Festivales 

SITGES 2025

58° Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya

Como cada otoño —mucho ha llovido ya desde 1968—, la ciudad costera de Sitges pone entre paréntesis su rutina para convertirse en un punto de encuentro cultural ineludible para los amantes del cine de género. La localidad catalana viste sus calles, sus hoteles y restaurantes, sus tiendas de moda, como una tradición ya inscrita, como un gran decorado, para dar la bienvenida a amantes del cine, turistas y curiosos de todo el mundo que pasean bajo banderines colgados entre los edificios de piedra y quedan asombrados con la escenografía y atrezo, extraídos de esas películas de terror y ciencia ficción tan emblemáticas que recorren desde hace años nuestra memoria colectiva. En esta época del año, Sitges no es solo una hermosa ciudad, es una fiesta comunitaria que se expande más allá de las fronteras de las salas de proyecciones; se expande también en sus áreas de ocio al aire libre donde se dan encuentro espectáculos y charlas, en exposiciones de arte contemporáneo relacionadas con el terror, en talleres dedicados a la creatividad y al audiovisual para los más pequeños, a una amplia zona gastronómica para reponer fuerzas entre proyección y proyección y a un paseo marítimo repleto de stands con el merchandising más variado y festivalero orientado a seducir el gusto de cualquier enamorado al cine de género.

El Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya se ha celebrado este año entre el 9 y el 19 de octubre, llegando a su 58ª edición, muestra indiscutible de su prestigio y perseverancia mundial. Con los años, su alfombra roja ha visto pasar personalidades del séptimo arte tan relevantes como el recientemente fallecido David Lynch, Quentin Tarantino, Jodie Foster, Wim Wenders, Sam Raimi, Mira Sorvino o Tilda Swinton, entre muchos otros. Esta temporada también hemos visto caras tan conocidas como el actor Benedict Cumberbatch, la actriz española Carmen Maura o los directores Joe Dante y el siempre ingenioso Terry Gilliam.

Sala Auditori Meliá Sitges (con capacidad para 1.380 espectadores)

Lejos de mostrar agotamiento, la presente edición del Festival de Sitges ha podido celebrar un récord histórico de audiencia. Su director, Ángel Sala, destacó que, en temporadas anteriores, la asistencia entre semana solía ser más moderada —algo lógico, contando que el certamen no interrumpe su programación entre semana—, pero actualmente incluso en los días laborables se registran salas llenas y una participación entusiasta. Como reflejo de esa vitalidad y del vínculo que Sitges mantiene con el cine fantástico, el Ayuntamiento de la ciudad inauguró una nueva escultura que rinde homenaje a esa muestra de fortaleza y veteranía que viene simbólicamente implícita en esa representación mítica de la figura de King Kong.

Este año, entre las diferentes secciones del certamen: Oficial fantàstic a competició, Sitges collection, Midnight x-treme, Serial, Collection, Documenta, Noves visions, Panorama, Òrbita y Anima’t se han proyectado un total de 252 largometrajes y 143 cortometrajes, lo cual suma la estremecedora cifra de 28.841 minutos de metraje en su totalidad. Ante tal abrumadora programación, permítanme aquí la novatada de un servidor que se organizó un festival reflexionando sobre si era más conveniente ver cinco películas en un día o ver una película cinco veces, a pesar de creer, también, que un evento de tal magnitud conlleva coquetear un poco con el exceso.

Mi primera jornada en Sitges arrancó con la proyección inaugural de Alpha, tercera película de la directora francesa Julia Ducournau, ganadora de la Palma de Oro en Cannes por Titane en 2021, cuya ópera prima, Crudo, también fue presentada en el certamen de 2017 con una muy buena acogida. La materia prima y objeto de interés de Julia Ducournau siempre ha sido el cuerpo, no tanto el cuerpo como un estado transitorio de cambio, sino como mutación y expansión hacia otros territorios, incluso el espiritual y el transhumanista. Pero si en su anterior filme la autora parecía renegar de la trama eyectando al espectador hacia fuera con cambios bruscos llenos de rabia (la mutación se daba tanto dentro de la protagonista como en un artefacto fílmico de difícil acoplamiento); la narrativa de Alpha parece, a priori, más plausible y menos esquiva. También más exasperada y menos conclusiva, pese a la falta de aclaración sobre un virus que convierte a los seres humanos infectados en estatuas de mármol. En ese sentido, quizás tenga más conveniencias con su ópera prima, o quizás sus saltos temporales en el relato nos quieran decir todo lo contrario. Lo que sí podemos dilucidar con mayor precisión es una sensibilidad más íntima y más dramática que en sus anteriores proyectos.

La relación de una madre con un hijo adicto y una hija que un día llega a casa con una A tatuada con una aguja de dudosa procedencia pone de manifiesto un desmoronamiento familiar y un estigma social. La estridencia sonora y sus planos grisáceos retoman la incomodidad en el espectador ante una cineasta que posiblemente haya hecho su película más insustancial en términos filosóficos, para examinar los límites de los vínculos familiares y saber reconocer en qué punto la empatía debe anteponerse al deseo.

Si las reacciones del público fueron bastante contradictorias a la salida de la proyección, lo cierto es que la presencia de la directora francesa en el photocall desató el griterío y los aplausos de los asistentes, confirmando que la cineasta sigue generando gran admiración entre el público.

Que el pistoletazo de salida lo diera Julia Ducournau y que la galardonada a mejor largometraje en la sección oficial de esta 58ª edición fuera la noruega Emilie Blichfeldt por La hermanastra fea, así como el revuelo que causó Carolie Fargeat con The Substance en el anterior certamen, no solo pone de manifiesto el compromiso del festival con el talento femenino actual, que además promueve con Woman In Fan, programa que reivindica el papel de las autoras dentro de la cinematografía fantástica, sino que seguimos en el atolladero de esos imaginarios sociales comentados por Gerard Imbert, donde el cuerpo se expone como exploración de los límites, así como el sexo, la violencia, la muerte y la identidad siguen siendo caldo de cultivo para reinventar el género, porque como diría el guionista Pascal Bonitzer: «Para encontrar lo nuevo, es al cuerpo a lo que siempre recurrimos».

La hermanastra fea llegaba a Sitges con cierto reclamo después de ser nominada en la sección Panorama del premio del público en el Festival de Berlín, que se celebró en febrero de este mismo año, y de triunfar en la sección de medianoche de Sundance. El filme es el reverso tenebroso del cuento de La Cenicienta, en el que Elvira, su personaje principal, hará lo inimaginable para captar la atención del apuesto príncipe, puesto que, como vemos al inicio, en una de sus ensoñaciones románticas, la idealización tanto argumental como estética de esas ensoñaciones corresponde con un poemario del príncipe cuyas letras se clavan como flechas en el corazón de la enamorada.

Esa idealización radical de cuento de hadas hace que el cuerpo de Elvira, considerado insuficiente y necesitado de correcciones, deje de pertenecerle en algún punto. Cuando se expone a esos momentos de expresión body horror, pareciera que su percepción viviera fuera de sí misma, mientras deconstruye su identidad a la vez que mutila su cuerpo. La joven es una víctima de la ideología dominante, y su camino hacia el castillo (el viaje de la heroína) no es una transformación, sino una deformación física y definitivamente psíquica.

La ópera prima de Emilie Blichfeldt combina el terror con la comedia negra y el cine de época a la vez que elabora un discurso contemporáneo sobre los cánones de belleza. La sala Auditori tuvo el honor de contar con la presencia del equipo durante la sesión del fin de semana, sin saber que días más tarde, el jurado oficial compuesto por Peter Chan, Mary Harron, Laura Pedro, Hernán Findling y Jovanka Vuckovic convendrían en otorgarle la estatuilla triunfadora.

El cine posmoderno, pues, parece seguir indicándonos que sus personajes conviven atrapados en su propia obsesión. Ese pensamiento o impulso patológico los conduce hacia unos límites insospechados y hasta sus últimas consecuencias. Es ahí, en esos límites, donde el género hinca los colmillos y elabora propuestas muy diferentes, pero relacionadas entre sí.

Este es el caso, por ejemplo, del jovencísimo director Curry Baker, que lejos de andarse con rodeos y, seguramente consciente de lo comentado aquí, simplemente decidió titular a su obra Obsession. Esta obra, que pasaba totalmente inadvertida entre la abrumadora parrilla del festival, poco a poco fue haciéndose grande a medida que los asistentes, entre café y café, comentaban las buenas sensaciones causadas en el primer pase. Estuve personalmente en ese primer pase y la ovación recibida en la sala Tramuntana fue de las más exitosas que recuerdo. Aquella percepción subjetiva no fue un delirio: Obsession terminó ganando el premio especial del jurado, premio del público y premio jurado Carnet Jove a mejor película. Donde fallaron mis sensaciones fue en prejuzgar su estilo con demasiada antelación, encasillándola en sus primeros compases como una de esas producciones pensadas para plataformas, cuya narrativa se mostraba superficial y trillada.

Y es que la película tiene todas las características de la comedia romántica, pero la curiosidad es ver cómo Baker utiliza ese punto de partida para construir algo mucho más interesante, porque cuando el fantástico logra acoplarse en forma de deseo y, a medida que la oscuridad se va apropiando de la narrativa —siempre manteniendo un tono de comedia endiablada—, el filme consigue exponer los clichés del género desde un personaje femenino borderline en el que el espectador es incapaz de prever sus movimientos. Es aquí donde la literalidad de las palabras se enfrenta al deseo concedido con una terrorífica ruptura de la normalidad para dejar paso al inconsciente más intenso y descontrolado; un estado, el de Niki, que deambula entre la razón y la sinrazón en un continuo vértigo emocional. La metáfora sobre los peligros de las relaciones románticas tóxicas y un final que nos remite a un Romeo y casi Julieta bien merecen su reconocimiento.

Sin dejar la senda del amor romántico, en el que todos sus síntomas se manifiestan a través de sus fisuras o, como diría Lipovetsky, “la conciencia y el cuerpo se intercambian posiciones”, hay un plano en la obra de Grace Glowicki en el que aparece una ventana empañada con una palabra escrita: “BODY”. Entonces, esta solitaria sepulturera, que después de pasar mucho tiempo sin encontrar el amor por apestar a cadáveres, pero que una vez que encuentra a un apuesto aristócrata correspondido, este perece en un naufragio, cae en la cuenta de algo: “Necesito un cuerpo”. Así, Dead Lover, segundo largometraje de la autora canadiense tras debutar en 2019 con Tito, se convierte en una especie de revisión admirada de Frankenstein con extraños experimentos para poder revivir, usando un dedo del difunto y así traerlo de vuelta.

Antes de llegar al apartado formal, conviene decir que la sección Noves visions del festival apuesta por la experimentación en el lenguaje; por lo tanto, no es de extrañar que el estilo visual de Dead Lover esté inspirado en la estética minimalista de las producciones de teatro de caja negra y el cine expresionista alemán. Su puesta en escena es extremadamente limitada, apenas cuatro decorados como los de un teatro y un fondo completamente oscuro con la iluminación saturada centrada en sus objetos y protagonistas. El experimento narrativo, sin embargo, tiene unas oscilaciones hacia la mitad del metraje que no acaban de encajar del todo y su historia se enrarece, convirtiéndose en algo bastante fragmentado y plúmbeo pese a su corta duración. Si el cuerpo está ausente, un dedo amputado siempre puede servir de satisfyer.

La actriz y directora canadiense Grace Glowicki

Grace Glowicki participaba este año en el festival por partida doble. Por un lado, dirigiendo la obra mencionada, y por el otro, protagonizando la película Honey Bunch, de los directores Madeleine Sims-Fewer y Dusty Mancinelli, que ya pisaron tierra sitgetana en 2021 para presentar su ópera prima Violation. Este dúo y pareja de cineastas canadienses nos sumergen en un thriller setentero con aires góticos de trasfondo melodramático. Se les nota la química. Y no es que la película siempre funcione; de hecho, se le pueden achacar algunos problemas de exceso de metraje o de adormecer el filme con una subtrama que enrarece sus significados previos. Pero también es cierto que si observamos Honey Bunch como un ejercicio de revisión psicológica de los estados por los que tiene que pasar una pareja a lo largo de los años, nos encontramos con un ejercicio bastante cuidado en su mensaje estético, porque esos estados que fluctúan a medida que una relación se consolida se reconvierten aquí en un tercio final de género fantástico que se cuestiona la afectación de la pérdida y la erradicación fantasmal del duelo.

El filme también oscila entre ese misterio, egoísmo y, por qué no decirlo, fanatismo por la persona que convive a nuestro lado. Su tercio final podría conllevar una reflexión de interés, pero conviene no desvelar demasiado; solo comentaré que su clímax no está nada lejos de cierta escena de la película Alien Resurrection de 1997, y justo pensé en ello porque días más tarde acudí a la sala Garbi para escuchar la rueda de prensa del actor Dominique Pinon.

El equipo de Honey Bunch presenta su obra en la sala Tramuntana

Un largometraje que venía con fuerza este año era Together, de Michael Shanks. La ópera prima del director australiano había despertado cierto interés en charlas y podcasts previos al festival. Para hablar de esta obra hay que volver al body horror, pero no a un body horror extremo —si es que eso es posible—, sino incluso aprensivo en sus momentos más intensos.

Reanudamos de nuevo la pareja romántica heterosexual que decide irse a una casa de campo para intentar solucionar sus conflictos de pareja, pero al beber agua de una cueva, experimentan una transformación sobrenatural que hace que sus cuerpos se imanten entre sí, quedando literalmente enganchados, incluso hasta llegar a una dolorosa fusión cual cera quemada.

Esa atracción irrefrenable, dada paulatinamente y que se puede interpretar fácilmente con la codependencia, tiene más de una escena interesante: la de la ducha, la del coito… Sin embargo, al realizador parece que se le acaban pronto las ideas. Lo que podría haber sido algo mucho más original, se convierte en una repetición continua con contadas excepciones. En Together, la posibilidad de ser dos no es posible; uno ha de renunciar a sus sueños o a sacrificar un estilo de vida personal. Entonces, encuentro aquí cierta resignación final algo impostada que parece no querer resistirse. Porque si los dioses nos separaron por temor y ahora nos buscamos mutuamente, entonces, y aquí creo que he pillado a Shanks, su obra es una extensión de un cortometraje titulado A Folded Ocean (Benjamin Brewer, 2023), cuya apropiación resulta más que menos explícita.

En el ecuador del Festival de Sitges 2025, y tras un descanso lejos del mundanal ruido, trazaba una ruta de coordenadas con las proyecciones vistas que me llevaban a sugerir una reflexión: cineastas de todo el mundo siguen esculpiendo artísticamente una temática tan universal como el amor, pero tampoco es menos cierto que ese ángulo de mirada posmoderna del fantástico lo encaraba desde lugares perversos, oscuros y obsesivos, como queriendo poner en contraplano que esas miradas idealizadas, cegadas por una ensoñación cinematográfica ideológica de antaño, nunca fueron del todo sinceras. Me preguntaba, pues, si estábamos viviendo en plena era de la antítesis amorosa.

En los últimos diez años, tanto en el drama como en el género fantástico y de terror, la cuestión de la maternidad ha ocupado un lugar ascendente en cuanto a producciones interesadas en dicha temática. Me estrenaba en el Cinema Casino Prado, patrimonio arquitectónico de Sitges y seguramente el cine más bello en cuanto a estética, para ver la película asiática Dollhouse, del director nipón Shinobu Yaguchi, en cuya sólida trayectoria cinematográfica destacan títulos como Waterboys (2001) o Swing Girls (2004).

Cinema Casino Prado

Cuando Yoshie y su marido pierden a su hija de cinco años, la madre, abatida, encuentra un extraño consuelo en una muñeca que estiliza inquietantemente como su hija fallecida. Cuando Yoshie vuelve a quedar embarazada y la muñeca pasa a un segundo plano, empezarán a suceder extraños sucesos en la casa. Con esta sinopsis uno ya puede seguirle bien la pista a Dollhouse porque no pretende contar nada inédito. El duelo consiste aquí no en invisibilizarlo, sino en reconvertirlo de forma obsesiva en un cuerpo extraño y ajeno. Un fallecimiento humano por una muñeca de plástico para suplirlo cumple muy bien la máxima: primero como tragedia, después como farsa. Las fases del duelo y la superación del trauma se imponen en un filme que oscila entre el terror y la comedia de forma entretenida, aunque demasiado explicativa en su tercio final.

La austríaca Mother’s Baby, tercer largometraje de Johanna Moder, expuesta este año en la sección oficial, es una obra movida por el principio de incertidumbre de una madre. Como el matrimonio protagonista no puede concebir un bebé, deciden ir a una clínica especializada que garantiza un éxito del cien por ciento al aplicar unos innovadores y misteriosos avances técnicos. Cuando el bebé es cogido en brazos por primera vez por Julia, su madre, su intuición le dice que realmente ha ocurrido algo extraño durante el parto. A diferencia de Dollhouse, que se mueve en terrenos pantanosos como los sobrenaturales y las posesiones, Mother’s Baby se agarra a la tensión dramática y a esas zonas grises de la maternidad que abren toda una caja de miedos, inquietudes y angustia. Trabajada muy bien en el suspense y soportada por una actuación notable de Marie Leuenberger, que bien le podría haber merecido un premio a mejor actriz. La psicología del extrañamiento emocional es su mejor baza, mucho más satisfactoria que su timidez con el trasfondo del misterio.

La ganadora a mejor dirección en la sección Noves visions fue la australiana A Grand Mockery, del curioso realizador Adam C. Briggs y Sam Nixon. El granulado de la filmación en super-8 se convierte en una porosidad de estética seca y cruda, que nos sumerge en un abismo de deterioro mental progresivo de un hombre que podría vivir entre las páginas de aquellos literatos prosaicos que argumentaban, con mayor o menor lucidez, que vivir la vida conllevaba una falta de significado intrínseco.

A la salida de una proyección de regusto amargo e indigesto para muchos, en una pequeña charla casi de conocidos, su director, en una entrevista improvisada, me reconoció su admiración hacia Kafka. Esta inclasificable y dramática obra transmite un sentimiento de alienación del que se siente aturdido y superfluo de esa coalición entre vida y estructura. No es de extrañar que su protagonista observara esa pantalla de cine en blanco como un lienzo lleno de posibilidades ante la explotación rutinaria de los sistemas opresivos que nos envuelven. Embriagada de tristeza, aunque con esas fugas de cierta ironía socarrona en sus diálogos impúdicos próximos a Houellebecq, la extrañeza de A Grand Mockery fue para un servidor una fabulosa grieta por donde, en ocasiones, se cuelan vestigios de singular belleza. Todo un descubrimiento.

Adam C. Briggs presenta A Grand Mockery

Nunca había visto estallar en pedazos la pantalla del Auditori como lo hicieron la pareja de realizadores belgas Hélène Cattet y Bruno Forzani con su nuevo largometraje Reflection in a Dead Diamond. Con el cuarto largometraje a sus espaldas y respaldados por éxitos anteriores en festivales, con películas como Amer (2009) o Laissez bronzer les cadavres (2017), este híbrido posmoderno y realmente explosivo entra en el mundo del espionaje en un universo multicapa en el cual no hay orientación posible para el espectador. El filme inserta un relato concreto, después sale, luego vuelve como el mismo relato, pero en los años sesenta, después muta hacia el cómic, desaparece y se reconvierte en otro género instigado por un ritmo vertiginoso cuya esencia resulta ininteligible.

Este fantástico caleidoscopio multirreferencial al que uno puede agarrarse apenas con las uñas para intentar desglosar que, al menos, la nostalgia, el paso del tiempo y los cambios socioculturales pueden haber sido usados como corriente temática en esta especie de James Bond pasado por Kill Bill con ensoñaciones de Leos Carax. Uno tiene la sensación de que tras todo ese brillo de reflejos es posible que no haya absolutamente nada. ¿Importa? ¿Acaso no está el cine (las palabras de un servidor sobre las películas arriba mencionadas ya son un modelo) demasiado codificado ya en imágenes con mensajes sobre el estado del mundo?

El estilo visual de esta obra es tan arrollador como impecable; su final ya nos indica la imposibilidad de acceder a ella, pues las identidades contrapuestas ocultan y jamás desvelan su auténtica naturaleza, porque quizás carezca de una sola. La película más cinematográfica y, sin duda, una de las más disfrutables del festival.

“Disfrutable” es un adjetivo que jamás escribiría si tuviese que describir las sensaciones que despertó en el Auditori el rumano Radu Jude con Dracula. En sus 170 minutos de visionado, la sombra del célebre vampiro se extendía sobre la sala como un experimento despedazado, más afín al espíritu de Mary Shelley que al de Bram Stoker. En los primeros compases de la película, uno de sus protagonistas lanza una frase violenta contra Donald Trump que hace que el público se deshaga en aplausos. Metraje más tarde, siluetas de espectadores enojados desfilan con paso ligero abandonando la sala con sus expectativas traicionadas. El realizador Radu Jude es para todos y para nadie.

Por supuesto, un director que ha admitido abiertamente que no le gustan las películas de vampiros, ¡el resultado no podía ser otra película de vampiros! De tal modo, este Drácula es la autopsia más insospechada sobre uno de los grandes mitos de la cultura universal mancillada por un compatriota bastardo del conde. Si la cogemos desde fuera, podríamos hablar de un filme que utiliza su temática para reflexionar sobre la saturación de la figura de Drácula en el cine como una vampirización de imágenes que se devoran a sí mismas. Si entramos en su interior, nos podemos encontrar con el emblemático monstruo de largos colmillos como símbolo del dominio capitalista y sus relaciones políticas, como un relato erótico-sexual y grosero, o como una excentricidad pasada por la IA con esencia de experimento cómico cuya narrativa se encuentra en las antípodas de la dramaturgia convencional. Encuentro en este autor una irreverencia total que lo hace uno de los directores (ya lo demostró en 2023 con No esperes demasiado del fin del mundo) más interesantes del panorama europeo actual.

Un rato antes de volver a sumergirme en la oscuridad de la sala y ocupar una de esas butacas ya tan familiares tras varios días de proyecciones, leí un dato en el móvil que me llamó la atención: «Alrededor del 80% de los automóviles en el mundo son de colores neutros como el blanco, negro o gris». Este dato se me repetía como premonición mientras observaba minutos después la estética de Exit 8, segundo largometraje de Genki Kawamura. El filme es la adaptación de un videojuego con reglas aparentemente sencillas: el jugador se encuentra atrapado en el interior de uno de los pasillos del metro de Japón y debe encontrar una anomalía para poder seguir adelante y llegar hasta la salida ocho, con la posibilidad de que tal anomalía, en ocasiones, no se dé. Si no está atento, volverá a iniciar su trayecto, iniciando así un bucle temporal infinito.

Resulta especialmente astuto cómo Kawamura reinterpreta la dinámica mínima del juego para dotarlo de un trasfondo filosófico y humano. En ese interminable y aséptico pasillo de metro, cuya puesta en escena es acromática para acompañar su metáfora y simbología, la única anomalía posible es la de la empatía como gesto subversivo en un mundo en el que sus personajes se reflejan como NPC’s dentro de una sociedad automatizada. Con apenas cuatro pinceladas, este autor recorre un mismo pasillo existencial como mito de Sísifo, como uno de los círculos del infierno de Dante, en una atención extrema a los planos detalle para evitar justamente la repetición como alienación, e impulsarnos hacia una filosofía de la acción frente a un mundo ensimismado que se mueve en apenas tres colores…

España ya supo reconocer el talento de Kawamura en 2022, cuando se alzó con la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián por A Hundred Flowers, una obra más introspectiva y dramática. El corazón de Exit 8 también es dramático, pero su génesis es tan fantástica como trascendental.

Coincidencias de la vida, mi intensa semana por el festival de Sitges culminaba con una autora que conocí por primera vez en 2021 precisamente en aquel certamen de entonces cuando vino a presentar Earwig, película cuya abstracción narrativa desdibujaba los límites del relato para adentrar al espectador en un territorio de intuiciones. Esta vez, Lucile Hadzihalilovic exhibía The Ice Tower, un cuento helado y fantástico situado en los años 70 sobre una joven adolescente cautivada por un cuento. Huyendo de un orfanato, Jeanne se refugia en un estudio de cine donde se está rodando La Reina de las Nieves.

Seguro que el filme más accesible narrativamente de la cineasta húngara nos traslada a un universo dicotómico entre la belleza y la oscuridad con planos sugerentes y una hermosa fotografía. Enigmática tanto en sus formas como en sus silencios, se transmite una identidad capturada por la fascinación, que poco a poco irá diluyendo la realidad y la fantasía para asomarse a un abismo de apariencia gélida e hipnótica. La autodestrucción y la inocencia se encuentran en un punto de retroalimentación psicológica tan frágil como si estuviesen sostenidas por una capa de hielo a punto de quebrarse. Un filme de idiosincrasia sonámbula cuya sensibilidad onírica se erige como la firma irreductible de su directora.

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