Entrevistas
Entrevista a Vicente Monroy
Con tantos inputs y contenido a nuestro alcance: libros, debates, documentales, redes sociales… hablar de cine y sobre cine se ha convertido también en un nicho de actualidad tan oscuro y superficial como poco gratificante. La dificultad de encontrar voces auténticas alejadas del ruido enajenado es la ardua tarea de alguien que busca establecer reflexiones fuera de los marcos sometidos para encontrar una grieta que nos lleve a los campos fértiles del pensamiento. Hay excepciones que destacan por su claridad, su profundidad y una mirada crítica nada convencional. Este es el caso de Vicente Monroy. Escritor, guionista, arquitecto y programador de cine en la Cineteca de Madrid, así como colaborador con la Academia de Cine Español, su mirada en torno al séptimo arte ya sedujo a sus lectores en 2020 con un libro titulado: Contra la cinefilia: Historia de un romance exagerado. Este año, Monroy estrena nuevo libro: Breve historia de la oscuridad: Una defensa de las salas de cine en la era del streaming. Hablamos con él sobre su nuevo libro.
Daniel Urquijo: Walter Benjamin dijo que la aparición del cine generaba transformaciones vitales, existenciales, políticas y ontológicas en los modos de “ser” humano en el mundo. A día de hoy se ha vuelto común visualizar cine de forma individual o aislada. ¿La aparición del streaming está volviendo a transformar la experiencia?
Vicente Monroy: No cabe duda: el streaming está transformando radicalmente la experiencia cinematográfica, y también la naturaleza misma de esos objetos que antaño llamábamos películas y hoy llamamos contenidos audiovisuales. Pero lo verdaderamente importante es que también nosotros estamos cambiando, y me temo que es aquí donde la situación se vuelve más peligrosa. Cada vez más encerrados en dinámicas de visionado solitarias y fragmentadas, nuestra memoria del cine se vuelve más frágil, y nos volvemos más indefensos ante las estrategias publicitarias y de control de la cultura de masas. Los algoritmos se amoldan a nuestros caprichos en la misma medida en que nosotros, de forma casi inadvertida, nos amoldamos a sus lógicas. La mediación humana —críticos, programadores, profesores, cinéfilos apasionados—, que antaño era la piedra de toque de la cultura cinematográfica, se diluye ahora en abstracciones impersonales. Es aterrador pensar que gran parte de los productos audiovisuales contemporáneos no se diseñan para conmover o desafiar a un público, sino para capturar la atención de un programa estadístico. Frente a esta mutación, defender la sala de cine, el encuentro y la conversación crítica es, quizá, uno de los últimos gestos de resistencia posibles.
DU: La mayoría de los debates sobre el cine que vemos y escuchamos giran en torno al contenido de la obra. Sin embargo, Breve historia de la oscuridad se centra en las formas. Parece acertado, ya que no es tanto lo que ves, sino el cómo lo ves.
VM: Hasta ahora, la historia del cine —salvo honrosas excepciones como Jean-Louis Schefer o Nicole Brenez— se ha contado siempre de cara a la pantalla. Es decir, como una historia de las películas, los cineastas, los actores, las invenciones formales y técnicas. Pero falta aún por contar la otra mitad de esa historia: su contraplano, que para mí es mucho más importante. Me refiero a la historia de aquello que ocurre frente a la pantalla: nuestra historia, la de los espectadores. La de quienes han amado, llorado, soñado y vivido en la oscuridad de una sala. Es urgente contar esa historia en una época en que la industria cultural, perniciosamente, deshumaniza progresivamente la naturaleza del cine. Tanto Contra la cinefilia como Breve historia de la oscuridad son pequeños impulsos hacia esa otra historia del cine que, algún día, me gustaría escribir.
DU: En 2007, el cine París de Barcelona cerró sus puertas tras más de 80 años de proyecciones para colocar un Zara (cadena de tienda de ropa). Lo curioso es que tampoco tenía una mala afluencia, entre 50.000 y 80.000 espectadores anuales. Es este un ejemplo práctico de una de las tesis de tu libro. No solo por el cierre, sino por lo simbólico.
VM: Es un ejemplo perfecto de cómo la cultura cinematográfica ha sido desplazada, de forma paulatina pero implacable, por otras formas de consumo. En Breve historia de la oscuridad hablo de cómo el cine, entendido tanto como espacio físico como simbólico, ha ido perdiendo terreno frente a la mercantilización del espacio público. La desaparición de las salas no refleja únicamente una crisis industrial; es el síntoma de algo mucho más profundo y alarmante: la extinción de los espacios de encuentro, de reflexión y de comunidad en el corazón de las tramas urbanas. En el capitalismo, el acto de habitar ya no se distingue del de consumir. En nuestras propias ciudades, no se nos trata como vecinos, como habitantes de un lugar compartido, sino como turistas en tránsito, consumidores en un decorado de estímulos efímeros. Como vecino de Madrid, observo atónito el desarrollo acelerado de este fenómeno. Las ciudades se han transformado en grandes parques temáticos: espacios diseñados para el consumo, la experiencia instantánea, la ilusión pasajera.
DU: Llama la atención la relación entre la morgue del Quai de l’Archevêché de París, que exponía al público cadáveres sin identificar, con la demanda de ver imágenes insólitas y el entretenimiento popular.
VM: El cine siempre ha mantenido una relación ambigua con el morbo y con aquello que consideramos inmoral, transitando —más que ninguna otra de las artes— por territorios casi inconfesables. La morgue del Quai de l’Archevêché, que exponía cadáveres no identificados al público, no es solo un episodio de voyeurismo, sino también un símbolo de esa atracción profunda que la mirada humana siente hacia el horror. El cine se alimenta de ese impulso: el deseo de ver lo que no debería ser visto, de acercarse a los límites de lo representable. Esta tendencia tiene un enorme potencial emancipador, porque nos permite explorar nuestros propios límites en un espacio controlado, ensayando formas de disidencia y de confrontación con lo intolerable. Pero también encierra peligros: puede conducir a una banalización de lo insólito, al consumo superficial de lo extremo, a un desgaste del valor profundo de esas imágenes que deberían incomodarnos, sacudirnos o transformarnos.
DU: Se ha generado un inconveniente muy recurrente al acudir a una sala de cine y son esas pantallas móviles encendidas a mitad de la proyección. Aquí el cine como espacio poco puede hacer, pero lo cierto es que la experiencia puede resultar molesta e incluso perjudicial para muchos espectadores. ¿Crees que ese problema parte del civismo y la educación, o más bien se trata de que coexistamos con reels de seis segundos a la vez que vemos superproducciones de tres horas?
VM: Creo que es un problema que no puede reducirse únicamente a la educación o al civismo. Estamos atravesando una transformación profunda en la estructura misma de la atención. El cine exigía una concentración sostenida, una entrega activa; en cambio, el modelo de consumo de las redes sociales fomenta la fragmentación, el desplazamiento constante de un estímulo a otro. No es fácil que ambos modos de percepción coexistan. Defender el cine es, en parte, defender otra forma de habitar el tiempo: un tiempo más lento, más denso; un tiempo prometido. Las imágenes cinematográficas nos tratan con amor, y exigen de nosotros un amor recíproco, porque la experiencia amorosa solo es posible cuando existe entrega mutua. Pero ¿cómo amar —o ser amado— por una imagen de Netflix, diseñada para ser reemplazada por otra en el mismo instante en que ha sido consumida?
DU: El cine no solo ha comportado el hecho de ver una película. No hace demasiado era común pensar en la sala de cine como un espacio en donde se daba lugar a una primera cita. En el cine se han dado muchos besos…
VM: Ayer, en una firma de libros, una chica se acercó para agradecerme mi trabajo como programador de Cineteca por la cantidad de primeras citas que había podido tener allí. Me hizo muchísima ilusión. ¡Venid a la Cineteca a enamoraros!
DU: Lo que ocurre también con el streaming es que hay tantas plataformas con tanto contenido que se puede llegar a pensar que ahí está todo. Puede ser oportuno hacerse una pregunta crítica importante: ¿Qué es lo que no estoy viendo?
VM: Es mentira que ahora tengamos acceso a más películas que antes; simplemente tenemos un acceso un poco más rápido. Cuando cerró Ficciones, el último gran videoclub de Madrid, su catálogo contaba con más de 50.000 títulos. Hoy, el catálogo de Filmin —la plataforma más extensa en España— ronda los 12.000. Netflix ofrece unos 5.400 títulos, y Prime Video, unos 4.400. En los años 90, Internet parecía prometer una democratización radical del acceso al patrimonio cinematográfico. Sin embargo, ha ocurrido más bien lo contrario: las plataformas, ya sea promoviendo cine de autor, clásico o industrial, actúan de manera tendenciosa, moldeando la historia del cine según sus necesidades comerciales. La accesibilidad no garantiza la libertad; a veces, incluso la anula. Creo que la ilusión de un acceso total anestesia la curiosidad de los cinéfilos. Una pregunta fundamental para cualquier espectador de hoy sería: ¿qué obras, qué lenguajes, qué miradas están quedando fuera de mi campo de visión? ¿Qué historias no me están contando?
DU: La lectura de tu libro, en especial el capítulo de ¡Luz, más luz!, me recordaba a aquella maravillosa obra de Tsai Ming-liang, Good Bye, Dragon Inn. El último suspiro de un cine en ruinas que llora en silencio en la oscuridad de la última proyección, pero en el que también hay mucho amor, e incluso la posibilidad de interactuar sexualmente.
VM: Good Bye, Dragon Inn es, sin duda, una de las películas que mejor ha captado esa tristeza amorosa que acompaña al final de una época. Pero también sugiere algo muy importante: que, incluso en la decadencia, persisten los cuerpos, los gestos, los deseos. Allí donde una sala se apaga, algo también puede empezar a renacer. La oscuridad, como digo en el libro, nunca es solo ausencia: es también la promesa de otra luz. No me gustaría que se interpretara mi defensa de la sala de cine como un ejercicio de melancolía o como una apuesta por el pasado, creo que es todo lo contrario. Para mí, la sala de cine es un espacio de oportunidad: un lugar para encontrarnos, para pensar juntos, para imaginar el futuro. No defiendo las salas de cine porque representen algo muerto, sino porque aún son capaces de alojar nuevas formas de vida.
DU: La revista EL ESPECTADOR IMAGINARIO forma a estudiantes interesados en el cine para culminar en la crítica cinematográfica. ¿Qué opinas sobre la crítica de cine actual? ¿Qué consejo o reflexión podrías darnos?
VM: Creo que hoy, más que nunca, la crítica cinematográfica debería ser un acto de resistencia. Es urgente combatir la fragmentación de las imágenes que imponen las plataformas y las redes sociales, y oponer a esa dispersión la construcción de grandes relatos. Si cedemos a la lógica del clickbait, si degradamos el lenguaje, si despolitizamos las palabras, estaremos presenciando —y consintiendo— una degradación irreversible del cine. Otro ejercicio igualmente urgente que me obsesiona últimamente: combatir la centralidad del cine estadounidense en el imaginario del cine contemporáneo. Darle la espalda. Incluso rechazarlo radicalmente. No por un gesto de snobismo, sino porque su hegemonía cultural limita nuestra imaginación. Hay que abrir otras ventanas, buscar otras tradiciones, escuchar otros acentos. La crítica debería ser un gesto de curiosidad radical y, también, de insumisión.
DU: En Breve historia de la oscuridad no solo se encuentra una defensa de las salas de cine, también se observa un interés en devolver la mirada al espectador. No se habla de directores, actrices o estrellas, sino más bien de las personas que están delante de la pantalla.
VM: El cine no son las películas que se proyectan en el interior de una sala. El cine somos nosotros: recordándolas, contándolas, persiguiendo en nuestras vidas ese bello tiempo prometido al otro lado de la pantalla. Mantener vivo ese sueño, protegerlo, alimentarlo, es lo más importante. Porque el cine verdadero no ocurre en la pantalla: ocurre en nosotros, en nuestros gestos, en nuestras conversaciones, en la forma en que miramos y habitamos el mundo después de haber pasado por esa oscuridad compartida. Incluso si desaparecieran todas las películas del mundo, el cine seguiría existiendo, porque es un fenómeno que ha transformado la imaginación de nuestra especie de manera irreversible.