Lo asimétrico, o sea de dimensiones desiguales, es un concepto con el que tenemos una relación inestable. De hecho, la belleza se funda sobre la simetría, mientras que, desde un punto de vista humano, la realidad es tal que nuestras caras (también nuestros cuerpos) se presentan como similares pero diferentes en lo que a la parte derecha y a la parte izquierda se refiere. Una simetría completa de nuestras facciones sería, por ende, la regla básica para hablar de rechazo psicológico, de incapacidad de extraer cierto placer estético, mientras que, casi obviamente, en el campo de lo teórico, de lo abstracto, es la simetría misma la que, frente al caos de lo natural, nos atrae. Es esta voluntad de darle un sentido homogéneo, perfectamente estable en sus componentes, que, de hecho, nos provoca un placer intelectual ante las obras de arte en las que, efectivamente, todo está en su sitio y, cosa más difícil de obtener, lo que aparentemente puede ser un caos esconde detrás de sí, en realidad, un mecanismo perfecto de relaciones simétricas.

Una simetría, en tanto concepto, que poco sentido tiene cuando hablamos de dos personajes como Superman y Batman, pero solo si de fuerza física hablamos. Lo interesante del Wayne de Kane y Finger, así como del Kent de Siegel y Schuster, es que, de hecho, no solo forman parte de un único tipo de discurso (simetría en su ser héroes, en su voluntad ética, en su necesidad de no matar a los malos, de seguir formando parte del sentido de justicia de nuestras sociedades), sino que se reverberan en un contexto que pone de manifiesto las diferencias especulares, como la presencia del sol y de la luz (Superman) y la de las estrellas y de la oscuridad (Batman). Se supone, entonces, que los dos se complementan hasta el punto de formar parte, en sí, de los mejores elementos del ser humano, tanto desde un punto de vista metafórico (Superman en cuanto símbolo de lo bueno, de lo sano), como desde uno más concreto (Batman en cuanto resultado de la aplicación, del estudio, del esfuerzo). Que los dos luchen el uno en contra del otro, por supuesto, resultaría por estas razones interesante, sí, desde un punto de vista espectacular, pero absurdo si nos acercamos al evento desde lo que es la estructura narrativa, el movimiento discursivo en el que el choque tendría que tener lugar.

Esta dificultad es la que ya vislumbramos en la segunda entrega de Zack Snyder, cuando quiso llevar a la gran pantalla la violencia entre Cavill y Affleck, y, más exactamente, es la que podemos encontrar en el guión de Andrew Kein Walker de 2002, reescrito en parte por Akiva Goldsman. Los dos guionistas tienen, además, una perspectiva diferente en lo que a su interpretación personal del elemento discursivo de las películas se refiere, y la asimetría de arriba se revela en la mala unión de los elementos deprimidos de Walker con una supuesta liviandad temática que, quizás, parece más el resultado del guionista de Batman y Robin (un fracaso narrativo, por supuesto, que puso término a la franquicia y que llevó al reboot de Nolan). El resultado es así algo completamente desigual, en el cual se encuentran, incapaces de mezclarse, elementos fuertemente dark y maduros, atípicos para las obras de superhéroes de entre los dos milenios, y elementos más superficiales e infantiles (en el sentido de ilógicos e irracionales, no de livianos y llenos de la magia de la imaginación).

Estamos ante un work in progress, por supuesto, y sería incorrecto evaluar la obra dándole un juicio final sin tener en cuenta que lo que se nos presenta es un esqueleto (el de Walker) muy bien definido, reelaborado (probablemente en lo que a las partes más livianas se refiere) por Goldsman, quien, si bien tiene su cosecha de malas obras, es también el autor de algunas películas interesantes como A Beautiful Mind. Sin embargo, se nos abre también ante los ojos la presencia de una duda sobre el valor intrínseco de un proyecto como este, ya que, si Frank Miller tuvo la oportunidad de trabajar en su mismo universo, se supone que una obra como esta difícilmente (o, mejor, imposiblemente) hubiera creado su mismo cosmos, quedando así limitada a su comienzo y a su final. Un Clark Kent divorciado, un Bruce Wayne que ha dejado de ser el hombre murciélago, la vuelta del Joker, las maquinaciones de Luthor, y la presencia de una dicotomía entre los peores elementos de los antihéroes (Batman) y las mejores expectativas ante un futuro lleno de gracia (Superman), todo esto queda escrito sobre unas 120 páginas que nos hacen pensar por qué, efectivamente, los dos personajes de DC tendrían que luchar el uno en contra del otro.

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El hombre murciélago ya había tenido mucho éxito en el pasado con una de sus series de televisión. La más famosas, quizás, y la mejor hecha, la que había dejado una buena sensación tanto el la mente como en los ojos de sus espectadores, fue efectivamente T(he) A(animated) S(eries). Intenta, hoy en día, volver a su antiguo esplendor y nos propone una visión de Gotham y de sus habitantes con unos cambios más, algo que, efectivamente, solo se puede (se debe) analizar dentro del valor narrativo de la obra misma. Y, desde este punto de vista, Caped Crusader logra ser un producto de alta calidad, capaz de juntar una sensibilidad moderna con una estética que mezcla la susodicha serie de los noventa, de Timm (quien vuelve como mente máxima) y Radomski, y los primeros capítulos de Kane, sí, y sobre todo de aquel gigante artístico que fue Bill Finger. Se abre así ante los ojos de los espectadores un mundo de antaño, de aquellos cuarenta del siglo pasado (en el cual muchos de nosotros nacimos), y que inserta en el juego estructural lo moderno, o sea con la presencia de elementos que forman parte natural de nuestro mismo presente.

Sin embargo, más allá de lo estético es la estructura narrativa lo que subraya la alta calidad de este producto. Se nota la intensa capacidad de tejer un cuento general que se divide en episodios, permitiéndoles a los espectadores experimentar aquella sensación de saciedad que solo un excelso arte de contar sabe ofrecer. Hay una estructura precisa, bien calibrada, y cada personaje tiene su psicología. Nada resulta, por lo menos, como si de algo dejado al azar se tratara, y la totalidad de la obra se basa en tres de los elementos claves del hombre murciélago : su ser, efectivamente, un detective, su formar parte de un mundo éticamente podrido (la Gotham poblada por los mafiosos, por quienes prefieren el egoísmo al ayudar al prójimo), y su jugar con una psicología que parece superficial si analizada de lejos, pero profunda si controlada desde cerca. Y es, de hecho, un mundo que nos recuerda al de los grandes autores de noir, con su femmes fatales y un destino trágico.

Quizás sea esto el sentimiento que envuelve a esta serie. Una visión negativa de un mundo que poco deja a la esperanza, un Götterdämmerung de cualquier visión positiva, la imposibilidad de salir de un contexto socio-cultural que pone de manifiesto la máxima de homo homini lupus. Batman y los pocos personajes que luchan por mejorar a Gotham y sus habitantes son héroes que parecen no poder sino fracasar ante una ola de corrupción como la de esta ciudad tanto irreal como parecida a las nuestras. Sin embargo, siguen luchando porque no hay otra posibilidad, porque ante la evidencia del mal solo es posible rendirse o reaccionar no tanto con la esperanza de que el ejemplo pueda cambiar la mentalidad de quienes están a nuestro alrededor, sino porque, casi kantianamente, hay que hacer lo justo solo porque es nuestro deber moral. Y, de toda esta situación trágica, nace una joya narrativa que nos atrapa dentro de una estructura excelente.

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