Volver a momentos pasados puede ser, a veces, una decepción. Lo que fue, fue, así que mejor dejarse llevar por la música de “que será, será”. Imposible lograr atrapar unas sensaciones de un mundo ahora ya lejano (si bien no mucho), algo que forma parte de un pasado que a menudo definimos “glorioso” pero que, en realidad, simplemente fue “suficientemente bueno”. Inútil luchar en contra de una corriente que nos empuja hacia el futuro, solo nos quedan las fotografías de un tiempo, cuyas huellas tienen que ver más con el deseo que con una mirada cariñosa pero distante; saudade sería, más o menos, la palabra correcta. Y, por supuesto, volver a momentos pasados con una mirada hacia el presente puede ser también, a veces, una pequeña joya, la explosión de una belleza sentimental que nos acaricia tanto los recuerdos como los ojos que tenemos, todo esto dentro de aquel aquí y ahora que sabe, sin problema alguno, evaluar la diferencia entre un “fue” y un “es”, ya que todo lo que se inserta en el “ahora” tiene como su merecido destino acabar siendo un “ayer”.

La decepción, entonces, es algo que Burton logra evitar con esta tardía segunda entrega del mundo caótico de su personaje Beetlejuice. Y es “caótico” el adjetivo correcto a utilizar para entender tanto el valor narrativo como también estético de este producto; difícil, efectivamente, no notar cómo el ritmo mismo de la película no sigue unas pautas precisas, lentas, sino que se mueve de un lugar a otro, sin dejar espacio (o casi) a la reflexión, al analizar lo que acabamos de ver, ya que, imprevistamente, los eventos y las escenas se amontonan los unos sobre los otros, y no nos ayudan (como en esta larga frase) a respirar, a tomar el aliento y nos empujan a seguir hacia delante. Un caos necesario, entonces, buscado, estructurado, real, que nada que ver tiene con la falta de un rumbo preciso, ya que todo encaja a la perfección, todo fluye, todo funciona y nos regala una estructura de primer nivel dentro de lo irreal que pueda parecer este sinfín de momentos, de personajes y de situaciones. Todo, se podría decir, tiene su merecido lugar como las piezas de un rompecabezas que, esparcidas, parecen no tener sentido, pero que, compuestas, saben darnos una visión precisa, clara.

Vuelven los personajes que ya habíamos aprendido a conocer (no todos, que quede claro) y se unen otros nuevos. Descubrimos algo más sobre nuestro espíritu epónimo y logramos ver qué tipo de vida es la de nuestra antigua protagonista (ahora madre) y la de la nueva coprotagonista (la hija). Es una película que tiene como punto focal también el problema del dolor, de lo que llevamos dentro de nosotros cuando perdimos a quienes queremos, y nos invita a pensar en la necesidad de amarnos, de saber hablar y dialogar entre nosotros. Una necesidad narrativa, por supuesto, ya que la crisis que se ha ido desarrollando entre el tríptico “abuela (no de sangre) – madre – hija” es también un lienzo sobre el cual se dibuja el concepto de familia y de traumas. Y, por supuesto, se habla también de muerte, de mundos que se separan entre los de allí y los de aquí, y de cómo hay que experimentar el cambio de las situaciones a las que nos habíamos acostumbrado y aceptar que las cosas, a veces, tienen que evolucionar. Una visión de la vida como algo (también) caótico y de un mundo transcendental lleno de burocracia, de reglas (quizás absurdas) y de contratos.

Funciona, esta secuela, como demostración de que la imaginación del director sigue viva, capaz de regalarnos una hora y media de creatividad intelectual. Es entonces una pequeña joya, un mundo que nos abre sus puertas y que cuando las cierra nos invita a recordar con dulzura lo que acabamos de ver. Parece, a veces, estar a punto de tomar cierta dirección, y después de poco tiempo ya vemos que el rumbo ha cambiado y que hemos sido decepcionados, pero no con malicia, sino con cariño. Volver a momentos pasados puede así ser algo placentero si sabemos cómo relacionar lo que fue con lo que es, y producir, en consecuencia, un elemento artístico que logra dialogar tanto con lo que pasó como con lo que pasa. Y, en la construcción de la arquitectura narrativa, todo lo bueno que puede ser el elemento caótico empieza a reverberar dentro de unas escenas que saben hablarnos con suavidad e inteligencia.

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Existe un mundo en el cual nos divertimos de lo malos que pueden ser los seres humanos. El marqués de Sade tuvo la bondad intelectual de construir algo de este tipo, presentando tanto momentos grotescos como también una serie de elementos de humor negro. Por debajo de la presencia del sexo y de sus problemas psicológicos, se esconde una sátira en contra del ser humano, una visión que nos ayuda a tener una mente más clara en relación con lo que, efectivamente, podemos ser y somos. Siglos después de la Revolución Francesa, fue Pasolini quien decidió llevar a la gran pantalla una de las obras más terribles del Marqués, creando aquella película difícil de ver (si tenéis los ojos sensibles) que se llama Saló. Había, allí, una búsqueda de lo terrorífico del ser humano, una lección sobre lo que somos y podemos ser cuando el poder cae en las manos de los que solo buscan dos cosas : hacer daño a los otros y llegar al placer máximo, pase lo que pase. Y, obviamente, la película de Pasolini tenía en consideración no solo la voluntad de provocar al público (provocar un choque emocional, provocar disgusto), sino que seguía también las cuestiones de tiempo, ritmo y estructura.

La película de Lanthimos, por su parte, se presenta como un simple ejercicio de estilo, demostración de que poder hacer algo no significa que, de hecho, hay que hacerlo. Larga, monótona, sin ritmo alguno y con una casi absoluta falta de música menos unos dedos irritantes tocando un piano por un par de segundos, la que aquí se les presenta al público es una obra que fastidia no por cuestiones narrativas, como si el autor buscara empujarnos a pensar, sino por una falta de estructura cinematográfica. Dos horas y cuarenta y cinco minutos repletas de escenas inútiles, con tres cuentos que hubieran podido ser contados más brevemente. Aumentar por el hecho de aumentar, se podría decir, para que lo que se nos ofrece parezca más de lo que, efectivamente, es. Y, como decíamos, el resultado es un brotar del estilo y una pérdida de unos mensajes que, de por sí, resultan ser un poco superficiales, ya que, ante un análisis, revelan su falta de sustancia.

Efectivamente, esta antología de tres episodios está rellena de momentos vacíos que nada le ofrecen al discurso global. La consecuencia es un aburrimiento por una falta completa de movimiento, algo que se acentúa por la cuestión de darse cuenta de que cada uno de los tres cuentos hubiera necesitado solo unos veinte minutos para ser contado. Todos los demás minutos resultan incomprensiblemente inútiles, quizás una de las razones que nos llevan a mirar nuestro reloj y preguntarnos cuándo todo este discurso va a acabar. Un discurso, hay que repetirlo, que es además muy ligero, nada profundo, y que por esta razón no permite darle una motivación al uso descabellado del tiempo en la gran pantalla.

¿Tiene sentido, entonces, una obra de este tipo? Efectivamente no presenta mucho valor, lo cual nos lleva a decir que su visión no es por nada necesaria. Los efectos shock resultan naufragar, al fin y al cabo, dentro de un ritmo inexistente, y los pocos momentos de humor (negro) no ayudan a salvar algo que se hunde de por sí solo. Nada que ver, entonces, con la obra precedente del autor (Pobres Criaturas), y se siente como una necesidad de levantarse de nuestras butacas y salir de la sala, no porque la obra resulte tan fuerte que nos sacude de nuestro letargo emocional, sino porque nos encontraremos pensando que quizás la vida tenga cosas más importantes que hacer. Al fin y al cabo, si queremos sabemos cuán grutescos, estúpidos e inútiles los seres humanos somos, a lo mejor basta con mirarse al espejo. Tres cuentos superficiales con un ritmo agobiante, una tortura psicológica perfecta para quienes piensan que lo profundo tiene que pasar también por situaciones fuera de lo normal. Quizás más correcto sería hablar de una obra en la que se vislumbra cierta posibilidad de brillar, destruida por una voluntad de darle más fuerza al estilo y menos a la estructura narrativa.

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Jugar con el tiempo, en nuestro presente sempiterno (o sea en el aquí y ahora) no es una acción imposible: se trata, efectivamente, de volver con la memoria a momentos pasados, si bien, obviamente, nada impide que nos traslademos a mundos venideros. Sin embargo, en el primer caso, el de la vuelta hacia atrás, el mundo histórico se combina con la presencia de nuestra forma de pensar y, como resultado, se instaura la comparación entre los dos mundos. Ejemplos sinceros y sencillos de este tipo son la manera de aceptar la esfera sexual del ser humano o el área que podemos definir de dominio de lo femenino: ¿cuál era el rol de la mujer tan solo hace cuarenta años?, o, ¿qué influencia ha tenido el SIDA en nuestra sociedad, marcando una división entre los setenta y los ochenta del siglo pasado? Las comparaciones, entonces, subrayan no solo el cambio de por sí, sino una necesidad de analizar si efectivamente ha habido una(s) mejora(s), si la sociedad se inserta en el discurso del progreso (a lo Hegel) o del caos (a lo Benjamin). Evolución hacia algo culturalmente mejor o devolución en pos de una disminución de los derechos.

Parece raro hablar de cuestiones tan profundas en el caso de una película que solo quiere, aparentemente, regalarnos unos momentos de divertimiento. Totally Killer (Sangrientos dieciséis), efectivamente, quiere jugar con los viajes temporales, la comedia negra y la reelaboración en clave moderna no solo de la historia del cine de horror, sino de buena parte de la cultura típica de los años ochenta. Y quizás aquí se instaure el problema del filme, problema no tanto interno sino externo, en relación con el tipo de público que se le acerque. ¿Quiénes son los que pueden disfrutar verdaderamente de esta película? Si de claves hablamos, la cuestión (el dilema) del espectador en cuanto persona a la que el filme le habla se resuelve en la necesidad de saber de qué se está hablando, ya que el juego se pierde si el filme es visto solo en cuanto elemento que se rige por sí mismo. Acceder a su visión sin tener el bagaje cultural (pop, efectivamente) sobre el cual se basa no puede sino restarle mucha fuerza, bajar el impacto final de lo que es, precisamente, algo no solo muy divertido sino silenciosamente inteligente.

La película se transforma, así, para los que logran entender los guiños, en una lectura y en un análisis tanto del período cultural de los ochenta como del género del que quiere, si bien no totalmente, formar parte, aquel slasher donde para que nos salvemos tenemos que ser, en la mayoría de los casos, una mujer joven y virgen. Y, obviamente, jugando con el viaje temporal, se va ensanchando el grado de análisis del género para que quede más claro lo que nos gustaba (y a lo mejor sigue gustándonos) de aquellos productos. Consecuencia de todo esto: un alto grado de humor negro, un juego entre lo que fue aquel mundo (ficticio) y lo que es el nuestro, la presencia y el desarrollo narrativo de un gap generacional, y bastante sangre (si bien no demasiada) para que, efectivamente, la obra pueda presentarnos un asesino en serie. Y, cosa no obvia, logra funcionar desde todos estos diferentes puntos de vista.

Quizás el final tenga un par de problemas, con una revelación secundaria que en parte (por supuesto no en su totalidad) no logra abrir paso a un verdadero giro. Sin embargo, la cuestión del acto de apreciar un producto se construye con todas las partes de las que está hecho, y la buena caracterización de los personajes, así como la capacidad de crear un buen ritmo (debido esto tanto al guion como a la dirección) permiten acceder a la experiencia fílmica de Totally Killer y extraer un resultado más que sólido, con el ya mencionado caveat: los que casi nada saben de los ochenta, de los slasher y de las icónicas reglas que están en su estructura no podrán sino preguntarse qué está diciendo, efectivamente, la película más allá de ser un producto suficientemente bueno de por sí (o sea, sin relaciones con la historia de sus géneros), sin embargo, una vez se entiendan los guiños será más simple apreciar el valor por nada superficial de una obra tan inteligentemente divertida.

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