Cartel de la película Spring Breakers

Tras el visionado de Spring Breakers me vinieron a la cabeza unas  declaraciones de Harold Pinter relacionadas con la función que el silencio juega en sus películas, como un elemento tan esencial, que juega pareja relevancia con los diálogos. Concluía en su razonamiento con la siguiente paradoja: “con frecuencia, el ser humano utiliza las palabras para bloquear la comunicación”.

Frente a esta reflexión, Spring Breakers constituiría la oposición más directa a esta concepción. El film de Korine no contiene silencios y los diálogos, escasos, tienen un papel básico para que el relato pueda fluir. Las palabras reverberan como un eco incesante que flota dentro de la malla sonora extradiegética que es la constante protagonista del film. Palabras con un efecto horadador sobre nuestro cerebro, que se articulan como parte de los conceptos que giran alrededor del discurso que Korine plantea. Son varias las lecturas que podrían hacerse de Spring Breakers. En el plano más superficial, el que se puede extraer del argumento, estamos ante la aventura que emprenden cuatro amigas universitarias (Selena Gomez, Vanessa Hudgens, Ashley Benson y Rachel Korine) que tras acabar sus estudios deciden tomarse unas vacaciones en la tradicional costa de Florida en uno de esos eventos anuales cuyo intríngulis consiste en la extralimitación a todos los niveles. Sexo, drogas y música electrónica son los requisitos imprescindibles para la diversión asegurada. Todo parece ir en la línea de lo perseguido hasta que la fiesta termina cuando son detenidas y dan con sus huesos en la comisaría de policía, de donde saldrán gracias a Alien (James Franco), un gánster hip-hopero, quien paga la fianza que necesitan para su libertad, hecho que se traducirá en un pasaje directo hacia otra nueva aventura, esta vez, una mucho más peligrosa. La aparición de este personaje en sus vidas marcará un punto de no retorno. Es así que la película está dividida en dos partes bien definidas. SpringBreakers_3La más vaporosa y colorista donde abundan los voluptuosos torsos desnudos que exhalan la química del amor mientras bailan en slow-motion al son de ritmos que no dan tregua, de fiesta en fiesta. Y la más retorcida y perturbadora que se mueve en oscuros terrenos pantanosos donde el juego está al mismo nivel que la violencia y la lucha de poder entre los traficantes del lugar. He aquí el reverso del sueño americano convertido en una pesadilla de luces de neón. El contrapunto de ese artefacto que no es más que una engañosa fábrica de ilusiones. Korine radiografía el modelo de juventud de “integrados” (Umberto Eco) en la era de la cultura de masas donde una sociedad enferma en plena crisis cultural marca sus bases sobre una alfombra de lugares comunes. Porque, en definitiva, estas cuatro jóvenes son víctimas de una insatisfacción generalizada y para encontrarse a sí mismas toman el camino del exceso, refugiándose en experiencias al límite, hasta el punto en que dos de ellas deciden cambiar los libros por los AK-47. Este planteamiento tiene mucho que ver con la propia elección del casting. El hecho de sacar del mundo de inocencia y fantasía Disney en el que son populares algunas de las actrices protagonistas es parte de ese malabarismo provocador y perverso que embebe todo el film.

El nihilismo adolescente al que Korine apuntaba desde Kids (Larry Clark, 1995) y Gummo (Harmony Korine, 1997) encuentra aquí una asociación directa muy coherente a través de una puesta en escena lúdica y que en ocasiones roza la parodia (sobre todo en lo que se refiere al personaje de Alien y su mundo),  que junto a una estructura narrativa que abunda en primerísimos primeros planos y combina, en ocasiones, la estimulante utilización de cámara en mano con intercalaciones de imágenes en formato vídeo de baja definición y otras saturadas de multicolor. Son dignos de mención el plano secuencia cuando las chicas asaltan una tienda, mientras la cámara, desde el interior de un coche, capta la poética de la transgresión y la secuencia de la traca final.

SpringBreakers_2Este cóctel visual toma más fuerza aún, a través de una edición fragmentada y alternante que da forma a una cinta febrilmente postmoderna. No es casual que tras esta explosión de sinestesia se encuentren  Benoit Debie, cámara de Irreversible, Gaspar Noé, 2002), Douglas Crise, montador habitual de Soderbergh, y Cliff Matinez, compositor de Drive ( Nicolas Winding Refn, 2011) y de varios films de Soderbergh.

A lo largo de todo el film, la imagen adquiere una tendencia a la supeditación con respecto a la banda sonora y en escenas concretas está pensada por y para servir a determinadas piezas musicales, en mímesis con el lenguaje audiovisual videoclipero. Un ejemplo de esto es uno de los momentos más preciosistas y frívolos en el que Alien improvisa el Everytime de Britney Spears, sentado al piano, junto a la piscina de su mansión, con el mar como horizonte, mientras sus chicas le acompañan, ataviadas con sus biquinis fosforitos y sus pasamontañas rosas.

Desenfreno visual y sonoro de alta tensión que logra crear una experiencia electropop cercana a un abismo hedonista que sabe cómo contagiar el éxtasis que viven sus personajes. Spring Breakers, un film para dejarse llevar.

* Lee la Contra-Crítica, por Javier Moral

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Spring-Breakers-PosterCada vez son más habituales las películas decididas a confirmar –y no a denunciar– las despreocupadas (y preocupantes) rutinas de una gran parte de la juventud actual (mundial, aunque los españoles seguro nos llevamos la palma) que, si bien no goza del beneplácito de un entorno laboral cohibido por la agresividad de la crisis económica, no mostrará verdaderos síntomas de conciencia hasta que no le falte el plato en la mesa. Por si fuera poco, esta chavalada utiliza la juerga como singular pretexto para el descanso de su protesta silenciosa. El consumo de drogas y la actitud rebelde eran actos contestatarios de los jóvenes hace décadas; ahora son una vía de desconexión –o de prolongación de un pasotismo que no conoce límites–. A la fuerza, los narcóticos y la música electrónica se han proclamado desenfadados iconos del lifestyle de toda una generación. Bien lo sabe el cine.

Mucho antes de que se armara todo el jaleo, Harmony Korine ya había empezado a desarrollar lo que hoy es un obsesivo empeño en radiografiar las circunstancias que configuran este desenfreno como opción vital. El guión de Kids (Larry Clark, 1995) fue el germen de una escandalosa tesis sobre la adolescencia en el cambio de siglo que se prolongó en Gummo (1997), su debut cinematográfico, y que, quince años más tarde, ha alcanzado su última expresión en Spring Breakers con la inyección impostada de una metafísica vacua y arrogante. Las tribulaciones de una pandilla de jovenzuelas imprudentes con la libido por las nubes constituyen la premisa perfecta para diseccionar la necedad, no necesariamente implícita en una etapa atiborrada de cambios, evoluciones y novedades orientados a satisfacer los bajos instintos en una dislocada búsqueda de la felicidad. La insolencia se viste de etiqueta con unas formas de largo alcance (el plano secuencia del atraco al bar se debería empezar a estudiar en todas las escuelas de cine) y el mundo se deforma a un ritmo lisérgico: firmemente instalada en el principio del «todo vale», la cinta se adjudica la improbable evolución de las estrategias narrativas de la serie B tradicional. Porque Spring Breakers no solo no se toma en serio a sí misma, sino que tampoco lo hace con un espectador que debe digerirla desde una distancia en el tiempo suficiente para poder considerar los estragos de un bad trip.

SpringBreakers_4La licencia juvenil que implica sexo e intoxicación ha sido uno de los temas favoritos de la comedia americana durante varias décadas. Hasta que uno de sus principales valedores, Todd Phillips, transformó ese material objeto de risa fácil en una reflexión autoparódica y ambigua sobre la tecnología al servicio del hedonismo en Project X (Nima Nourizadeh, 2012), con una profunda carga psicológica y ciertos coqueteos con el terror. La comparación con este ejercicio de incuestionable eficacia subraya el desliz de la cinta de Korine: el divertimento autocomplaciente incluye en el diseño una práctica muy arriesgada, la de cubrir con una gruesa capa de trascendentalismo lo que solo es una paja mental. Así, Spring Breakers se balancea bruscamente y sin profilaxis entre el deleite del espectáculo y la tolerancia de la idiotez por parte del espectador. La congestión de sentimientos encontrados que van de la hipnosis a la repugnancia puede acabar demasiado saturada, incluso para aquel que advierte la intención del director.

Sé que no soy el único todavía aturdido por esta tormenta de sensaciones varios días después de ver la película. Pero, quien va a ver a Korine sabe a lo que atenerse. Por lo que, salvo el pajillero que predijo el festival de culos y tetas o los padres que fueron testigos junto a sus hijos de la degeneración y/o morbo que rezuman las niñas Disney (otra intencionada bravata), todos habremos sabido indagar en detalles que hagan de este filme algo más que una calentorra y repetitiva ensalada de letanías a ritmo de house (que ojalá hubieran imitado el cariz onírico de Bertrand Bonello en Casa de tolerancia /L’Apollonide –2011–, por poner un buen ejemplo). Por eso, ahí va una teoría que elucubra sobre la ideología subliminal que cimienta ese caos desprovisto de convencionalismos y moralidad: primero, la acción más evidente, el director se desprende de los prejuicios puritanos norteamericanos y sus dogmatismos, personificados en Faith (Selena Gomez); más tarde, en una secuencia calcada, hace volver a casa a su mujer en la vida real (Rachel Korine), a quien despoja de su máscara de chica mala para demostrar que en realidad es una pija tonta del montón; así, Alien, el alter ego de Korine en la cinta, se entrega a la meticulosa corrupción de las muchachas aptas (Vanessa Hudgens y Ashley Benson), a la rendición ante la carne rubia y golfa (bitches, para los amigos) hasta que la muerte les separe.

Fotograma de Spring BreakersY es que Alien (James Franco) funciona como un punto de inflexión imprescindible para que el director termine de mostrar todas sus cartas: las chicas son detenidas en uno de sus incontables desmadres y lo que se antojaba una versión soez de Sucker Punch (Zack Snyder, 2010) –trocando aquel falsario belicismo que justificaba la gratuidad erótica por un intimismo igualmente tramposo–, pasa súbitamente a ser una Tournée (Mathiew Amalric, 2010) malrollista del exceso (que claudica en la bochornosa secuencia del piano). El mensaje en blanco de Spring Breakers trascenderá en el icono cuasi cómico del bikini, grial del audiovisual que está por llegar, una ciencia líquida, precipitada y no siempre consecuente, pero inteligente a la hora de sugerir ídolos fantasmáticos.

spring-breakers-7Ya todos desnudos, no valen las medias tintas. La desagradable percepción de un videoclip de fuentes heterogéneas estirado hasta el infinito, que presuntamente hubiera querido captar a la generación MTV (su imaginería cool generó adeptos incluso antes del estreno), tuerce hacia una sola certeza, la de encontrarse frente a una pieza de arte de discurso único y perecedero: imágenes volátiles que ilustran la doctrina de una época al tiempo que hilan un manifiesto asequible y trivial. Spring Breakers promueve una moda de corte industrial, es un artefacto extremo y digno del reconocimiento de la crítica, resuelto con una caligrafía críptica, pero legible, que preconiza la excitación aleatoria de las pasiones (del asco a la delicia inenarrables, como ya hizo hace poco Holy MotorsLeos Carax, 2012). Si Hollywood se ha hartado de triunfar con americanadas (ArgoBen Affleck, 2012– es su más reciente ejemplo), aquí se ha establecido un nuevo paradigma, el turno del alarde nihilista, de la pirotecnia sobresaliente que dota a la pantalla de un insólito poder abductor que magnifica la experiencia cinematográfica (vista en casa, esta película sería un verdadero muermo). Nos guste o no, Harmony Korine es un valor todavía latente, uno de esos jóvenes y frescos cineastas que tanto hacen falta y que podrían llegar a cambiar no solo la manera de hacer cine, sino también la propia definición del medio.

* Lee la Contra-Crítica, por África Sandonís

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