La distopia, en el sentido más simple de esta palabra, nos lleva a pensar en un mundo que, de por sí, sería la actuación de una pesadilla de carácter político. Nace, este concepto, no tanto de la relación con el cambio estructural de la utopía, sino en función de aquellos elementos que ya forman parte de este elemento dialógico (se trata de un diálogo entre el autor y sus lectores, algo que ya se podía notar en Platón y que, efectivamente, es parte del caveat de Orwell); la distopia, efectivamente, no funciona solo en su valor de doppelgänger negativo, sino que pone de manifiesto aquellos problemas que ya se presentan en la estructura general de la utopía, o sea que, muy llana y simplemente, lo que para ti es un paraíso podría ser, para mí, una verdadera pesadilla. Esta función de contrapeso llevaría entonces a que las direcciones positivas y optimistas de las que esperamos vernos colmados se traduzcan también en una advertencia capaz de ayudarnos a tener una visión más fría y atenta de lo que la política presente puede provocar en el futuro (desde el problema del comunismo y de su dictadura en el ya mencionado Orwell hasta el problema de la libertad de género en el hoy famoso Cuento de la criada).

La Nueva York de Carpenter, por supuesto, forma parte de los cuentos distópicos de nuestra cultura, no solo cinematográfica, sino más bien cultural (véase también el libro sobre la producción del filme). En su función elemental, efectivamente, la obra del autor estadounidense nos llevaría a seguir las aventuras de un personaje principal, Snake Plissken, cuyo objetivo se sitúa en una dualidad relativa: por una lado estaría el de salvar al presidente de los Estados Unidos, fin este de ninguna importancia para nuestro antihéroe, mientras que por el otro, se situaría la voluntad de supervivencia, aquella fuerza biológica que nos empuja a hacer también lo que normalmente rechazaríamos. Es por esta razón que la relatividad de la que hemos hablado ayuda a construir una estructura narrativa que juega con el carácter típicamente nihilista de Plissken: si bien él va a ser el héroe de nuestro cuento, este rol se debe no tanto a unos elementos intrínsecos, sino a una cuestión estrictamente conectada al azar y al presentar también la característica de ser un sujeto fácilmente prescindible, cuya existencia se encuentra en el conjunto de seres que es posible sacrificar ante unos objetivos (más) altos.

Demostración visual de una pérdida de empatía, la Nueva York en la que Plissken se mueve para encontrar y salvar a un presidente horrible es la encarnación del elemento orgánico de una sociedad que ha fluido hacia una necesidad de reconstruir su cuerpo. Isla que se rige por sí misma, estado que se alimenta en el interior de otro más grande, esta Nueva York es el punto de partida para que los peores elementos de la humanidad puedan funcionar bajo el concepto de supervivencia del más fuerte (una fuerza, obviamente, de carácter violento). Su estructura en cuanto modelo pseudobiológico de la sociedad humana nos ayudaría entonces a crear un doble nivel de lectura de su misma existencia: por un lado esta ciudad sería la representación del verdadero ánimo humano, afirmación rotunda por parte de Carpenter, de que el hombre (y la mujer) es en definitiva un personaje del que el universo puede deshacerse sin temor a romper un equilibrio natural, y por el otro, esta Nueva York permitiría acceder al significado de propagación de una enfermedad, ya que el estado hiperconservador de los Estados Unidos distópicos necesita esta ciudad, cuya diferencia superficial escondería una similitud profunda.

La película de Carpenter forma parte, por estas razones, de la cultura y contracultura típica de nuestros tiempos. Más allá del valor temporal en relación con la sociedad en la que fue concebida, la de los años setenta y ochenta americanos, logra efectivamente traspasar los bordes del tiempo y entrar directamente en el conjunto de obras sempiternas que funcionan en cuanto elementos de debate y de diálogo con cualquier tipo de espectador, pasado, presente o futuro. La correcta mezcla de voluntad narradora y de elementos de crítica social subrayan, de hecho, la importancia que tiene el cine en su función de punto de contacto entre el mundo exterior (el real, el en que vivimos y actuamos) y el mundo interior (el de la películas, limitado teóricamente por los bordes de la pantalla), importancia que se traduce en la voluntad por parte de un artista de quererle hablar a su público. El nihilismo en el que está sumergida esta obra, entonces, logra salir de sus límites narrativos y, sin dejar duda alguna, nos presenta un mundo que se crea una y más veces en nuestro imaginario cultural y social; película perturbadora, a todos quizás nos gustaría ser como su protagonista, incapaces, sin embargo, de dejarnos llevar por una visión así deprimida del ser humano.

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Las obras maestras son numéricamente pocas. Es una cuestión de carácter lógico, ya que cada una necesita tiempo y esfuerzo para ser producida. Piénsese en Kubrik y el diminuto total de sus películas, lo cual nada significa si de la calidad de cada una de sus películas hablamos. Sin embargo, hay autores que producen cierto número bastante alto (o tan solo “normal”, signifique esta palabra lo que signifique) dentro del cual se encuentra una serie de productos que ya forman parte de la historia quizás no del cine pero sí de su género. Y, dentro del conjunto de obras de alta calidad, en las que se vislumbra una serie de elementos que se repiten (demostración de que el autor está intentando construir un diálogo con el público para mostrar su punto de vista), a veces hay un producto que resulta ser no solo de buena hechura, sino que llega a ser una obra maestra. Y es que, a veces, filmes de este tipo parecen nacer en el momento errado y sufrir así –injustamente– un fracaso tanto de público como de crítica.

La cuestión de La cosa de Carpenter es emblemática. Una obra de primer nivel, una joya narrativa con una dirección increíble, unos actores perfectos y una sensación global de terror a lo Lovecraft, todo esto pareció no bastar para salvar el producto fílmico de un rotundo fracaso cuando se presentó en las salas de los cines mundiales de hace algunas décadas. Se dice –más cotilleo que realidad– que el problema era que en aquella época la gente se había acostumbrado a ver extraterrestres dulces y cariñosos, como el de Spielberg, lo cual decretó que el miedo de Carpenter y su terror cósmico (y, por supuesto, su body horror) no pudiesen ser aceptados, tanto psicológica como culturalmente, por el gran público. El hecho de que esta obra haya ido aumentando el número de sus aficionados se debe entonces a los cambios sociales, a una variación en la manera de aceptar y analizar obras de este tipo (oscuras, depresivas, paranoides), algo que se vio ayudado también por el hecho de estar disponible en formato VHS. Y es quizás esta la razón de una resurrección de este tipo, ya que la posibilidad de dejarse llevar hacia el frío de los polos sin dejar nuestra propia casa, durante las horas de la noche, le permite a la pandilla de científicos, y no solo eso, acercarse más a nuestros miedos.

Unos miedos, que claro resulte, que provienen de una situación de malestar cósmico que abre paso a un mundo y a un universo que es un abismo en el cual todo intenta matarnos. Y, una vez que lo controlemos bien, este miedo tiene su raíz psicológica en el hecho de que el extraterrestre no quiere matar porque es naturalmente malo, sino que su lucha es por la supervivencia. La visión lovecraftiana, entonces, funciona perfectamente como demostración de que estamos ante un universo que no nos ve como el punto fundamental de todo proceso evolutivo, sino que, como Darwin explicaba en su libro, la naturaleza (no solo de nuestra tierra sino de todo el universo) está en una perenne lucha en la que cada especie intenta sobrevivir, también cuando su vida implica la muerte y la destrucción de otras. ¿Y no es, efectivamente, lo que el ser humano hace cuando camina por la calle y aplasta una hormiga, o cuando cría animales para después comérselos?

La cosa es una obra fundamental del cine de género (de este género, el de ciencia ficción y de horror), y resulta ser de gran profundidad en lo que a la cuestión del valor narrativo se refiere. Su estructura es perfecta, con un final que deja poca esperanza y, al mismo tiempo, que nos empuja a ver el mundo que nos rodea como amenaza; y, efectivamente, es también una lección sobre la diferencia entre la sociedad humana, con sus construcciones reales a las que llamamos aldeas y ciudades, en las que teóricamente estamos a salvo, y la infinitud del espacio, la “real realidad” de lo que está fuera para nosotros pero que representa lo que efectivamente es. Seríamos nosotros, entonces, los que estamos al borde de lo normal, de aquella realidad de supervivencia y de lucha entre especies. La sensación de malestar que nos propone Carpenter, un malestar tanto emotivo como efectivamente racional, no es algo fácil de alcanzar, y es demostración de que, además de estar ante una lección sobre el punto de vista del director (por lo menos narrativamente), lo que estamos viendo es algo capaz de suscitar en cada uno de nosotros emociones primordiales.

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