Incluir significa abrir las puertas a los que están afuera. Incluir implica dejar que todo hombre, toda mujer y todo lo que sea puedan estar dentro de un espacio del que estaban excluidos o, tan solo, en en cual se situaban únicamente desde un punto de vista secundario. Más allá de la cuestión de incluir, en cuanto aceptación tanto del otro como de lo otro, la inclusión sería entonces la necesidad de dejar que hablen y que se presenten, así como son, a aquellas partes de la población humana que forman un conjunto de parias, de fantasmas inexistentes, y que necesitan, tanto democrática como humanamente, que su voz y su mismo “yo” cobren un cuerpo real en la gran pantalla, con el cual decir “aquí estoy, aquí vivo, aquí me veis, aquí os hablo”. Es un discurso, entonces, que se desarrolla entre la mayoría de los seres vivos y la minoría de los seres casi-vivos, los que existen porque tienen que existir, pero de quienes mejor ni hablar.
La inclusión, por supuesto, va más allá de la simple necesidad de hablar de los que están fuera del borde de lo normal. Y esto porque lo normal es un concepto que, ante un análisis más profundo, poca realidad tiene y sí mucha apariencia. ¿Qué es normal, de hecho, sino la idea de que todos funcionamos según los mismos mecanismos, las mismas pautas? Goffman lo decía en sus libros, la vox populi siempre lo ha sabido en sus diálogo silenciosos (los de los rumores): todos tenemos cierta anormalidad, cierta pizca de incapacidad de encajar dentro de un patrón definido, lo cual, dicho sea aquí para que siempre se repita, solo implica que aparentemente somos iguales, mientras que profunda y llanamente cada cual tiene sus particularidades que puede o no compartir con una parte diminuta o no de la población mundial. La sexualidad, cuestión esta que es integrante del concepto de inclusión, nos propone, por ejemplo, unos matices de bisexualidad o de fetichismo que ensanchan el caudal de lo que existe, pero que fingimos que no está alrededor de nosotros (y no, no se sostiene que todo hombre y mujer sean bisexuales, sino que, como decía Kinsey, las cosas son más complicadas).
El color de la piel, otro elemento fundamental, nos empuja a pensar en quiénes son aquellos hombres y mujeres que vemos en la gran pantalla. ¿Todos blancos, altos y extremadamente anglosajones, como en las películas de los años 50 y 60 de Hollywood? La inclusión quiere ir más allá y supone un cambio radical, como en el caso de una familia progresista, cuya hija decide casarse con un hombre negro. Hay que abrir paso a lo real, se dice, ya que incluir significa enlazar su discurso de lucha social y cultural con una mirada hacia un mundo que está repleto de diferentes tipos de seres humanos. Que un Terminator, entonces, sea un hombre latino no tiene que ser nada especial, todo lo contrario, así como que latina sea una Blancanieves de los años veinte del siglo tres (o lo que sea, ya que la Tierra tiene muchos más años, décadas, siglos y milenios).
Y la sexualidad de arriba va a tener su merecido lugar dentro de la producción artística, ya que nadie puede (ni tiene que) gritar de escándalo cuando el protagonista es clara y rotundamente homosexual. Llegará, por supuesto, la apertura al mundo transexual, transgénero, asexual, pansexual. ¿Acaso no nos hemos dado cuenta de que entre las muñeca de carne y hueso del Barbenheimer está una transexual? Al fin y al cabo, todos tenemos alguien así en nuestra familia o entre nuestros amigos (a mi bisabuelo le gustaba disfrazarse de mujer y tener relaciones sexuales con la vecina, me contaban), y si no, quizás seamos nosotros los raros. ¿Dónde estaría el problema en que nos presenten a personajes no heterosexuales, por ejemplo? Me dicen que entre los brujos de Hogwarts se esconde un “maricón”, ¿acaso es así cómo nuestros hijos van a tener un rol masculino negativo? ¿O quizás peor sea el elemento del cowboy (perdón, vaquero), que fuma y sigue fumando (mientras que, en tiempos más recientes, prefiere acostarse con otro como él)?
La inclusión en el cine es necesaria, porque el cine tiene que ser el espejo de nuestra realidad. Más personajes femeninos no significa la muerte de los masculinos, así como más personajes negros no implica la muerte de los blancos. Se prefiere, entonces, la libertad de la fantasía y de la imaginación que nos lleva a descubrir una visión más democrática, capaz de aceptar a cualquier tipo de ser humano. Al fin y al cabo, ¿qué es mejor? ¿Unas películas que saben abrazar todo el abanico de nuestras sociedades o unos filmes que solo repiten esquemas que ya habían nacido erróneos, espejo de algo que nunca existió ni nunca va a existir?
La inclusión en el cine es, entonces, algo necesario no simplemente porque sea social y culturalmente correcto, sino porque nos enseña el mundo así como es. La diversidad, de tantos y diferentes tipos, es un elemento sacrosanto con el cual tenemos que contar si queremos ofrecer al público la imagen de un mundo que es lo que efectivamente es. Si alguien se lamenta, si llegamos a leer o escuchar opiniones contrarias, estas se deben solo a una forma de reacción psicológica, de miedo no solo a lo diferente, sino también a lo real, al mundo así como es efectivamente y no como queremos que sea. La inclusión es, entonces, no un objetivo de simple carácter político, sino la determinación de la realidad, la imagen de lo que es porque así es, elemento concreto de un mundo en el que todos tenemos derecho a vivir y a hacer que nuestra voz se oiga, deshaciéndonos de los disfraces de una sociedad, en la cual su normalidad no es más que un espejismo del que tenemos que despertar.
La inclusión en el cine – Antítesis | La inclusión en el cine – Síntesis