Festivales 

Bafici 2016

18  bafici

Bafici cumplió 18 ediciones. Ha recorrido una larga trayectoria en un país que en las últimas décadas ha vivido en democracia, lo cual permite la libertad en la selección de las películas y la ausencia de censura cinematográfica. Ambos “detalles” deberían contribuir a la calidad de la muestra, que en este 2016 cambió de director, aunque sospechamos que mucho de la programación se le debe al anterior. Sin dudas, este año ha continuado con una selección anodina de películas, cuya mejor muestra se constata en la premiación, donde las argentinas obtuvieron quizá demasiados premios.

aardmanDe todos modos, siempre aplaudimos la posibilidad que nos abre este festival para acercarnos a producciones de otras latitudes, así como poder acceder a encuentros cercanos con genios de la talla de Peter Bogdanovich (que ofreció una conferencia, donde dejó ver su simpatía y la admiración por los efectos que aún produce su cine en los espectadores) y Michel Legrand (que brindó un concierto en el exclusivo Teatro Colón). Obviamente, esperamos que la llegada a la dirección de Porta Fuz vuelva a levantar la vara para el año que viene, y ofrecernos un festival con obras de alta talla, aunque (preferiblemente) no sean las cuatrocientas a las que nos tienen acostumbrados. Otro punto alto fue la visita de Merlin Crossingham, director creativo de Wallace y Gromit, que mantuvo una conferencia y una masterclass para estudiantes, donde conversó sobre su experiencia en la animación y contextualizó los filmes de la famosa compañía inglesa Aardman, que fueron ofrecidos en una retrospectiva.

A las competencias habituales, se sumaron la Latinoamericana y la de Derechos Humanos nublando así la posibilidad del próximo festival dedicado a este tema que suele llevarse a cabo durante los próximos meses y que tiene una historia paralela con el Bafici. Quizá no sea una verdadera novedad, ya que tanto las películas argentinas como del resto de Latinoamérica suelen participar de todas las secciones. Diversificar es aumentar la angustia por tratar de cubrir un relato que tiene que ver con cada una de las competencias. Lo que sí es novedoso fue abrir el festival a varias salas fuera del circuito acostumbrado, llevando el cine a espacios antes marginados del gran hecho cultural que esperamos cada año.

Como afirma Pablo Castriota en su artículo sobre el Bafici, nos detuvimos con más interés en las competencias oficiales. Así, pudimos cubrir algunas películas de las que ofrecemos nuestras reseñas. Como cada año, nos quedamos con las ganas de ver muchos más títulos, que se nos escaparon.

La larga noche de Francisco SanctisDe la Competencia Internacional, cubrimos (sin orden de preferencia): Viviré con tu recuerdo, a partir del material de desecho del documental sobre Ada Falcón Qué me habrán hecho tus ojos, que Sergio Wolf filmara hace quince años; In the Last Days of the City, del ganador como Mejor Director, el egipcio Tamer El Said, hace lo imposible por retratar su ciudad, arriesgando, literalmente, su vida en el intento; La noche, de Edgardo Castro, recibió el Premio Especial del Jurado, y narra la desesperada búsqueda de su protagonista en los bares nocturnos de la ciudad; The Revolution Won’t Be Televised, de la senegalesa Rama Thiaw, muestra la revolución rapera de Thiat y Kilifeu, ante la posibilidad de una reelección del presidente de Senegal; La última Navidad de Julius, documental sobre la figura del poeta boliviano Julio Barriga, filmado por Edmundo Bejarano en Tarija, obtuvo una Mención Especial; La larga noche de Francisco Sanctis, de los argentinos Andrea Testa y Francisco Márquez, ambientada en la Argentina de los años 70, ganadora como Mejor Película y Mejor Actor (Diego Velázquez); Je me tue à le dire, la ópera prima del francés Xavier Seron, sobre el amor edípico, que ganó el reconocimiento de la Asociación de Argentina de Autores de Fotografía Cinematográfica (ADF); y finalmente, Oleg y las raras artes, del venezolano Andrés Duque, documental sobre el excéntrico pianista Oleg Karavaychuk que, a nuestro modo de ver, debió obtener un reconocimiento que le fue negado, ya que se constituyó en una de esas sorpresas que arroja el festival.

traces of gardenDe la sección Vanguardia y Género, pudimos ver dos obras disímiles, si las hay: Traces of Garden, un registro para los sentidos, donde flores, ramas y árboles se superponen en un concierto visual, en un contrapunto entre el movimiento natural y el de la cámara, en una especie de danza onírica, acompañada por el canto de los pájaros, el ruido del agua y la música. Sobreimpresiones de imágenes naturales que se combinan con siluetas amorosamente entrelazadas, confundiendo las formas con trazos impresionistas en un repertorio de colores que cubre la amplia gama que va de los tonos fríos a los cálidos. Un filme de 71 minutos que bien podría haber reducido su metraje para ofrecer un colorido, sensual y efectivo regalo a los ojos y oídos del espectador. Conviviendo con este regodeo visual, apareció en la programación una obra que venía precedida por el respaldo de la crítica, Bone Tomahawk, de S. Craig Zahler, un western que comienza como tal, pero se va transformando en otra cosa, donde el horror se apropia de los personajes… ¡y del espectador! En nuestro caso, salimos de la sala desilusionados, porque ansiábamos encontrarnos con una película de vaqueros interpretada por Kurt Russell. Él y sus compañeros de reparto (Patrick Wilson, Matthew Fox y Richard Jenkis) ofrecen excelentes y convincentes actuaciones en una historia donde se trata de salvar a la mujer de uno de ellos. Más esquema de relato clásico (W. Propp, presente), imposible. El viaje, que mientras tienen junto a ellos a los caballos es de un verdadero western, se va transformando cuando esa masa colectiva anónima, que son los indios, se convierten en unos seres gigantes, amenazadores y… voraces. Hay imágenes que jamás podremos sacarlas de nuestra mente, la cámara se queda fija en el horror y, aunque te tapes los ojos, cuando espías a ver si pasó lo horrible, queda registrado en la retina una de las escenas más terribles que ha ofrecido el cine. Eso no es fácil de perdonar.

hierbaDe la Competencia Argentina, vimos Hierba, del argentino Raúl Perrone, un contrapunto entre cine y arte, a partir de Desayuno en la hierba, la pintura de Manet. De la Competencia Latinoamericana, podemos referirnos a la brasileña Carregador 1118, de Eduardo Consonni y Rodrigo Marques, un documental sobre un momento muy particular en la vida de uno de los miles de cargadores de mercaderías en los camiones de reparto; y a la ganadora del premio a Mejor Directora, María Aparicio, por su docu-ficcion Las calles, un pequeño filme rodado en Puerto Pirámides, en la Patagonia argentina, donde un grupo de chicos son dirigidos por su maestra para que entrevisten a los pobladores con el fin de asignar nombres a las calles del pueblo. Con imágenes hermosas del lugar, donde el mar, la aridez del terreno y el frío componen un cuadro espectacular, las barcas descansando en la playa son referencia de las ocupaciones de los entrevistados: la pesca de mariscos mediante el buceo en profundidades peligrosas. Los lugareños aportan a la historia del lugar, pero también a la suerte que han corrido para que actualmente se encuentren en ese espacio perdido del mapa. Los chicos ofrecen la frescura típica de su edad, pero sabemos que allí no tienen futuro. La maestra los guía con entusiasmo y sabiduría. Estampa de un rincón de la Argentina, barrido por los vientos fríos del Sur, donde sobreviven hombres solos o familias numerosas para realizar lo que mejor saben hacer: pescar.

MaturitáOtras secciones tuvieron nuestra atención: Del director mexicano Arturo Ripstein, se exhibió La calle de la amargura, otra de sus historias sobre la marginalidad y la miseria, donde dos prostitutas se relacionan con dos luchadores enanos. Esperamos su estreno para dedicarle una crítica extensa. De Pasiones, vimos Los pibes, un documental sobre el descubrimiento de futuros cracks para el equipo argentino de fútbol Boca Juniors. De Hacerse Grande, podemos mencionar a Maturitá, la historia de una estudiante en pleno proceso de crecimiento, a cargo del argentino Rosendo Ruiz, a quien Marcela Barbaro tuvo la ocasión de entrevistar. De Trayectorias, pudimos ver la estadounidense Grandma, en la que  Paul Weitz narra el reencuentro de una abuela con su nieta. La abuela, una lesbiana que ha dejado a su última pareja, debe ayudar a la nieta embarazada ante la incomprensión de una madre severa. Una historia de esas que uno ve un  domingo por la tarde, sin ambiciones, simple, por momentos simpática, pero totalmente predecible. Nada a destacar. En cambio, Harmony and Me (2009), de Bob Byington, a quien le dedicaron una sección especial, es de esas películas esperables en una edición del Bafici. Pequeña, con pocos personajes y una narrativa fluida y simpática. Justin Rice interpreta a Harmony, un músico despechado. La cámara en mano, los monólogos del actor, las miradas a cámara y una pequeña venganza reparadora cierran un filme que llenó nuestras expectativas, porque puede inscribirse literalmente con el adjetivo de «independiente» que caracteriza al festival.

Todo comenzó por el finHe querido dejar para el final la película que más esperamos en este Bafici. Programada en la Sección Cinefilias, Todo comenzó por el fin, del director colombiano Luis Ospina, no dejó indiferente a nadie. En ella, Ospina logra el más personal de sus documentales. Si bien la primera intención era la de contar la historia del Grupo de Cali, apoyándose en sus dos compañeros que tentaron fatalmente a la muerte: Andrés Caicedo (de quien hemos escrito en reiteradas oportunidades) y Andrés Mayolo (director de cine y televisión, además de docente), todo se replantea cuando a Ospina se le detecta un cáncer durante el rodaje. Este hecho cambia el eje del filme y, ahora sí, es un sobreviviente literal en la historia del Grupo de Cali. En una extensísima película que no decae ni por un momento, utiliza material de sus otras obras y recoge las opiniones del resto del equipo que trabajó junto a ellos en los rodajes. Se trata de una generación que no ha buscado la descendencia, eternos adolescentes que disfrutan de estar juntos y hacer travesuras. Pero esas travesuras tienen un trasfondo culturalmente sólido, que ofrece una obra contundente. Cómo se conocieron, quiénes eran Andrés Caicedo y Carlos Mayolo, cómo era esa comunidad que habitaba Ciudad Solar, qué significó el suicidio de Andrés, cómo repercutió en ellos la muerte de Mayolo, en qué lugar de la historia se ubicaron en el pasado y en cuál se encuentran hoy… Ospina ha madurado y su película es sobrecogedora. Habla, desde el  corazón, de su vida, en la que sus amigos y colegas son entrañables hermanos que aún lo acompañan y mantienen vivo ese espíritu que los sobrevolaba en aquellos años 70 y 80. Si tuviéramos que quedarnos con una escena, creemos que elegiríamos la de Mayolo dirigiendo la orquesta. Es sensible, divertida y puede resumir el espíritu de unos seres elegidos y de la época que les tocó vivir.

 

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