado Napoleón al poder en la Francia del siglo diecinueve es, para la cultura francesa, un momento que se comparte tanto histórica como cotidianamente, ya que logra unir el sentimiento nacional bajo el análisis consciente o inconsciente de su ilustre ciudadano (algunos, por supuesto, lo amarán, otros lo despreciarán). Se trata, quizás, de claves para obtener una lectura más justa de una sociedad y de sus estrategias de interpretación tanto del mundo exterior como de su propia alma, entendida aquí como un conjunto laico de ideas, de hábitos y de imaginario colectivo. Los símbolos se amontonan y crean nuevos horizontes (como decía Gadamer) en un continuo diálogo entre el presente y el pasado (con el cual, dicho sea no de paso, podemos tener una relación muchas veces de carácter sadomasoquista).

En lo que a nosotros y nosotras interesa, por lo menos en este contexto (se supone que cada uno tendrá también otras aficiones), la cuestión es si también en el mundo cinematográfico es posible hablar de eventos que vayan más allá de lo personal y que logren insertarse en la historia y en la mente de la población global. Eventos, dicho de otra manera, que no se limiten a su área específica (los de la visión de películas de culto del género horror, dramático, de aventura, o lo que sea), sino que crean una especie de conexión global con la que poner en marcha una serie de estrategias comunicativas o, más sencillamente, que accedan a ser un tema ya conocido del que resulte fácil discutir con personas que acabamos de conocer. Un “¿has visto la película X?” que se espeja en la sempiterna respuesta “por supuesto, todo el mundo la ha visto”.

Los blockbuster, entonces, se transformarían en algo sagrado ya que su visión ritual subrayaría la presencia de la tribu universal, aquella humanidad de la que formamos parte y que, gracias a aquel elemento cultural, lograría conectarse desde los rincones más oscuros de nuestra redonda y siempre más caliente tierra. Esta sacralidad se convertiría también en una señal de virtud, de formar parte del grupo, y los pobres que quedan fuera de este rito global no pueden sino dejarse llevar por un auto de fe inquisitorio. Quien escribe tuvo la mala suerte de no tener ningún interés por ver a un joven Di Caprio, ya que de Cameron le parecían más interesante los alienígenas y los robots, lo cual llevaba a la misma acusación por parte de quienes, incrédulos, se maravillaban de esta renuncia a un evento tan sagrado: “¿por qué?” (leyendo entre las líneas se descubre el concepto de paria, no por voluntad externa sino, pecado más grave, por voluntad interna… imposible aceptar que alguien no quiera participar, por lo menos según la bien conocida psicología de las masas).

La ritualidad de los blockbuster es también un acto que subraya la importancia del cine, como si, si bien a este Moloch no siempre le rendimos su merecido (sacrificar nuestro tiempo), en aquellos raros casos sí fuera necesario que lo hagamos. La gran pantalla se transforma en el punto de contacto entre todos los espectadores y así, a través de nuestro rendirnos a la voluntad de las masas, mostramos cierto respeto tanto por el arte de narrar como por el medio tan moderno de lo cinematográfico. Como quizás en las cuevas de nuestros antepasados, el objetivo de nuestro estar sentados en las butacas no puede ser sino nuestra voluntad de dejar que nos cuenten una historia y, al mismo tiempo, nos enseñen algo que resulte importante, universal y humano. El blockbuster funciona, efectivamente, porque todo hombre y toda mujer puede acercársele y apreciar lo que les está enseñando.

Hay que preguntarse, entonces, si el blockbuster tiene o no también un valor intelectual. Una pregunta, esta, que no nace del hecho de creerse mejor que los otros por cuestiones de tener una “educación”, sino por el hecho mismo de si las grandes aventuras que estos productos nos enseñan efectivamente son capaces de estimularnos los cerebros. Si de Moloch hemos hablado, hay que volver a pensar el valor de que este monstruo siente su bases narrativas en algo que, efectivamente, logre ser entendido por todos, lo cual no tiene que ser algo positivo: la dificultad interpretativa de algunos mensajes, por supuesto, impiden que estos lleguen a los oídos de todo hombre y de toda mujer, mientras que cuestiones más universales tienen mayor (y mejor) suerte. Y, efectivamente, si vamos a controlar los blockbuster estos se basan, normalmente, en estructuras narrativas no muy complejas ni complicadas y permiten acceder a su mensaje sin demasiados problemas. Los buenos son buenos, los malos son malos.

La cuestión no es, entonces, la de condenar a los blockbuster por su recurrir a elementos universales, que vayan más allá de lo local (lo de las tribus nacionales) y se inserten en un texto que todos podemos leer (la tribu mundial). Algunos de los grandes textos de la historia literaria logran continuar hablándonos porque nos enseñan estructuras y temas que le pertenecen a toda la humanidad. Si de problema hablamos, al contrario, es el juego a través del cual se quiere encontrar cualquier tipo de denominador común, intentando utilizar los elementos no tanto basilares sino más simples de la ficción. Los blockbuster, en otras palabras, resultan ser muchas veces productos superficiales, incapaces de presentar problemas de carácter más complejo y con una carga intelectual profunda.

¡Vade retro! : lo que se está sosteniendo no es que estos productos sean el mal absoluto. De por sí resultan ser, en su simplicidad, tanto inocentes como inocuos. Sin embargo, el peligro de convertirse en un elemento vacío, en un producto cultural pop donde este adjetivo no se referiría al significado de popular sino de simplista (¿populista?), es real. Terminada la visión de un blockbuster no nos sentimos empujados para que pensemos más, nos detengamos a analizar el contexto que nos rodea y logremos entender la dificultad de vivir en un mundo gris, donde la realpolitik choca con la idea de dividir todo en blanco y negro, o tan solo de tener que tomar una posición en una diatriba (guerra, elecciones, lo que sea) en la que sí está en riesgo algo más grande (la democracia, el laicismo, la libertad de divorciarse, etc.). Todo lo contrario: el resultado puede ser el sueño de la razón ya que se nos presenta una trama y un entramado tan elementales que no les piden a sus espectadores que vayan a hurgar en los complicados vientres de la historia, de la psique y de la cultura humana.

Utilizar elementos universales en una narración puede funcionar, sí. Sin embargo, parece como si hoy en día los blockbuster no se crearan para el público con una función didáctica, sino solo como productos a vender, elementos con los cuales llegar a tener éxito. Las dos cosas se entremezclan y es necesario mucho cuidado para que se establezca un balance. La creación de obras de este tipo, entonces, no puede sustraerse de las reglas del mercado que, en una condición de inversión y recaudación, llegan a dictar sus leyes y a guiar la estrategia narrativa según lo que le guste al público, y no apoyándose exclusivamente en la visión del autor. Es el peligro del entertainment: lo que hoy hacen los blockbuster no es aceptar el mando de la cultura global, enseñando, dándonos una serie de elementos con los que medir nuestra vida, sino entretener, produciendo eventos que mueren en un plazo temporal muy corto. Porque, al fin y al cabo, ¿no estamos con los blockbuster modernos ante el peligro de que no logren vivir más allá de su fecha de caducidad?

El valor de ritualidad del blockbuster se pierde, entonces, en la necesidad de lograr obtener el éxito medido por billetes vendidos. Ya no se nos enseña, como en la antigüedad los grandes libros o las grandes épicas hacían, sino que se intenta estructurar el producto según unos patrones de marketing, algo de por sí no negativo, si bien, cuando se le deje libre, sin que nadie exija el valor autoral del producto, creará un sinfín de problemas en lo que al valor cultural se refiere. Habrá que ver si el futuro seguirá con un allanamiento cultural, social e intelectual o si, después de una saciedad de productos efímeros, que más allá de su superficie no contienen, del entretenimiento absoluto se pasará a volver al acto de enseñanza, de compartir una lección, de aprender; a un verdadero evento, en otras palabras.

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La inclusión es basura. Lo es no porque el concepto de incluir sea negativo, sino porque su estructura actual implica abrir paso a cualquier tipo de diversidad. Es una moda pasajera (se espera) que nos ve a todos como inferiores si de normalidad de habla. Lo out es todo lo que parece no tener ninguna forma de anormalidad, lo in es todo lo que nos permite decir que el subalterno tiene derecho a hablar. Habría que preguntarse si Spivak se había dado cuenta de algo muy importante, efectivamente : si el esclavo quiere hablar, ¿es que de verdad lo que va a decir tiene importancia? ¿Qué pasa cuando el subalterno es el hillibilly que dice que va a votar por el peor candidato y que cree que la Tierra es plana? El derecho a hablar no implica, de por sí, que lo que vamos a decir (a) siempre tenga sentido y (b) esté basado en un análisis profundo, racional y lógico de lo que nos rodea. Además, todos, desde cierto punto de vista, somos subalternos.

Es una cuestión ideológica, entonces, como decía Althusser. La inclusión es una palabra hueca, detrás de la que está una serie de malas interpretaciones de la realidad, según patrones de posiciones políticas desastrosas. En realidad, todo hombre y toda mujer tiene los mismos comportamientos, y la presencia o no de un color de piel diferente no puede ni tiene que ser el elemento fundamental sobre el cual tiene que apoyarse un cuento. Y esto porque, al fin y al cabo, lo que tiene que importar seriamente de una película es su estructura, su manera de contar, de desarrollar una historia, unos personajes, un evento. Todo lo demás es inútil y no sirve para nada, quizás solo para darle un poco más de color, para que se vean unas caras diferentes, sí, pero con la misma estructura, sea cual sea la disposición de la nariz, de los ojos, de la boca, de los dientes (ya se entiende lo que quiero decir, seguir describiendo todo el cuerpo no es necesario).

El nacimiento de una nación, DW Griffith, 1915

La inclusión provoca problemas. Hay que elegir a los actores no según su orientación sexual o el color de la piel, sino analizando la cuestión desde un punto de vista más pragmático. ¿Sabe actuar? ¿Tiene la edad que tiene que tener mi personaje? ¿Es como me imagino que es mi protagonista? Todo lo demás es y resulta ser innecesario. Que nos den las estructuras, que nos regalen emociones y no lecciones de carácter político (alguien diría seudomarxistas, o algo similar). El arte de narrar es un arte neutro, no se basa en posiciones políticas o seudofilosóficas. No podemos pasar nuestro tiempo pensando si efectivamente nuestro filme es bastante inclusivo o si no hubiera sido mejor que el personaje principal, además de ser mujer, hubiera sido homosexual y negra (o asiática, o árabe, o hindú, o latina, por lo menos no blanca).

La inclusión crea problemas, porque se ha convertido en el elemento inicial de una obra, la estrella a seguir que nos indica hacia dónde tenemos que ir si queremos que nuestro producto tenga la más mínima posibilidad de ser proyectado en las salas o visto en la pequeña pantalla. El mundo ya no es de los normales, de la gran mayoría, sino de pocos, y en esta decisión ideológica se esconde la posibilidad de que cualquier tipo de fracaso de nuestro producto se deba a un rechazo de carácter reaccionario. Si no llegamos a vender bastantes billetes, esto se debe, simple y rotundamente, al racismo, a la xenofobia, a la idea de la pureza de la sangre, a la misoginia. Los malos están allá, fuera de nuestro mundo cerrado en y sobre sí mismo, imposible de reprochar. Y así es que, por ejemplo, cualquier tipo de crítica de un producto inclusivo no puede ser sino positiva, ya que el solo hecho de presentar a subalternos que pueden hablar es demostración de la bondad de todo el filme.

Centauros del desierto, John Ford, 1956

La inclusión, entonces, no nos permite ver un producto sin preguntarnos si allí no está escondido algo negativo, una falta de respeto por los excluidos. Si en nuestra película no aparecen bastantes mujeres, bastantes africanos, bastantes asiáticos, bastantes árabes, entonces tendremos que ser sacrificados ante los dioses de la inclusión y padecer el dolor de quienes no se dan cuenta de la importancia de abrir las puertas a todos, dejando que entre cualquier tipo de persona. Sin embargo, la inclusión implica la pérdida de una sensación de democracia y ya se puede ver cómo un producto inclusivo solo de mujeres, lesbianas y negras puede obtener un juicio positivo, mientras que uno solo de los hombres heterosexuales y blancos tiene que fracasar y perecer en el acto mismo de su existencia negativa.

¿El subalterno tiene derecho a hablar? No, por supuesto, si de lo que hablamos es un derecho dentro de un marco narrativo. En un producto de este tipo, el derecho a hablar lo tienen los personajes, en cuanto elementos que ayudan a desarrollar un relato. Es por esta razón que podemos ver Birth of a Nation y darnos cuenta de que, detrás del rostro racista, allí se está construyendo una historia en la que hay un elemento fundamental, el arco narrativo que está en la base de cualquier intento del arte de contar cuentos. Tenemos que volver al arte de narrar, a la capacidad de ver los filmes como estructuras narrativas y, por esta razón, capaces de sostenerse por sí dentro de una arquitectura que se abre y se cierra en sí misma, en el justo análisis de los productos de ficción en cuanto historias que solo le deben su valor y su crítica al juicio del narrador, en cuanto narrador, y del espectador, en cuanto espectador. Y que las ideologías de la inclusión a cualquier costo queden fuera del espacio del mundo de los personajes ficticios.

La inclusión en el cine – Tesis   |  La inclusión en el cine – Síntesis

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Hay que controlar siempre los puntos de vista diferentes. No significa aceptarlos ciegamente, ni rechazarlos completamente. Hay que intentar ir más allá y basar nuestro análisis de ellos en lo racional, lo lógico. Samuel Butler (de Erewhon) hablaba muchas veces del common sense, algo que nos parece obvio y que, de todas formas, muy a menudo pensamos estar usando cuando, en realidad, estamos siguiendo posiciones extremas o ideas huecas. Cuestiones como la de la inclusión, dentro del marco social, obviamente van a tener una serie de respuestas diversas, algunas completamente opuestas a otras. Es algo natural que se debe a diferentes factores, si bien me atrevería a decir que, en la mayor parte de los casos, el problema se sitúa en una lucha ideológica de carácter tanto psicológico como también emotivo. Y, por supuesto, hablar de ideología puede ser siempre un problema, ya que se usa tanto en un lado como en otro, sin saber, muchas veces, qué es efectivamente la ideología misma (y su significado ha ido cambiando en los años, ya que, inicialmente, solo indicaba la manera de pensar típica de una población).

Se supone que cuando contamos algo tenemos que pensar en quiénes van a escucharnos (o leernos, o vernos). Por esta razón, cuando se dice que solo importa la estructura del filme, olvidamos que, en realidad, hay un público al que nos dirigimos, algo que se aprende en los primeros días de un curso de guion. Son las bases, algo que todos ya conocemos, ya que los productos para adultos, por ejemplo, poco se parecen a los para niños (y lamentablemente, tendríamos que decir, para hablar de la disneyficación de la naturaleza y de su violencia, algo de lo que habló hace años Herzog, si no me equivoco). Efectivamente, no tiene sentido crear filmes solo para un hombre blanco, heterosexual, con unos estudios académicos, italiano, cuarentón, sin pareja, amante de la literatura, que odia a quienes piensan que el arte lo es todo (por si acaso hubiera lectores pocos atentos, estoy hablando de mí); si queremos vender algo tenemos que saber quiénes van a ser nuestros espectadores, y presentarles una obra que se ajuste a sus expectativas.

Aliens. El regreso, James Cameron, 1986

Por esta razón, la inclusión siempre ha sido parte de Hollywood y de cualquier máquina de producción de películas. Incluir, de por sí, solo implica la acción de abrir las puertas a determinados elementos de nuestra sociedad o, más bien, de la humanidad. La cuestión, obviamente, tiene sus diferentes matices, así que la inclusión de los indianos no lleva de por sí a que tengan un valor positivo, como en las viejas películas, en las cuales los buenos eran lo cowboys y los malos los redskins. Lo mismo se puede decir de los negros americanos de Griffith, quienes en su Birth of a Nation representaban el mal o, por lo menos, la falta de orden (un orden social, político y emocional que solo podía basarse en la “justicia” de los del Klan). Si de inclusión se habla, es necesario tener en cuenta también qué tipo de roles aquella parte de la población representa en los productos fílmicos, lo cual tiene un valor más de carácter de estudios sociales y culturales, y a lo mejor, menos de arte escénica.

De todas formas, la cuestión de la inclusión es, que guste más o menos, típica del desarrollo de cualquier civilización. Por esta razón, no nos damos cuenta, a veces, del cambio que se ha ido construyendo durante las décadas que nos preceden. La presencia de protagonistas negros, por ejemplo, o tan solo de italianos o latinos en las películas de Hollywood hubiera sido imposible de concebir hace sesenta o setenta años, por lo menos, así como se muestra hoy. Hablar de la inclusión como algo de por sí negativo se parece a quienes hablaban mal de la presencia de los susodichos negros (e italianos, indianos, árabes, etc.) en las películas que se estaban produciendo. ¿Hubieran tenido, los directores, los productores, los guionistas, que dejar a un lado la cuestión del mensaje social y seguir solo la escueta visión narratológica? Por supuesto, todo producto cultural es un producto social, político, ideológico; quizás no estemos siempre delante de obras de tipología brechtiana, pero sí con sus ideas que quieren proponer o sobre las cuales se basan. ¿Qué decir de la muerte del protagonista negro al final del primer capítulo de los zombis de Romero? ¿No se entremezcla el arte de narrar con la voluntad de proponer un mensaje exquisitamente político?

El nacimiento de una nación, DW Griffith, 1915

En algunos de sus artículos, Javier Marías lamentaba el uso lingüístico de ciertas modalidades de inclusión, y lo hacía no solo con gracia e inteligencia, sino con justa razón. Y, por supuesto, la cuestión que el escritor proponía a su público se basaba no tanto en el rechazo de la inclusión, sino en el uso errado que se hacía de ella. Nos lleva entonces la lectura de sus artículos a darnos cuenta de que el problema muchas veces no está en la aceptación del otro, en dejar que el subalterno hable (y sí, preguntarnos qué es que quiere decir y si lo que dice tiene sentido no es una cuestión de poca importancia, más bien necesariamente democrática y racional), sino en los extremos de una apertura total que se convierte en una destrucción completa de quienes vemos como enemigos (los machos blancos heterosexuales, quienes somos no pocos) o de un cierre universal que impide la presencia de elementos fuera de la supuesta (y muchas veces inexistente) normalidad (las mujeres árabes lesbianas, por ejemplo).

Por supuesto, en el caso de una visión narrativa, es necesario saber cómo funciona la estructura y saber por qué y cómo se desarrolla la acción y hablan (y actúan) los personajes. Si de inclusión hay que hablar, en estos casos, esta tiene que ser algo secundario, a menos que no queramos crear una historia sobre un elemento que se inserta también (y no solo) en la cuestión de la inclusión. ¿Es más importante que Ripley sea una mujer o que sea una sobreviviente? ¿Tiene más sentido que Denzel Washington sea Lear o que sepa cómo “hacer” Lear? A veces la inclusión, siendo un concepto de carácter social y cultural, se desarrolla de por sí, conectándose con la realidad en la que se encuentra y que históricamente la engendra y la representa. Y, en la concreción de las ideas en la pantalla (grande o pequeña), quizás lo que más importancia va a tener sea también que nos sepan contar algo capaz de encender nuestra curiosidad y estimular nuestro cerebro. Sí, también desde un punto de vista cultural.

P. D. : Una consideración final. Estamos hablando de películas, del arte de narrar. Si Brecht pensaba que su misión era la de enseñar, de abrir paso a un futuro político mejor, no hay que olvidar que las películas a veces solo son productos que crean sueños. Recordemos, entonces, que la fuerza del cine no es infinita y que dentro del concepto global de soft power a veces pensamos darnos más importancia que la que realmente tenemos.

La inclusión en el cine – Tesis    |    La inclusión en el cine – Antítesis

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