La pérdida de un futuro optimista (quizás el de los años 60, cuando se pensaba que todo iba a ser un edén tecnológico) lleva al espectador (o lector) a darse cuenta de una visión negativa que involucra mucha parte de nuestra cultura. Una visión apocalíptica, a lo mejor, que se ha ido desarrollando desde la Antigüedad y que podría formar parte del instinto de destrucción de cada ser humano. Nos basamos entonces solo en el concepto de supervivencia y dejamos atrás cualquier tipo de normativas, menos las que permiten seguir con vida. Una idea, probablemente, que nunca podrá tener lugar, ya que la composición de las estructuras sociales sigue siendo la misma desde siempre: el ser humano es, nos guste o no, un ser complejo y, sobre todo, político (animal político sería la definición filosófica más correcta). Las ideas de un futuro sin estados, entonces, se sitúan en los deseos libertarios que, de por sí, ningún tipo de realidad tienen y que, efectivamente, sirven para abrir paso a la fantasía y convertirse en un lienzo blanco sobre el cual decidir presentar una narración de carácter, quizás, shakespeariano.

Y de tragedia de teatro inglés (y no solo) hay que hablar aquí, ante un cuento que logra ir más allá de la cuestión del bien y del mal. Estamos en presencia de una estructura pulida, en la que cada personaje se carga de un valor narrativo, gracias al cual el producto final se va desarrollando en una historia de venganza y lucha por la supervivencia que, en su conjunto, pone las bases para disfrutar de la película tanto desde un punto de vista estético como también de lo narrado. Todo, de hecho, concurre a la creación de un espacio cerrado en sí y, al mismo tiempo, abierto en la totalidad de una terra nullius que nos permite a los espectadores encontrar aquella sintonía necesaria para dejarse llevar por el mundo ficticio que se nos abre delante. Un mundo, que quede claro, que está poblado por personajes tridimensionales que se mueven dentro de su relación con la protagonista del relato, aquella Furiosa que ya habíamos aprendido a conocer en el cuarto capítulo de Mad Max.

Shakespearianos son también los personajes, entonces, tanto los (muy pocos) buenos como los (muchos) malos, o, por lo menos, los que en esta situación hay que analizar bajo este apodo. Y es que la dicotomía de la protagonista principal, Furiosa (un protagonismo que resulta obvio, el título de la película es, efectivamente, su nombre), y del antagonista, Dementus, funciona no en cuanto distinción entre dos mundos, entre dos maneras de analizar y vivir dentro del marco de la supervivencia, sino por el simple hecho de presentar la necesidad de vengarse de alguien que, al fin y al cabo, no es nuestro enemigo mortal, sino una persona con la que hemos tropezado durante el camino. Y es así que la película logra ensanchar su valor narrativo, ya que se deshace de los clichés y presenta un cuento que tiene su lógica en la estructura de una serie de eventos casuales, totalmente naturales y espontáneos.

Hay que decidir si, una vez terminada la visión, es posible hablar de una superioridad, inferioridad o igualdad en relación con el filme del que Furiosa es una precuela. Una comparación entre los dos productos no tiene, en realidad (o, por lo menos, según quien escribe), mucho sentido. Si en el caso de Max la idea es la de crear una película de acción, con una estructura bastante simple y por esta razón exitosa, en el de Furiosa lo que Miller busca hacer es presentarnos un cuento más complejo y complicado, con un fluir temporal muy largo (Fury Road es una cuestión de días, Furiosa, de muchos años); además, Max no tiene que crecer como personaje (y, para los más atentos, él está presente en esta precuela), Furiosa sí, y esto no puede sino sentar bases diferente para la manera de disfrutar de las dos obras. Lo que sí queda es la capacidad de crear una narración que engancha, personajes de gran profundidad, y un ritmo que se reverbera durante poco más de dos horas dentro de una explosión estética increíble.

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