Festivales 

Reseñas Oscars 2018

 

Call Me by Your Name / Llámame por tu nombre
Luca Guadagnino, Italia, 2017

Elizabeth Rojas

Call Me by my Name

Después de ver Call Me by Your Name, último largometraje de Luca Guadagnino, basada en la novela de André Aciman y con guion de James Avory, quedé conmovida. Sabía con total certeza que la actuación de Timothée Chalamet –merecedora de su primera nominación a un premio de la Academia – me había deslumbrado y llenado de admiración. Su encarnación de Elio Perlman, un adolescente de 17 años que se enamora por primera vez, es sencillamente brillante.

Hasta aquí no habría novedad. Sólo que de quien Elio se enamora es de Oliver –el usurpador, como premonitoriamente lo califica desde que lo ve llegar–, un joven norteamericano que estudia con el profesor Perlman, su padre, y que los visita en la preciosa casa donde esta familia culta, librepensadora, relajada, pasa los días ejerciendo ese gran disfrute que es el ocio.

No se puede decir, sin embargo, que el tema central del largometraje sea la homosexualidad, aunque lo parezca. Se trata, mucho más, de la complejidad de los vínculos amorosos, de su carácter efímero, acuoso –el agua es un elemento omnipresente en esta obra – pero, sin duda, se trata de la iniciación al amor. Este film es capaz de producir tal conmoción, por tratarse de una historia humana, universal, contada con exquisita delicadeza: el primer amor, el deslumbramiento, la imposibilidad, el desgarramiento. La pérdida de la inocencia.

El entorno que rodea a Elio parece ideal para el descubrimiento de su sexualidad: unos padres amorosos, sin prejuicios; una amiga –que no llega a ser novia, muy a su pesar – que acepta su distanciamiento después de la iniciación amatoria. Un entorno, en fin, que no le presenta conflictos. El verdadero conflicto, y la tensión dramática de este film, ocurren, sobre todo, dentro del cuerpo y el alma de Elio.

Que el padecimiento de este sensible adolescente es iniciático, está insinuado el día en que la familia Perlman se prepara para celebrar Januka: la cámara muestra un plano detalle de una granada, alusión al rapto iniciático de Kore –doncella – por parte de Hades y su descenso al inframundo. Elio sufre un rapto momentáneo, y toda la seguridad que le daba su inteligencia y su precoz sofisticación intelectual se derrumba ante la insoportable ignorancia de lo que le sucede: está experimentando el dolor que produce el deseo al convertirse en amor. Y entre Elio y Oliver se trata de un amor imposible.

Elio, su padre y Oliver son tres hombres diferentes y, sin embargo, unidos por vínculos y afinidades profundos. En una de las escenas elaboradas con mayor ternura y elegancia, Elio y su padre –a cargo de un Michael Stuhlbarg que no puede estar mejor en su personificación llena de delicadeza, suavidad y ambigüedad – sostienen una íntima y amorosa conversación, casi monólogo, de nuevo, iniciático. Perlman insta a su desgarrado hijo a aceptar y vivir su dolor, en lugar de matarlo. “Quédate con la alegría que sentiste”, le dice. Y acrecienta este momento profundamente humano, revelando sus propias y similares inclinaciones eróticas, ¿en el pasado?, frente a las cuales, a diferencia a de su hijo, no se atrevió a ceder.

El film, peca, sin embargo, de excesivo esteticismo, hay demasiada belleza. Guadagnino se regodea en mostrar, una y otra vez, primeros planos de los preciosos árboles de albaricoque del jardín de los Perlman, o la belleza de los protagonistas –incluyendo un contrapicado la del rostro, de escultura clásica, de Oliver –, o los muchos detalles exquisitos de la casa del S XVII. Hasta sus padres llaman cariñosamente al hijo “Eli belli”. Puede que la otra pasión de este director italiano, la decoración de interiores, haya pesado más de la cuenta en la dirección de producción.

Pero quizás el mayor exceso es la ya famosa escena de Elio con el albaricoque. ¿No hubiera sido suficiente con mostrar al adolescente explorando con fiera sensualidad las posibilidades eróticas de la fruta, con sus manos? Aquí el director, que en muchos momentos clave del film hizo gala de una exquisita discreción, cayó en la obviedad.

 

Déjame salir / ¡Huye!
Get Out, Jordan Peele, EUA, 2017

Martín Paradelo

Déjame salir

Déjame salir es, por una parte, una obra clásica, y, por otra parte, una forma de superación de ese mismo clasicismo. Si por un lado Jordan Peele se introduce en el cine de género con todas las consecuencias y, aparcando ambiciones grandilocuentes de autor, por otro lado pretende superar las formas genéricas, al menos en cuanto al significado dominante de las producciones que se engloban en ese género.

Déjame salir es un film de terror y de suspense y, desde los parámetros que definen estos dos géneros, es uno de los grandes filmes que se han hecho en los últimos años. Asumiendo un punto de partida estructurado sobre la base de clásicos elementos que ya hemos visto recurrentemente, y de ahí su grado de efectividad, como pueden ser la pareja protagonista, cuya relación esconde algo turbio, el espacio cerrado que genera múltiples elementos de suspense, la tensión creada por una multitud que comparte algo que desconocen el espectador y el protagonista, todos son elementos constituyentes de un determinado tipo de terror que Jordan Peele maneja con seguridad y que incluso lleva a un nivel alto en la firmeza con que desarrolla la narrativa dentro de estos códigos y la efectividad de su planteamiento.

También su estructura es muy clásica, presentando un movimiento de partición una vez superada ligeramente la mitad del film. Este movimiento despeja todas las incógnitas que previamente habían sustentado el suspense, para poder así dar paso a un film de terror puro, basado en la violencia y la inquietud del susto. Es este, también, el momento en que Jordan Peele introduce la problemática racial en un escenario nuevo, superando los lugares comunes en que se había desarrollado en la primera parte, jugando así con las seguridades y las expectativas del espectador.

En efecto, este es un movimiento que abre una serie de posibilidades de relectura del género de terror muy importantes. Aunque muchas veces se habían hecho notar estas graves deficiencias en materia de representación de raza y género, no puede decirse que hoy se encuentren especialmente superadas, lo que hace que la estrategia de Peele siga siendo necesaria.

El problema está en que tampoco llega más allá. Interesado en dar a su film un grado de adecuación genérica que lo haga perfectamente legible y fácil de aprehender en todos sus elementos, también en los relativos a la crítica que plantea, comete el error de situar esta crítica en un espacio muy lateral, muy poco real y ligeramente desenfocado con respecto a la realidad social que pretende denunciar. Esta crítica adolece de cierta falta de contextualización o de unidad social, deficiencia en que precisamente provoca su lateralidad, puesto que no puede pretenderse que exista un sistema social en el que se desarrolla una violencia, evidente y real, contra las personas de una raza determinada y al mismo tiempo pretender que la reversión de esta situación provenga de las mismas instituciones, cuya función sistémica no es solo generar esa violencia, sino mantenerla y reproducirla. En ese sentido, la intervención policial puede ser un gran hallazgo narrativo y suponer una forma de conclusión muy efectiva en términos genéricos, pero en cuanto al sentido del discurso acaba por derribar todo el crítico entramado que Peele se había preocupado por construir durante toda la película.

 

Dunkerque
Dunkirk, Christopher Nolan, EUA, 2017

Misael Trujillo

Dunkerque

En los últimos años es difícil poder ver una película bélica diferente y arriesgada que no esté encallada en las aguas del patriotismo mediocre, la testosterona desmedida o la indolencia. Siempre es un goce sentir aire fresco y Dunkirk (2017) es un gran soplo de vitalidad. La película está dirigida y escrita por Christopher Nolan, autor de Memento, la trilogía de Batman y Origen, entre otras. En esta ocasión, siendo nobel en el género, Nolan nos sorprende con la representación del hecho histórico de la Batalla de Dunkerque (1940). En ella nos narra la huida del ejército aliado, sitiado en la playa por los nazis, a través de tres historias con diferentes protagonistas. Unos soldados de infantería intentan sobrevivir esperando al rescate, unos pilotos de cazas protegen los buques de los ataques enemigos y civiles ayudando a rescatar con sus embarcaciones.

Christopher Nolan juega con el tiempo, conjugando tres historias atemporales entre sí, que convergen en un mismo clímax. Nos sitúa en diferentes puntos de vista de una misma situación, mostrando las escenas menos frecuentes en el cine bélico, la desesperación por la huida de los perdedores, la guerra de los héroes anónimos y la bravura de un pueblo temeroso. Nolan consigue crear suspense y congoja sin soltar las amarras de la tensión de una guerra sin recurrir a los recursos típicos de grandes batallas armadas o la confrontación en trincheras del cine bélico. Lo logra de forma sencilla, dándole protagonismo a los instintos más básicos del ser humano, como el espíritu de supervivencia, el miedo, la desesperación y la esperanza. Todo ello se mantiene a flote gracias a la magnífica realización acentuada en las escenas aéreas, al montaje que logra mezclar las historias temporales con vigor y belleza, y también a la narración de la historia, a través de las imágenes con las que consigue reducir al mínimo los diálogos, dejando el peso del relato en su acepción más artística.

Como viene siendo costumbre, de nuevo se produce el binomio Nolan -Zimmer. El genio Hans Zimmer realiza la banda sonora de la película con la solvencia y la belleza que tiene acostumbrado al mundo del cine. En esta ocasión, por el detrimento del número de diálogos, la música cobra más importancia de lo habitual. Por ello, la música está presente en la mayoría del metraje, creando una fina tensión que va “in crescendo”, que sirve de unión entre los relatos. La sensación del paso del tiempo, del horror y de los silencios nos ahoga y paraliza ante lo que nuestros ojos y oídos presencian. Pero, como es usual en las películas de Nolan, la música llega a ser casi omnipresente, no dejando espacio para algunos silencios necesarios e incluso más acertados que una música de fondo y, mayor, si cabe, en una película con tan pocos diálogos.

Pese a la solvencia y excelencia de Christopher Nolan, ante un ejercicio tan atrevido y difícil, la película hace aguas con sus personajes. Es cierto que no es una historia de roles individuales pero sí que son necesarios para transmitir el sentir general de una historia colectiva. Y no llegan a conectar nunca con el espectador. Las interpretaciones son tan vacuas, que no transmiten nada, llegando hasta tal punto que no te importa el devenir de sus travesías. Dejan al espectador frío, náufrago de empatía, lo que solo es salvado gracias al cabo que nos echa el ya comentado montaje. Ni Tom Hardy, ni Cillian Murphy, ni Kenneth Branagh, ni el resto de actores tienen apenas espacio para maniobrar y conseguir atrapar al espectador.

Es una película inquietante, tensa, reflexiva y estremecedora, pero también bella, atractiva, reconfortante y deslumbrante. Consigue ahondar en nosotros mismos y replantearnos lo que una vez conocimos como horror y preguntarnos si conseguimos escapar alguna vez de ello o, sin embargo, nos quedamos atrapados como muchos en aquella espantosa playa.

 

El hilo invisible / El hilo fantasma
Phantom Thread, Paul Thomas Anderson, EUA, 2017

Misael Trujillo

El hilo invisible

Pocas sensaciones son tan agradables como las que se experimentan con las buenas obras de arte. El impacto que produce verlas y el rastro artístico que impregna la mente es, quizás, el legado más prestigioso al que pueden aspirar. De esto puede presumir la nueva película de Paul Thomas Anderson, El hilo invisible. No posee el dinamismo y la vitalidad de las otras películas del director, como Boogie Nights (1997) o Puro vicio (2014), pero es las más madura e introspectiva de todas. El largometraje cuenta la historia de un famoso costurero en el Londres de la posguerra (1950), Reynolds Woodcock, el cual vive por y para su trabajo junto a su hermana Cyril. Woodcock, maniático, meticuloso y perfeccionista, se prenda de una joven camarera llamada Alma, con la que comienza un romance que alterará su vida.

Paul Thomas Anderson teje una relación amorosa inquietante, enfermiza y perturbadora. Una historia descatalogada, con tintes melodramáticos y una profunda sensación enigmática. Anderson, puntada a puntada, logra confeccionar un siniestro pero exquisito cuento romántico en el que nos sentimos atrapados y con el que disfrutamos de cada conversación bordada en comedia negra. La película tiene un envoltorio muy sofisticado. Al igual que los trajes del protagonista, estéticamente es muy bella y visualmente muy elegante. El director despliega todo su talento con un ejercicio delicado y refinado, que lleva de la mano al espectador de forma sosegada, a través de la trama. Con un característico y apabullante dominio del plano secuencia y de los travellings, Anderson, crea un traje a medida para la historia. Al mismo tiempo, existe un trasfondo amenazador y espeluznante de una relación amorosa, protagonizada por los desequilibrios psicológicos de los integrantes de la pareja.

El hilo invisible adquiere un cariz mítico, gracias a su protagonista, el portentoso Daniel Day-Lewis, en el que puede ser su último papel como actor. Day-Lewis borda un personaje magnético, atractivo, complejo y controlador. Un costurero incapaz de salir de su zona de confort, atormentado e instintivamente muy infantil, que no conoce otra vida que no sea la moda. Brillando a su lado, con todo lo que conlleva destacar junto a un actor tan acaparador como él, se encuentra Vicky Krieps. Da vida a Alma, una joven enamorada y maniática, decidida a aferrarse al modisto. Con una actuación comedida y sencilla, pero llena de matices complejos, la actriz logra hacer evolucionar al personaje y dar un golpe de efecto a la película. Todo ello está envuelto en una fotografía exquisita, llena de tonos suaves y cremosos, un vestuario clásico y una banda sonora increíblemente funcional y gozosa.

La falta de un comienzo más impactante y ágil, la desmedida sobriedad y una carencia de chispa en el guion hacen que la obra pierda en frescura y, por tanto, en fuerza. Todo lo anteriormente alabado, esa elegancia sofisticada y la sosegada ejecución, conllevan estos efectos colaterales que Paul Thomas Anderson asume a favor de la necesaria formalidad que necesita la historia. Sin embargo, el espectador puede llegar al punto de sufrir cansancio, esperando un efecto rompedor que ponga fin a la llanura de la historia. Pese a que se apoya en las evidentes magníficas interpretaciones de sus protagonistas, corre el peligro de la no comprensión del significado de la película por parte del espectador y entonces sentir una decepción ante las propias expectativas generadas.

Todo autor deja su sello impreso en sus obras. Cosido en una prenda de ropa o impregnado en una película. Y no se puede negar la esencia de Paul Thomas Anderson en ella. Hace reflexionar al espectador, que embauca, que ilumina y, sobre todo, no deja indiferente a nadie. No todos los días se ven buenas obras de arte. Solo queda saber quién aguanta más la mirada.

 

Lady Bird
Greta Gerwig, EUA, 2017

Oscar Balleza

Lady Bird

Christine McPherson es una adolescente recién egresada de la secundaria, que odia su entorno. Se hace llamar a sí misma Lady Bird. Su familia vive al día. Su padre Larry acaba de ser despedido del trabajo y ahora su madre debe doblar turnos como enfermera en un hospital. Para colmo, su hermano se ha ido a vivir a la casa con su novia, por lo que ahora deben compartir un baño entre cinco personas.

Es el año 2002 en Sacramento. La sociedad se recupera de los atentados del 11 de septiembre del 2001. A pesar de padecer los síntomas de la economía pobre norteamericana, Lady Bird quiere ser artista y aspira a estudiar en la Universidad, fuera de California. Una situación que le genera tantos debates con su madre (Lauri Metcalf), en donde incluso en uno de ellos, Lady Bird se baja del auto en movimiento para no tener que escucharla, al más puro estilo de Steve Carell en Crazy, Stupid, Love (2011).

Greta Gerwig, icono generacional del cine independiente con Frances Ha (2012), debuta con su primer largometraje como directora en Lady Bird. Con su experiencia como actriz y coguionista en el subgénero indie de principios de siglo, consigue plasmar las experiencias de una adolescente con naturalidad y creatividad, reforzadas con música de Jon Brion, Justin Timberlake, John Hartford y hasta de Dave Matthews Band.

Aunque la realizadora ha asegurado que no es una película autobiográfica, existen referentes para pensarlo. Gerwig es de Sacramento, estudió dramaturgia, su madre se llama Christine y trabaja como enfermera.

Lady Bird no puede evitar las convenciones de la línea de películas sobre los dramas de los adolescentes en sus crisis de identidad. Es la adolescente que explora la sexualidad, el enamoramiento, el corazón roto y el abrazo que conforta al amigo que no pude confesar su preferencia sexual.

Sin embargo, sabe situarse lejos de una chick flick tradicional, recurriendo a las características del cine independiente. No hay planos estéticos ni bellas transiciones. Gerwig acierta en acudir a la originalidad ante un film de bajo presupuesto. No hay actuaciones forzadas, sino personajes que se dejan llevar con naturalidad.

Christine McPherson es personificada por la actriz neoyorquina Saoirse Ronan (Hanna, 2002, y Brooklin, 2015), a quien Gerwig conoció en una entrega de premios, le mostró unas líneas del guion y cuando las interpretó, supo que tenía a la protagonista de su ópera prima. Por este personaje, Saoirse Ronan está nominada al Oscar como mejor actriz.

Lady Bird es una invitación a reflexionar, mientras vamos al volante, cuánto podemos amar y odiar el lugar donde crecimos. Cuánto aprendimos de nuestros padres y cuánto de ello aplicaremos por el resto de nuestras vidas.

 

La forma del agua
The Shape of Water, Guillermo del Toro, EUA, 2017

Elizabeth Rojas

La forma del agua

Esta múltiple candidata a los premios Oscar, coescrita y dirigida por Guillermo del Toro y protagonizada por Sally Hawkins, Doug Jones, Michael Shannon, Octavia Spencer, Michael Stuhlbarg y Richard Jenkins, es un cuento: con su narrador, su princesa –que es además la heroína –, el monstruo/príncipe, y el final, incluidos. Pero no es un cuento clásico. Es completamente actual, con sus diversas capas de profundidad y significado. Esta princesa no es una bella jovencita, no habla, no es casta, y además se dedica a limpiar pisos y baños en el turno de la noche. Su príncipe tampoco es guapo ni conversador, ni siquiera es terrestre, sino acuático. Tampoco rescata a la doncella en desgracia, ¿o sí? Son seres periféricos, de mundos muy diferentes, que consiguen mirarse, reconocerse y enamorarse, y además, burlar al poderío blanco y militar, y sobrevivir a su persecución.

El personaje de Eliza, interpretado con extraordinario tino –entre vulnerabilidad y fortaleza – por Sally Hawkings, es más complejo de lo que parece. Es una mujer rutinaria, tímida, casi insignificante. Sin embargo, es curiosa, e incapaz de resistirse a lo que le atrae. Pero sobre todo, tiene la osadía de hacer lo que sea, a pesar de sus miedos, para evitar que se cometa un crimen. Su heroicidad está, además, en entregarse completamente al amor: sin hacer preguntas, sin esperar nada. Su príncipe es un monstruo, arrancado de su hábitat original en Sudamérica, maltratado y confinado a un pequeño tanque de agua. Pero es también un ser con poderes especiales: sana, insufla vida y regresa de la muerte. Es, pues, un ser extraordinario, como Eliza.

Eliza vive en la sociedad norteamericana de los años 60, en plena Guerra Fría. El país está empeñado en una competencia por la conquista del espacio con su archienemigo, la URSS. Esta sencilla mujer trabaja en un laboratorio del gobierno. Y es ella, precisamente, un ser insignificante, casi invisible, quien, guiada por sus silenciosas pasiones, pretende enfrentar al poder -lo cual no deja de tener su toque de humor-. Al elevar hasta las alturas de lo heroico a esta chica, con la complicidad de su viejo vecino homosexual y de su compañera de trabajo de raza negra, este realizador latinoamericano no ha hecho sino poner en un primerísimo primer plano a los olvidados, los maginados y los desdeñados por la todopoderosa cultura blanca.

“La película es una vocación hacia la aceptación, hacia el amor al otro”, ha dicho de su film Del Toro, y con ello subraya, además, que ha querido denunciar en clave de cuento casi infantil, las deformaciones de la cultura actual, que navega en sentido contrario al amor: separa, excluye, divide. Pero, sobre todo, ha querido corregir un error, como ha confesado, refiriéndose al final de la película La mujer y el monstruo, (Jack Arnold, 1954) que lo dejó fascinado en su infancia, pero también muy frustrado, hasta que pudo hacer su propia versión, y colocar el final con el que llevaba años soñando.

Es precisamente el final de esta fábula lo que la debilita y la vuelve excesivamente condescendiente con la industria de Hollywood. La infantil necesidad del realizador, lo lleva a un desenlace demasiado idílico. La fuerza de la historia, la tensión de opuestos, y el mensaje que quería trasmitir, hubieran quedado más que bien ejecutados conque la ¿frágil? Eliza se hubiera salido con la suya, y hubiera quedado plenamente trasformada por tal hazaña, así como enaltecidos sus compañeros de aventura. La vida de ninguno hubiera sido igual, aún sin el final elegido.

 

Los archivos del Pentágono / The Post: Los oscuros secretos del Pentágono
The Post, Steven Spielberg, EUA, 2017

Oscar Balleza

Los archivos del Pentágono

Es posible escuchar el sonido constante de las teclas de decenas de máquinas de escribir y percibir el olor a periódicos y cigarrillos, mientras caminas por los pasillos de la redacción del diario principal de la capital norteamericana, The Washington Post.

Así es Steven Spielberg. Un experto en la decoración y ambientación de escenarios y movimientos de cámaras que nos trasladan a un lugar y nos invita a acompañar a los personajes en su cotidianidad.

Son los años 70. Katharine Graham (Meryl Streep) se desempeñaba como la dueña de El Post quien asumió el cargo tras la muerte de su esposo y tenía al diario en una situación económica complicada. Confiaba todas las decisiones editoriales en su director Ben Bradlee (Tom Hanks).

Entonces, The New York Times, competencia directa del Washington Post, publicó en su primera plana un fragmento de una serie de documentos secretos del Pentágono, que revelaban que el gobierno del entonces Presidente Nixon sabía que la Guerra de Vietnam era una causa perdida y, a pesar de ello, seguían enviando a jóvenes soldados a morir. Esto derivó en un enfrentamiento judicial del Times contra el gobierno del Presidente Nixon.

Ben Bradlee, en un afán de no quedarse atrás ante la competencia, pero también tomando como ideal la lucha por la libertad de expresión, recibe en sus manos la investigación completa del Pentágono, que revela que diversos presidentes anteriores le mintieron al pueblo estadounidense sobre la Guerra de Vietnam, y sin importar la situación financiera del diario, intenta persuadir a Kay Graham para desafiar a la Casa Blanca publicarlo en la primera plana del Washington Post.

Esta es la historia de Los archivos del Pentágono. La obra más reciente de Steven Spielberg, que tiene como eje el periodismo de investigación y que hoy puede incluirse en la línea de películas como All The President’s Men (1976) y la ganadora del Oscar Spotlight (2015).

Conocemos la capacidad de Spielberg de trasladarnos en el tiempo y construir momentos de tensión, en este caso, del drama de conseguir información, verificarla, y trabajar al límite en el cierre de edición de una publicación.

El primer trabajo juntos de Tom Hanks y Meryl Streep, que si bien no podría considerarse el mejor trabajo de sus carreras, son la fortaleza de esta película, son sensibles, vulnerables pero determinados a cambiar el rumbo político y social de un país, en el claro enfrentamiento entre la prensa y el poder.

Meryl Streep es también el relato de una mujer que aunque se encuentra en el peldaño más alto de una empresa debe imponer su propia autoridad ante un consejo directivo conformado por hombres que pretenden todo el tiempo dirigir sus decisiones.

The Post satiriza a un Richard Nixon que solo aparece como una sombra tras una de las ventanas de la Casa Blanca, aunque su voz proviene de grabaciones reales.

Fiel a su estilo, Spielberg no puede evitar los finales triunfalistas amenizados con su músico de cabecera, John Williams. El heroísmo norteamericano de sus personajes y permitir que la historia se mantenga predecible es la debilidad de esta película, que se rescata por la dirección y el potencial de las actuaciones.

 

Tres anuncios en las afueras / Tres anuncios por un crimen
Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, Martin McDonagh, Reino Unido, 2017

Martín Paradelo

Tres anuncios en las afueras

La última obra de Martin McDonagh es, igual que habían sido sus filmes anteriores, un artefacto que se desboca a toda velocidad en todas las direcciones posibles para no alcanzar ningún destino final más allá del éxtasis del movimiento. Este movimiento alcanza toda la narrativa, que se dispersa en una serie incongruente de giros de guion, de desvíos que generan, más allá del más mínimo intento de definir un discurso desde la causalidad y con total desprecio por la lógica, una sensación permanente de zarandeo emocional, de shocks empáticos.

En consonancia, el concepto formal que desarrolla el film es extremadamente vacuo, manipulador y no parece regido por ningún principio formal, sin que por ello estemos ante la típica obra posmoderna que juega a la cita, a la manipulación y la reformulación libre de lo clásico. Al contrario, estamos ante una obra académica, de escuela de guion, repleta de subrayados, énfasis y en la que el direccionalismo escópico es tan fuerte que incluso todo se enuncia verbalmente antes de presenciar su puesta en escena.

De esta forma, se genera el contexto para desarrollar un entorno regresivo en términos ideológicos, lo que hace de Tres anuncios en las afueras un film perfectamente oscarizable, sobre todo porque lo hace desde la apariencia de crítica a la América supuestamente profunda, paleta, estúpida y subdesarrollada que ha aupado a Trump en su triunfo electoral, aunque lo que en realidad tenemos ante nosotros es un ejercicio de afirmación de todos sus valores.

Demos por hecho que Tres anuncios en las afueras se introduce en un importante tema de carácter social. ¿Pero qué es lo que hace con él? ¿Lo analiza de forma crítica, exponiendo las dificultades éticas que entraña algo tan completo como es, ni más ni menos, que la venganza social, a través de personajes que exponen esta complejidad mediante sus actos? ¿Potencia a los personajes femeninos, más allá de su protagonista, que para eso cumple la función de la superestrella, en cuanto personajes complejos, dotados de inteligencia, autonomía o, al menos, en todo caso, analiza su posición social subalterna? Dicho más claro, ¿es Tres anuncios en las afueras a la violencia machista lo que Haz lo que debas, la obra maestra de Spike Lee, fue a la violencia racista?

Lo ponemos muy en duda. Con todas las debilidades que puedan aducirse en cuanto, sobre todo, a la representación femenina, Spike Lee fue capaz de hacer ver de qué manera surge la respuesta violenta en los grupos subalternos cuando estos reciben de manera sistemática ataques violentos desde los grupos dominantes, y al mismo tiempo supo hacer aflorar una interrogación sobre si esta respuesta violenta resultaba efectiva, sin dudar de que constituía una respuesta legítima y adecuada. Ante esta conclusión, Spike Lee era incluso capaz de activar un espacio de distanciamiento del espectador para poder asentar su propia posición. Sin embargo, Martin McDonagh resuelve este problema de tan gran profundidad valorando una actuación más expeditiva del aparato represivo y, sobre todo, una violencia acrítica y arreflexiva que la complemente por parte de la sociedad. El control sinóptico, la estrategia del todos contra todos al servicio de la violencia sistémica se convierte así en una realidad. Se ha cumplido entonces el sueño de la América armada que convierte la sociedad en un régimen penitenciario abierto.

 

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