No sé si, efectivamente, echo de menos a mi moto. Demasiado pesada y, además, no es la mejor elección para el lugar donde vivo (curvas, un sinfín de curvas). Era de mi padre, y ahora está en el garaje, allí como recuerdo de lo que fue (él, no ella), después del cáncer. Quizás lo mejor sea venderla y comprar otra, más pequeña, más ágil. Pero, ¿para qué? Y, no, no es una cuestión que se resuelve de por sí, sino que, en realidad, responde a una cuestión precisa: ¿por qué conducimos motos? Nos recuerdan, a lo mejor, estas bestias de metal la idea de ser seres libres, de podernos desplazar como si de caballeros modernos fuésemos, engendros de una revolución industrial que ha desplazado a la carne y nos ha regalado el hierro. No sé, a veces me pregunto si, en realidad, la idea es también la de sentirnos más cercanos a una cuestión de estar vivos, de sentirnos vivos, ya que aquellas bestias son, ni más ni menos, un elemento que resulta ser más mortal que el coche o la bicicleta. Dos de mis amigos están bajo tierra por pensarse inmortales cuando, sentados sobre la silla de sus motos, solo necesitaron un par de segundos para pasar del acto de estar vivos al de estar muertos.
Efectivamente, la sensación que se desarrolla durante la más de una hora y media de este filme es la de algo que, lentamente, nos muestra cómo es posible subir y bajar. Algo como, quizás, el imperio romano (de Occidente, por supuesto, pero también de Oriente) con su auge inicial y su derrota final. Dejarse llevar por el afán de libertad que les permiten sus motos a una pandilla de hombres (que no encajan en la sociedad) sería así la demostración de que, dentro de algunos de nosotros, se va instaurando, con el pasar del tiempo, una sensación de insatisfacción con la realidad cultural en la que vivimos. O, en palabras menos altisonantes, la obra que aquí se nos ofrece es un verdadero trabajo antropológico, un cuento que se mezcla con la voluntad de presentar una (sub)cultura, una narración que, más allá de las cuestiones personales (los protagonistas), nos introduce en un mundo del que, a lo mejor, poco sabemos y que (esta es la esperanza) nos va a interesar.
Es un trío lo que se presenta : la mujer, el marido, el jefe. No hay un verdadero protagonista y, sí, hay tres diferentes personas que vamos a seguir dentro de un movimiento violento de imágenes. Una violencia, que quede claro, que no significa solo el hecho de mostrar sangre (sí hay, pero no mucha), sino la de sentir cierta sensación de malestar que se reverbera dentro de una narración con una estructura clara, precisa, escueta. Son los Estados Unidos de los años sesenta y setenta, entonces, los que sirven como lienzo sobre el cual se amontonan las imágenes; unos Estados que son al mismo tiempo el símbolo de la libertad individual y el rechazo de una cultura (la de los motociclistas) que no se ajustan a lo “natural” de un país que respeta las reglas y que funciona como unidad territorial. Y, por supuesto, se abre ante el ojo del espectador la necesidad de pertenecer a algo, a un grupo, a una familia “no natural” (si bien, sí, resulta natural si tenemos en cuenta el valor de la fe en las motos, en la amistad), una cuestión que, como explica uno de los muchos personajes secundarios, hace reír ya que los que escapan de las reglas (de una sociedad que no aman) acaban siguiendo reglas que ellos mismos han creado.
Los imperios nacen y mueren. Los reyes pasan, y a veces su despedida se debe a causas no naturales. No pocos son los rebeldes quienes, después de estar en contra del sistema (signifique lo que signifique), acaban formando parte de él. Habría que preguntarse, quizás, qué tipo de sensación es la que nos queda al llegar al final. Y, quizás, sea la misma sensación que lentamente (e inteligentemente) se ha ido creando en nosotros durante la narración. La repulsión y el interés se entremezclan y la estructura narrativa se mueve entre lo mínimo de la pareja (marido y esposa) y lo más ancho que representa el grupo (y, por supuesto, el jefe). Es una obra histórica, antropológica, cultural, social. La pandilla formó parte de la historia americana, si bien no fue uno de sus pilares más importantes. Es, quizás, algo que fue, que pasó, y que dejó huella de sí mismo no en la visión universal de un pueblo, sino en los pliegues de una Historia (con hache grande) que a veces fagocita el montón subjetivo de las historias (con hache pequeño).