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Narrativas fílmicas sobre derechos humanos

«Una película siempre debe defender y comunicar indirectamente la idea de que vivimos en un mundo brutal, hipócrita e injusto… La película debe producir tal impresión en el espectador que este, al salir del cine, diga que no vivimos en el mejor de los mundos»
Luis Buñuel.

Es una realidad. En casi 130 años de historia, el cine ha demostrado estar explícitamente relacionado con temas de justicia y derechos humanos. En cualquier género y desde cualquier narrativa. Y es que, si bien la manifestación de las ideas se ha plasmado durante siglos en todas las ramas del arte (pintura, literatura, música, etc.), ha sido en el cine donde ha encontrado una identidad generalizada. Es en el cine donde la sociedad se visibiliza. Dice la reconocida documentalista mexicana Tatiana Huezo: «El cine nos ayuda a acercarnos a otras realidades, a ponernos en la piel de otros y, ojalá, a empatizar«.

El cine permite contar historias de ficción del ser humano y su relación con la sociedad, y el cine de no ficción —o el cine documental— apela al registro de la realidad, a tener a los personajes, los lugares y los sonidos, entrar en el fenómeno social, en el conflicto, en encontrar los recursos para insertarnos en la historia verdadera.

Hoy el cine se ha consolidado como una industria, por sus historias, sus relatos de ficción, sus grandes producciones de efectos visuales y de grandes estrellas. En ese cine también encontramos una forma de reconocer los derechos humanos, en tanto que el cine siempre, de manera explícita, relata el conflicto de las personas con su entorno.

Desde los courtdramas o dramas judiciales, que tienen como personajes a abogados que defienden a los más desprotegidos; a quienes son inocentes y han sido encarcelados injustamente; hasta aquellos que usan artimañas para defender a criminales. O bien, las películas que no se desarrollan en juzgados o tribunales, pero que retratan los prejuicios y la discriminación de alguna época.

Y es que, cuando hablamos de dramas judiciales, pensamos siempre en aquellas películas que tienen como protagonistas a abogados, o historias que se desarrollan en un juicio. Narrativas con detectives, persecuciones, así como aquellas de asesinos seriales que revelan su identidad hasta el final.

Pensemos en Las dos caras de la verdad (Primal Fear, 1996). La historia del ambicioso y mediático abogado Martin Veil (Richard Gere), que con tal de conseguir fama decide representar gratis al joven de 19 años Aaron (Edward Norton), un acólito retraído acusado de asesinar brutalmente al Arzobispo de Chicago.

Es un referente en los dramas judiciales con distintos temas de estudio. La película examina si el sistema legal considera que está procesando a un adolescente, y si su edad y su condición mental son tomadas en cuenta durante el proceso judicial. Mientras avanza la investigación, se revela que el Arzobispo abusó sexualmente de Aaron y de otros jóvenes bajo su tutela, lo que expone un grave delito de abuso de poder y una flagrante violación de los derechos humanos de las víctimas, destacando la impunidad y el encubrimiento dentro de las instituciones religiosas. Uno de los ejes de la historia es la revelación de que Aaron tiene una segunda personalidad, «Roy», quien es el verdadero autor del asesinato. Lo que impone un dilema ético al abogado Martin Veil, pues se plantea la compleja cuestión de buscar un veredicto de no culpabilidad por razón de demencia, con tal de obtener la victoria.

Las dos caras de la verdad cuenta con todas las características de un drama judicial o película para personas estudiosas del Derecho, y es que es una realidad que existen cientos de películas de ficción; dramatizadas, recreadas, con las actrices y actores de moda; que abordan temas judiciales pero que persiguen como propósito el entretenimiento.

En este marco, ¿qué pasa cuando para este nicho se recomienda una comedia romántica? Para ello, resulta fundamental apelar a uno de los conceptos primordiales para el ejercicio de la crítica cinematográfica, que es el de «deconstruir». Un ejercicio que establece una metodología para desarmar una película, analizarla, volver a armarla y convertirla en un objeto de estudio.

Por ejemplo, ¿qué puede tener de drama judicial una película como Una rubia muy legal (Legally Blonde, 2001) más allá del nombre? Cuenta la historia de Elle Woods (Reese Witherspoon), una joven universitaria cuya vida gira en torno a su novio y a la moda. Su novio decide terminar la relación con ella porque se va a estudiar leyes a Harvard, argumentando que necesita una novia seria y Elle es «demasiado rubia» para su futuro político. Aun con la incredulidad de sus propios padres, Elle consigue acceder a Harvard para alcanzarlo y recuperarlo.

Así que, si atendemos a la premisa de la película, podemos decir que es una comedia romántica, pero si la desarmamos podremos encontrar aspectos interesantes. Elle es víctima de prejuicios y discriminación por parte de su novio y de su propia familia, al considerarla superficial y poco apta para acceder al mundo del Derecho. Un claro ejemplo de discriminación basada en estereotipos de género que actualmente es sancionada por la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), que califica como discriminación «toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer».

Uno de los momentos cruciales es cuando su mentor en la Universidad, con el fin de favorecerla en un trabajo de investigación, la acosa sexualmente. Un claro ejemplo de abuso de poder estructural en el entorno profesional y académico, que aunque ella se muestra decepcionada, hoy en día movimientos como el #MeToo actúan como catalizadores sociales para visibilizar el problema y empoderar a las víctimas a denunciar.

Durante su estancia en Harvard, Elle debe preparar un litigio. Descubre que tiene una enorme habilidad para argumentar, para investigar, encontrar y presentar pruebas de manera efectiva y dominar las complejidades del derecho procesal. Así que, más allá de una comedia romántica, aborda temas serios como la discriminación, el acoso sexual y que la ley puede ser una herramienta poderosa para el cambio social.

Una vez que se realiza el ejercicio de desarmar, analizar y volver a armar una película, la descripción y la interpretación se pueden realizar desde distintas trincheras. Desde la rama de nuestras especialidades. Un film puede ser estudiado, por ejemplo, desde el área de la filosofía, etnografía, psicología o antropología. Para las personas estudiosas de las ramas del derecho, para investigadores en materia de derechos humanos o el público en general, el cine —de ficción o documental— representa una herramienta didáctica importante y satisfactoria. Funciona perfecto como vehículo de entretenimiento y cumple una doble función cuando además se convierte en objeto de análisis y de estudio.

Es evidente que el cine de ficción ofrece narrativas legales, jurídicas, casos emblemáticos de fallos históricos en las cortes y tribunales de todo el mundo; es el mismo caso para el cine de no ficción, solo que provoca un mayor acercamiento porque sabemos que los personajes son reales, visibiliza un fenómeno real y provoca una mayor reacción.

Hoy en día, existen ficciones que utilizan los recursos del cine documental porque su intención es otorgar veracidad a sus historias. Es en el cine de no ficción, o el cine documental, el que toma como eje retratar la realidad, los testimonios, los personajes, los hechos reales, que permiten visibilizar el problema; el medio ideal para manifestar las desigualdades y las injusticias, la violación de los derechos aun sin pretenderlo.

Lo hemos visto desde sus albores. Obras pioneras como Nanook, el esquimal (Nanook of the North, 1922) de Robert J. Flaherty, que ya mostraba las duras condiciones de vida de los esquimales al norte de Canadá; Pescadores a la deriva (Drifters, 1929) de John Grierson, con su mirada cruda al trabajo de los pescadores, y la impactante Las Hurdes (Tierra sin pan, 1933) de Luis Buñuel, que expuso la extrema pobreza de una región española, sentaron las bases de un cine comprometido con la denuncia social y la visibilización de realidades marginadas.

El cine documental se fue transformando y fue cambiando sus narrativas. El desarrollo tecnológico le permitió ya no solo contar una historia como una forma de buscar justicia, sino como el medio para involucrarnos en los acontecimientos, darles imagen y darles voz. El medio idóneo para visibilizarlos. Desde la mitad del siglo XX, documentalistas latinoamericanos usaron el cine para retratar contextos políticos turbulentos, conflictos armados, dictaduras y luchas por la justicia social.

Ese compromiso se replicó en México, donde la violación de los derechos humanos se volvió una práctica recurrente, sistemática y generalizada, en la que participan servidores públicos de los tres niveles de gobierno y autoridades tanto civiles como militares. En cada sexenio, cada administración, incluso ahora mismo, el número de quejas aumenta.

Existe un documental que retrata de forma peculiar el horror de la violencia, la impunidad y el colapso del estado de derecho en México: La libertad del Diablo (2017) de Everardo González.

A través de una serie de entrevistas, la película le da voz a las víctimas (personas secuestradas y madres de familiares desaparecidos) así como a los perpetradores (sicarios, secuestradores, narcotraficantes). Lo distintivo del documental es que todos los entrevistados, tanto víctimas como agresores, aparecen en pantalla con el rostro cubierto por una máscara color piel, como las que usan las personas víctimas de quemaduras. Un recurso estético que pone a todas las personas como iguales, de la misma especie, pero con una confrontación despersonalizada con el horror de la violencia y con el dolor interno. Es algo que no vemos pero conocemos a través del relato. Las motivaciones detrás de la violencia y sus devastadoras consecuencias, revelando cómo se ha normalizado y arraigado en la sociedad mexicana, diluyendo las líneas entre el bien y el mal.

La libertad del Diablo expone la violencia estructural y sistemática; la impunidad y el acceso a la justicia, con la falta de rendición de cuentas por parte de las autoridades; el derecho a la verdad y la memoria; y esa grave violación a los derechos a la vida, a la integridad personal y a la seguridad de los ciudadanos.

Son las películas documentales las que no buscan adaptar una novela sino realizar una investigación en el lugar de los hechos. Darles voz a los personajes reales porque su fin no es entretener sino causar una reacción de las personas responsables, así como una sensibilización para la sociedad. Ese cine que casi nadie quiere ver.

Hoy, el drama judicial se entrelaza ineludiblemente con el cine y los derechos humanos. Su alcance trasciende los argumentos de audiencias y personajes jurídicos para explorar los conflictos humanos en su entorno, en su vínculo con la sociedad e incluso en su propia soledad, transformando la narrativa fílmica en un vehículo esencial para la reflexión sobre la justicia.

Por ende, al mirar una película que se sitúa en este cruce, somos invitados a trascender la pantalla, a confrontar nuestras propias ideas sobre la ley y a reconocer la universalidad de los derechos humanos por un mundo más justo.

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