La frustración, normalmente, es un sentimiento que nos lleva a un malestar tanto psicológico como físico, por causa del cual no logramos seguir con nuestra vida. Es un trastorno que parte de la imposibilidad de llegar a tener el resultado deseado y que, en el mundo de la creación artística, muchas veces se une a la idea de que, en el fondo, lo que estamos haciendo no es lo que efectivamente creemos que es: nuestras obras podrían ser, en otras palabras, algo sucio, algo horrible, algo total y amargamente mediocre, sin valor alguno. Nace, así, dentro de nosotros un desfase en nuestra estructura mental, la idea de que somos unos fracasados, unos perdedores completos, mientras que, delante de las personas que nos rodean, tenemos que fingir ser algo (alguien) diferente, hasta un ápice completo de náusea y de malestar más grande. Un círculo vicioso que casi parece impedirnos ser lo que real y efectivamente somos, como si, de hecho, en la totalidad de los diferentes yoes que presentamos al público y a nosotros mismos se hubiera ido creando una fractura multidimensional. La pregunta, entonces, sigue siendo la misma: ¿quién soy, yo?
Esta piscina infinita que le ofrece su título a la película supone, entonces, un estudio profundo de lo que forma la psique de una persona. Juego a mitad camino entre la ciencia ficción y el horror, la decisión de no darnos ninguna ayuda a la hora de saber lo que exactamente está pasando desde un punto de vista de verosimilitud nos pone en una situación de incomodidad mental, aumentada, por supuesto, por el uso no solo del body, sino también del psychological horror. Y, efectivamente, muy pocos son los datos con los que poder darle al mundo de la película una situación histórica y geográfica comprensible. Estamos en una nación de no se sabe dónde, en la que los personajes viven dentro de los bordes de lo que es un simple resort. La división entre el dentro y fuera resulta así no solo cultural, sino también concreta, real.
El juego (uno de los muchos, diríamos) se instaura así en la dificultad de encontrarnos nosotros mismos dentro del espacio que se divide en la cultura de nuestra sociedad y la libertad de dejar nuestros mores (con sus reglas categóricas), y de cómo, una vez que se nos permite escapar a la muerte de manera casi infinita, lentamente logramos descubrir algo de nosotros. Y, obviamente, que este algo nos guste o no depende de muchos factores hasta llegar a un punto de saciedad, cuyo hedor nos lleva a rechazar al mundo que nos rodea: hay que preguntarse, entonces, de qué mundo se tratará. ¿El que está fuera de nuestro resort o el que está dentro de él? Cuestiones, estas, que entremezclan con los polos de atracción que son la muerte (thanatos) y la voluntad de gozar (eros), y que, en el conjunto de la producción fílmica, logran atrapar un sentimiento casi pornográfico, no solo por algunas escenas, sino, sobre todo, por la estructura mental secundaria (los detalles inadvertidos) que se desarrolla en el interior de la cáscara narrativa del cuento.
Infinity Pool es entonces una experiencia muy abrumadora, de las que nos dejan pensando en lo que efectivamente hemos estado viendo. Los diferentes niveles, así como los diferentes roles de los personajes en su relación con el protagonista, nos llevan a un malestar del que parece difícil deshacerse y que, en su conjunto, nos pide que profundicemos la experiencia que se nos está presentando. El horror, entonces, con sus vertientes visuales y psicológicas se inserta lenta y detalladamente en un juego que se apoya en las frustraciones de un protagonista (un escritor fracasado que no logra producir nada, como si de una impotencia literaria se tratara) que pasa de ser nuestro doppelgänger a un rechazo de su figura en cuanto asquerosa, sin llegar a un juicio final con el cual poderlo clasificar (¿héroe moderno de nuestros trastornos cotidianos?). Su malestar, en consecuencia, se convierte en el nuestro, gracias a aquella estructura narrativa (el libro, el cine) que transforma la experiencia ficticia en sensaciones reales. ¿Catarsis, entonces?