Cuidado : esta crítica contiene lo que se podría definir un spoiler narrativo (del cual es casi imposible no hablar a la hora de analizarla). No lean si quieren ver la película sin que les digan cuál es una de sus sorpresas y sobre todo no vean el trailer. Baste con decir que es una película de horror.

Hay personas a las que les gustan los vampiros. Parece normal ya que estas criaturas representan la inmortalidad y la belleza perenne. Parece normal ya que, efectivamente, los vampiros tienen cierto matiz de romanticismo y decadentismo, una especie de fascinación que nos atrae hacia los elementos más oscuros y libres de nuestra sociedad. Y quizás sea también esta visión de estar entre nuestra sociedad y otra, dentro del marco de una oscuridad tanto real (la de la noche) como abstracta (la moral). Algo que se reverbera en las películas del comienzo del cine (Nosferatu) como también en la larga producción de obras sobre Drácula (inolvidable la película de Coppola) y otros seres imaginarios de este tipo (el vampiro entrevistado de Brad Pitt). Se trata además de personajes que no forman parte de nuestra sociedad y que nos ven, normalmente, solo como carcasas de sangre; quizás sea esta otra razón por el apego que les tenemos, ya que ellos serían el símbolo de cierto narcisismo y sentimiento de superioridad de los que todos compartimos cierta, si bien mínima (se espera), sensación. Sin embargo los vampiros pueden resultar también ridículos, y no solo por cuestiones de spoof (piénsese en Mel Brooks) sino también porque representarían un deseo más bien de carácter infantil, típico de adolescentes poco listos fascinados por algunas lecturas superficiales de Poe.

El caso que se nos presenta, esta película de 2024, se basa en la voluntad de jugar con las expectativas del público. Lo que parece ser algo al comienzo va a cambiar completamente una vez que se traslada la acción de la ciudad a una casa en las afueras. Nada más hay que decir sobre la cuestión para que cada uno pueda disfrutar de la narración y sus sorpresas. Hay, esto sí, una necesidad, o sea la de analizar la obra desde un punto de vista de construcción y estructura de sus varios elementos: ¿es que lo que se nos ofrece va a ser, efectivamente, algo placentero? Depende la respuesta de si nos gusta el gore con sus chorros de sangre y cuerpos machacados. Abigail, de hecho, es un producto que va más allá del simple horror y se baña en un río de sangre que, si tenemos este tipo de afición, nos va a dar cierto placer visual. Es una violencia que no va demasiado hacia el disgusto, sino que, dentro del marco estructural-narrativo que se va desarrollando, funciona bastante bien.

Como película de horror y de vampiros, entonces, logra regalarnos unas dos horas (más o menos) de entretenimiento. La idea es la de un grupo de personas completamente diferentes que se encuentran en el mismo lugar del cual resulta imposible salir. Se trata de saber cómo salvarse, cómo poder seguir con vida, y esto añade al producto el elemento de “supervivencia” en una situación asfixiante que implica, de por sí, la cuestión de la que hemos hablado arriba : los vampiros nos ven, a los seres humanos, como juguetes, como sangre de la que nutrirse. Si la perspectiva de la película es la de los que intentan sobrevivir, resulta así interesante el hecho de jugar con la cuestión de qué es un monstruo (de aquellos literarios, culturales, del folklore por supuesto) y de qué es un ser humano. Y esto porque, hay que subrayarlo, las personas que intentan salir con vida son todo menos personas buenas, positivas. No hay una lucha que se desarrolla en la dicotomía del bien en contra del mal, sino que los personajes tienen sus muchos defectos. Horrible es el mundo en el cual vivimos, y los monstruos humanos pueden ser tan malos como los que viven solo en la noche.

Abigail no es exactamente una película de culto, y a lo mejor ni va a serlo (pero siempre podemos equivocarnos). Es, quizás, una de aquellas obras de buena hechura que logran esconderse dentro de nuestros recuerdos y que se sitúan allí en la lista de filmes que hay que ver, que uno de nuestros amigos nos aconseja durante una noche en la que las charlas se entremezclan a productos legales (como los que nos vuelven borrachos) o menos. Es el destino de aquellos productos que tienen buenos momentos, buenas ideas, buenas actuaciones (o por lo menos suficientes, ya que en Abigail no se entiende bien si algunos de sus actores son pésimos o si lo son solo sus personajes) y que, sin embargo, no van más allá de cierto límite, como si se perdieran dentro de un océano de otras obras buenas. Es, a lo mejor, el problema de ser solo “bueno” y nada más, de saber entretener y, sin embargo, no resultar memorable. Funciona, la película, como elemento en sí, como momento de diversión, y lo hace con inteligencia tanto estética como narrativa, pero no hay que esperar demasiado ya que, al fin y al cabo, a veces lo que se nos ofrece es algo que en parte percibimos como si no lograra ir más allá de una simple idea de “es bastante buena, y nada más”.

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Entrevistamos a Brandon Salisbury, director del documental George Romero’s Resident Evil. Brandon nos habla del desarrollo de su película y de la importancia de George Romero (1940 – 2017) en cuanto director de cine.

Guido Negretti: ¿Cómo nace este documental?

Brandon Salisbury: George Romero es la razón por la que soy director de cine. Los videojuegos de Resident Evil y el anuncio de que él había sido contratado para rodar la película me llevaron a redescubrir sus filmes en 1998. Más interesantes que sus películas eran las muchas entrevistas donde su conocimiento del proceso de rodaje y su actitud amistosa me empujaron hacia una carrera como director de cine. Siempre me gustó su guión para Resident Evil, especialmente por su tono oscuro y sus ideas peculiares sobre la esencia de lo que hacía que Resident Evil fuese el gigante del género horror que es hoy en día. Y después de varios años sin seguir mi sueño, al final decidí dar el paso decisivo.

G.N.: ¿Puedes describirnos cómo el documental se fue desarrollando?

B.S.: Buena parte de la obra está basada en un artículo de Robbie McGregor, quien es el co-guionista del documental. Lo conozco desde los días de Biohazard Extreme (un sitio web, ahora ya no en línea, de aficionados de Resident Evil que había nacido en 2000) y me había ayudado a recuperar cierta información sobre el borrador de McElroy para un artículo sobre el desarrollo y la producción del filme original de Resident Evil. Decidimos unir nuestros esfuerzos y pasamos meses buscando cada tipo de información, entrevistas, sitios web. Muchas de las entrevistas nacieron porque tuvimos suerte. El hecho de encontrar a varios miembros y aficionados de la comunidad nos empujaba a entrevistar a todo tipo de personas.

G.N.: ¿Crees que la película de Romero hubiera sido mejor respecto de las de RE que tenemos?

B.S.: Creo que la versión de Romero hubiera sido diferente. Diría que es casi un pecado mortal que sea juzgada mal ya que el borrador hubiera evolucionado durante el proceso de desarrollo. Sus guiones de El día de los muertos cambiaron muchas veces antes de convertirse en el producto final. No podemos saber cómo el filme final hubiera sido, si bien los guiones nos dan una idea del tono y del espíritu de los juegos que George quería mantener. Por supuesto hubiéramos tenido un filme horror.

G.N.: ¿Cuál crees que es la razón por la que Romero fue y sigue siendo tan importante dentro del cine de terror?

B.S.: George no creó simplemente una interpretación moderna del concepto del zombi. Ayudó a crear e introducir el cine de terror moderno. Las obras de Romero, de Russo, de los Streiners y de Image Ten crearon una visión perturbadora y apocalíptica del infierno con La noche de los muertos vivientes original. Además, George era persona amable. No solo firmaba autógrafos, toda persona que lo encontró nos dice que él les dedicaba su tiempo a sus aficionados para charlar con ellos. Los apreciaba de verdad.

G.N.: ¿Crees que las películas de Romero tienen futuro? ¿Las nuevas generaciones seguirán viéndolas?

B.S.: Sus filmes siguen siendo amados por el público porque son más de lo que aparentan ser. Siempre intentan hablar de grandes temas que van más allá de los límites de su presupuesto. No eran solo filmes con zombis. Sus obras están preservadas en los National Archives. Su producción literaria se encuentra en la universidad de Pittsburgh. Hay una convención anual dedicada a su vida y sus filmes con personas que van a Pittsburgh de todo el mundo para rendirle homenaje. Hay un sinfín de aficionados que lo adoran en todo el mundo. Para muchos los filmes de George fueron (y siguen siendo) la razón que les llevó a decir “yo también puedo hacerlo”. Me gustaría pensar que sus películas, o hasta él mismo, serán recordadas mucho tiempo después de que nos hayamos ido de este mundo. Mientras mantengamos su memoria en vida, Romero seguirá viviendo. Somos su legado viviente.

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Las obras maestras son numéricamente pocas. Es una cuestión de carácter lógico, ya que cada una necesita tiempo y esfuerzo para ser producida. Piénsese en Kubrik y el diminuto total de sus películas, lo cual nada significa si de la calidad de cada una de sus películas hablamos. Sin embargo, hay autores que producen cierto número bastante alto (o tan solo “normal”, signifique esta palabra lo que signifique) dentro del cual se encuentra una serie de productos que ya forman parte de la historia quizás no del cine pero sí de su género. Y, dentro del conjunto de obras de alta calidad, en las que se vislumbra una serie de elementos que se repiten (demostración de que el autor está intentando construir un diálogo con el público para mostrar su punto de vista), a veces hay un producto que resulta ser no solo de buena hechura, sino que llega a ser una obra maestra. Y es que, a veces, filmes de este tipo parecen nacer en el momento errado y sufrir así –injustamente– un fracaso tanto de público como de crítica.

La cuestión de La cosa de Carpenter es emblemática. Una obra de primer nivel, una joya narrativa con una dirección increíble, unos actores perfectos y una sensación global de terror a lo Lovecraft, todo esto pareció no bastar para salvar el producto fílmico de un rotundo fracaso cuando se presentó en las salas de los cines mundiales de hace algunas décadas. Se dice –más cotilleo que realidad– que el problema era que en aquella época la gente se había acostumbrado a ver extraterrestres dulces y cariñosos, como el de Spielberg, lo cual decretó que el miedo de Carpenter y su terror cósmico (y, por supuesto, su body horror) no pudiesen ser aceptados, tanto psicológica como culturalmente, por el gran público. El hecho de que esta obra haya ido aumentando el número de sus aficionados se debe entonces a los cambios sociales, a una variación en la manera de aceptar y analizar obras de este tipo (oscuras, depresivas, paranoides), algo que se vio ayudado también por el hecho de estar disponible en formato VHS. Y es quizás esta la razón de una resurrección de este tipo, ya que la posibilidad de dejarse llevar hacia el frío de los polos sin dejar nuestra propia casa, durante las horas de la noche, le permite a la pandilla de científicos, y no solo eso, acercarse más a nuestros miedos.

Unos miedos, que claro resulte, que provienen de una situación de malestar cósmico que abre paso a un mundo y a un universo que es un abismo en el cual todo intenta matarnos. Y, una vez que lo controlemos bien, este miedo tiene su raíz psicológica en el hecho de que el extraterrestre no quiere matar porque es naturalmente malo, sino que su lucha es por la supervivencia. La visión lovecraftiana, entonces, funciona perfectamente como demostración de que estamos ante un universo que no nos ve como el punto fundamental de todo proceso evolutivo, sino que, como Darwin explicaba en su libro, la naturaleza (no solo de nuestra tierra sino de todo el universo) está en una perenne lucha en la que cada especie intenta sobrevivir, también cuando su vida implica la muerte y la destrucción de otras. ¿Y no es, efectivamente, lo que el ser humano hace cuando camina por la calle y aplasta una hormiga, o cuando cría animales para después comérselos?

La cosa es una obra fundamental del cine de género (de este género, el de ciencia ficción y de horror), y resulta ser de gran profundidad en lo que a la cuestión del valor narrativo se refiere. Su estructura es perfecta, con un final que deja poca esperanza y, al mismo tiempo, que nos empuja a ver el mundo que nos rodea como amenaza; y, efectivamente, es también una lección sobre la diferencia entre la sociedad humana, con sus construcciones reales a las que llamamos aldeas y ciudades, en las que teóricamente estamos a salvo, y la infinitud del espacio, la “real realidad” de lo que está fuera para nosotros pero que representa lo que efectivamente es. Seríamos nosotros, entonces, los que estamos al borde de lo normal, de aquella realidad de supervivencia y de lucha entre especies. La sensación de malestar que nos propone Carpenter, un malestar tanto emotivo como efectivamente racional, no es algo fácil de alcanzar, y es demostración de que, además de estar ante una lección sobre el punto de vista del director (por lo menos narrativamente), lo que estamos viendo es algo capaz de suscitar en cada uno de nosotros emociones primordiales.

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La frustración, normalmente, es un sentimiento que nos lleva a un malestar tanto psicológico como físico, por causa del cual no logramos seguir con nuestra vida. Es un trastorno que parte de la imposibilidad de llegar a tener el resultado deseado y que, en el mundo de la creación artística, muchas veces se une a la idea de que, en el fondo, lo que estamos haciendo no es lo que efectivamente creemos que es: nuestras obras podrían ser, en otras palabras, algo sucio, algo horrible, algo total y amargamente mediocre, sin valor alguno. Nace, así, dentro de nosotros un desfase en nuestra estructura mental, la idea de que somos unos fracasados, unos perdedores completos, mientras que, delante de las personas que nos rodean, tenemos que fingir ser algo (alguien) diferente, hasta un ápice completo de náusea y de malestar más grande. Un círculo vicioso que casi parece impedirnos ser lo que real y efectivamente somos, como si, de hecho, en la totalidad de los diferentes yoes que presentamos al público y a nosotros mismos se hubiera ido creando una fractura multidimensional. La pregunta, entonces, sigue siendo la misma: ¿quién soy, yo?

Esta piscina infinita que le ofrece su título a la película supone, entonces, un estudio profundo de lo que forma la psique de una persona. Juego a mitad camino entre la ciencia ficción y el horror, la decisión de no darnos ninguna ayuda a la hora de saber lo que exactamente está pasando desde un punto de vista de verosimilitud nos pone en una situación de incomodidad mental, aumentada, por supuesto, por el uso no solo del body, sino también del psychological horror. Y, efectivamente, muy pocos son los datos con los que poder darle al mundo de la película una situación histórica y geográfica comprensible. Estamos en una nación de no se sabe dónde, en la que los personajes viven dentro de los bordes de lo que es un simple resort. La división entre el dentro y fuera resulta así no solo cultural, sino también concreta, real.

El juego (uno de los muchos, diríamos) se instaura así en la dificultad de encontrarnos nosotros mismos dentro del espacio que se divide en la cultura de nuestra sociedad y la libertad de dejar nuestros mores (con sus reglas categóricas), y de cómo, una vez que se nos permite escapar a la muerte de manera casi infinita, lentamente logramos descubrir algo de nosotros. Y, obviamente, que este algo nos guste o no depende de muchos factores hasta llegar a un punto de saciedad, cuyo hedor nos lleva a rechazar al mundo que nos rodea: hay que preguntarse, entonces, de qué mundo se tratará. ¿El que está fuera de nuestro resort o el que está dentro de él? Cuestiones, estas, que entremezclan con los polos de atracción que son la muerte (thanatos) y la voluntad de gozar (eros), y que, en el conjunto de la producción fílmica, logran atrapar un sentimiento casi pornográfico, no solo por algunas escenas, sino, sobre todo, por la estructura mental secundaria (los detalles inadvertidos) que se desarrolla en el interior de la cáscara narrativa del cuento.

Infinity Pool es entonces una experiencia muy abrumadora, de las que nos dejan pensando en lo que efectivamente hemos estado viendo. Los diferentes niveles, así como los diferentes roles de los personajes en su relación con el protagonista, nos llevan a un malestar del que parece difícil deshacerse y que, en su conjunto, nos pide que profundicemos la experiencia que se nos está presentando. El horror, entonces, con sus vertientes visuales y psicológicas se inserta lenta y detalladamente en un juego que se apoya en las frustraciones de un protagonista (un escritor fracasado que no logra producir nada, como si de una impotencia literaria se tratara) que pasa de ser nuestro doppelgänger a un rechazo de su figura en cuanto asquerosa, sin llegar a un juicio final con el cual poderlo clasificar (¿héroe moderno de nuestros trastornos cotidianos?). Su malestar, en consecuencia, se convierte en el nuestro, gracias a aquella estructura narrativa (el libro, el cine) que transforma la experiencia ficticia en sensaciones reales. ¿Catarsis, entonces?

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La búsqueda de un lugar en el cual poder vivir y sentirse en paz (consigo y con el mundo) es elemento integrante de una voluntad de tranquilidad física y psicológica que se abre ante el problema de no encontrar nuestro sitio (nuestro rol, se podría decir) en una sociedad de la que no sentimos formar parte. Es una cuestión de carácter casi biológico, ya que problemas de este tipo aparecen, sobre todo, en el momento en el que pasamos de la niñez a la adolescencia, cuando ya sentimos la necesidad de tener que dejar atrás nuestros viejos juegos y, creando también una ruptura con el lazo familiar (el lazo que nos ata a nuestros padres), introducirnos en lo que sería un micro-grupo y una micro-sociedad habitada por nuestros pares. Sin embargo, a veces la inconstancia vital que brota de no lograr encajar sigue presente en la edad madura y el malestar que nace de esta condición nos lleva a pensar que algo no funciona bien en nuestra vida, que nuestra misma existencia está bajo una dictadura cultural (dictadura ficticia, obviamente, en el caso de las democracias en las que vivimos). Se busca, entonces, aquel mundo imaginario (soñado) en el que sentirse aceptados.

Este mundo, en la obra del escritor británico Clive Barker, se sitúa bajo un cementerio abandonado. Midian, ciudad fantástica que se presenta como lugar imaginario, de carácter casi mítico, recoge dentro de sí a los que llamamos monstruos, seres con un aspecto plagado por la fealdad y que intentan, según el orden lógico de la supervivencia, vivir en paz entre ellos mismos sin que el mundo exterior sepa de su existencia. El hecho de encontrarse bajo la tierra, entonces, crea un doble aspecto metafórico, en el cual, por un lado, reconocemos en estos monstruos los habitantes del infierno, mientras que, por el otro, no podemos sino acercarlos a los primeros cristianos que vivían en la catacumbas. El resultado de esta doble vertiente es un desfase interpretativo que nos lleva a unas sensaciones de rechazo y de aceptación, subrayando el valor simbólico de un mundo que quiere situarse fuera de nuestra sociedad y que, por su constitución, necesita existir en el anonimato, sin que nadie reconozca su existencia.

El juego estructural se desarrolla así en la distinción que se establece entre el mundo exterior y superior (el mundo de la luz) y el mundo interior e inferior (el mundo de la oscuridad). El en el cual vivimos, el de nuestra misma realidad (entendida aquí como algo concreto, la que nos pertenece en cuanto espectadores), alberga en sí una dificultad ontológica en la capacidad de aceptar a los que son diferentes, obligando a cada uno de los que no logran conformarse a despojarse de su propia personalidad y, en el acto de vaciarse de ella, reemplazarla con una serie de elementos secundarios que llevan a perder su propia naturaleza. Sin embargo, la voluntad de querer esconder su propia personalidad es lo que pone en marcha las acciones del antagonista, aquí interpretado por David Cronenberg, quien revela su yo solo cuando logra manifestarse a través de la protección de una máscara. Se presentan aquí juegos de diferentes niveles, a través de los cuales la lectura de la realidad se muestra más compleja: el antagonista no es lo que parece ser, o sea un miembro positivo de nuestra sociedad, mientras que los monstruos, cuyo aspecto nos puede provocar cierta náusea, revelan una estructura psicológica más concreta.

La cuestión misma de lo que es una sociedad se desarrolla en una serie de detalles que ponen de manifiesto cómo Midian tiene una estructura más fuerte que nuestro mundo. Efectivamente, en Midian los monstruos siguen unas reglas precisas, algo que ellos reconocen como necesidad práctica para sobrevivir, mientras que nuestra sociedad se basa en la aceptación pasiva, acción por nada debida a una toma de conciencia activa, lo cual subraya el carácter de destrucción del yo que puede tener lugar. Se crea, si seguimos esta consideración, una distinción entre el deseo y el deber, así como la voluntad de amar por parte de nuestro protagonista se enfrenta al placer de matar del antagonista. El mecanismo metafórico y simbólico se presenta entonces en un texto estructurado a través de diferentes escalones, y el resultado final de esta obra que se inserta entre el horror y la dark fantasy encarna el discurso que se establece entre la necesidad de seguir las leyes y la voluntad del yo, de seguir sus propias pasiones.

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Jugar con el tiempo, en nuestro presente sempiterno (o sea en el aquí y ahora) no es una acción imposible: se trata, efectivamente, de volver con la memoria a momentos pasados, si bien, obviamente, nada impide que nos traslademos a mundos venideros. Sin embargo, en el primer caso, el de la vuelta hacia atrás, el mundo histórico se combina con la presencia de nuestra forma de pensar y, como resultado, se instaura la comparación entre los dos mundos. Ejemplos sinceros y sencillos de este tipo son la manera de aceptar la esfera sexual del ser humano o el área que podemos definir de dominio de lo femenino: ¿cuál era el rol de la mujer tan solo hace cuarenta años?, o, ¿qué influencia ha tenido el SIDA en nuestra sociedad, marcando una división entre los setenta y los ochenta del siglo pasado? Las comparaciones, entonces, subrayan no solo el cambio de por sí, sino una necesidad de analizar si efectivamente ha habido una(s) mejora(s), si la sociedad se inserta en el discurso del progreso (a lo Hegel) o del caos (a lo Benjamin). Evolución hacia algo culturalmente mejor o devolución en pos de una disminución de los derechos.

Parece raro hablar de cuestiones tan profundas en el caso de una película que solo quiere, aparentemente, regalarnos unos momentos de divertimiento. Totally Killer (Sangrientos dieciséis), efectivamente, quiere jugar con los viajes temporales, la comedia negra y la reelaboración en clave moderna no solo de la historia del cine de horror, sino de buena parte de la cultura típica de los años ochenta. Y quizás aquí se instaure el problema del filme, problema no tanto interno sino externo, en relación con el tipo de público que se le acerque. ¿Quiénes son los que pueden disfrutar verdaderamente de esta película? Si de claves hablamos, la cuestión (el dilema) del espectador en cuanto persona a la que el filme le habla se resuelve en la necesidad de saber de qué se está hablando, ya que el juego se pierde si el filme es visto solo en cuanto elemento que se rige por sí mismo. Acceder a su visión sin tener el bagaje cultural (pop, efectivamente) sobre el cual se basa no puede sino restarle mucha fuerza, bajar el impacto final de lo que es, precisamente, algo no solo muy divertido sino silenciosamente inteligente.

La película se transforma, así, para los que logran entender los guiños, en una lectura y en un análisis tanto del período cultural de los ochenta como del género del que quiere, si bien no totalmente, formar parte, aquel slasher donde para que nos salvemos tenemos que ser, en la mayoría de los casos, una mujer joven y virgen. Y, obviamente, jugando con el viaje temporal, se va ensanchando el grado de análisis del género para que quede más claro lo que nos gustaba (y a lo mejor sigue gustándonos) de aquellos productos. Consecuencia de todo esto: un alto grado de humor negro, un juego entre lo que fue aquel mundo (ficticio) y lo que es el nuestro, la presencia y el desarrollo narrativo de un gap generacional, y bastante sangre (si bien no demasiada) para que, efectivamente, la obra pueda presentarnos un asesino en serie. Y, cosa no obvia, logra funcionar desde todos estos diferentes puntos de vista.

Quizás el final tenga un par de problemas, con una revelación secundaria que en parte (por supuesto no en su totalidad) no logra abrir paso a un verdadero giro. Sin embargo, la cuestión del acto de apreciar un producto se construye con todas las partes de las que está hecho, y la buena caracterización de los personajes, así como la capacidad de crear un buen ritmo (debido esto tanto al guion como a la dirección) permiten acceder a la experiencia fílmica de Totally Killer y extraer un resultado más que sólido, con el ya mencionado caveat: los que casi nada saben de los ochenta, de los slasher y de las icónicas reglas que están en su estructura no podrán sino preguntarse qué está diciendo, efectivamente, la película más allá de ser un producto suficientemente bueno de por sí (o sea, sin relaciones con la historia de sus géneros), sin embargo, una vez se entiendan los guiños será más simple apreciar el valor por nada superficial de una obra tan inteligentemente divertida.

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