Críticas

Se está mejor en casa que en ningún sitio

Los mundos de Coraline

Coraline. Henry Selick. EUA, 2009.

No han sido pocas las veces en las que el cine nos ha acercado historias de personas inconformistas que desean desesperadamente un cambio en sus vidas. En El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), Dorothy anhelaba una vida con emociones fuertes lejos de una imperturbable y aburrida existencia. El ángel de la guarda Clarence enseñaba a un James Stewart con intención de quitarse la vida las consecuencias irreversibles de un suicidio exitoso en ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946). Y el joven Josh Baskin descubrió las responsabilidades que conllevaba el querer ser adulto de un día para otro en Big (Penny Marshall, 1988). Son conocidas por todos las experiencias de estos personajes -y de otros muchos en condiciones similares-, que buscaban una vida diferente, la cual, una vez hallada, no se ajustaba al modelo esperado.

Algo parecido es lo que ocurre con Coraline, una adolescente que, como también hemos visto en una infinidad de ocasiones, no recibe, de unos padres absortos en su trabajo, la atención que merecería. Digo algo parecido, porque a diferencia de los casos expuestos, Coraline encuentra el cambio sin haberlo pedido o buscado. Otra diferencia, es que no se trata de una chica de carne y hueso, sino de una creación animada mediante la laboriosa técnica de la Stop Motion. Henry Selick se ha consagrado ya como uno de sus grandes maestros tras los previos trabajos James y el melocotón gigante (James and the Giant Peach, 1996) y, sobre todo, Pesadilla antes de Navidad (The Nightmare Before Christmas, 1995), convertida en todo un icono de la moda y la cultura neogótica.

Esta adaptación al celuloide de la novela homónima de Neil Gaiman, implica un avance en la fluidez de los movimientos de los personajes, que ya no parecen tan anquilosados y vacilantes como los de Jack Skeleton y demás moradores del País de Halloween. Los nuevos muñecos, actores de rasgos y gestos mucho más suavizados, producen la sensación visual engañosa derivada de los típicos diseños informatizados, no advirtiéndose ni un ápice de su técnica madre, la modernizada y ya no ortopédica, animación a partir de las capturas físicas.

Como figuras antropomórficas de fieltro y trapo, encontramos una pequeña colección de siniestros personajes que acompañan a la joven en su enigmática aventura. Desde unos progenitores despreocupados en la vida real, hasta otros idénticos a ellos, salvo por mostrarse increíblemente atentos con su hija en la vida alternativa que hay al otro lado de una portezuela escondida en el empapelado de una habitación, desfila una aciaga procesión de almas en pena: un raro muchacho, charlatán incombustible, un domador de ratones de Europa del Este -cuyo aspecto parece calcado de alguno de los bocetos que Terry Gilliam trazaba para Monty Python’s Flying Circus– y dos viejas glorias del espectáculo cabaretero que se dedican a disecar perritos moribundos.

Cuando Coraline cruza la puerta secreta, se encuentra con un universo mágico, donde cada persona que conoce posee un alter ego opuesto, donde todos los fracasados que la rodeaban, ahora son talentosos, donde su estéril y pútrido jardín es cuidado por unos padres que llevan a la práctica sus antes inservibles conocimientos teóricos de botánica. Un gato negro, misterioso pero juguetón, es la única criatura cuyo status permanece inalterable en los dos mundos. Quizá esta sintomática prueba fuera la que hizo recapacitar a Coraline para sustituir su inicial menosprecio por el minino por un aferramiento precavido a él, sirviendo de baluarte imprescindible para la niña cuando se percata de que no todo es tan bonito como lo pintan y que su nuevo hogar no es un paraíso de ensueño, sino una horrible ilusión distorsionada.

La historia, muy sencilla y tan reincidente que insinúa una transitoria y tontorrona impresión de dejà vu, es contada con originalidad, sin excesivas ornamentaciones ni alta pretenciosidad, y trata de eludir, con acierto, los lugares comunes. Esta apariencia novedosa se ha esgrimido como la excusa perfecta para el lanzamiento de todo tipo de merchandising y para la adaptación de la obra al cómic. Incluso el argumento potencia la comercialidad del film: la bruja de turno aprovecha para su caracterización la condición dominante de una madre real que «mandonea» sobre su marido (nunca un brujo dio tanto miedo como una bruja). Esta malvada hechicera participará con la chica en un reto, cuyo desarrollo recordará la mecánica básica de un videojuego. Una conclusión premonitoria, ya que el tirón del estreno puede haber conseguido que, a estas alturas, el trío productor -Focus Features, Laika Entertainment y Pandemonium- haya cedido los derechos de explotación a las consolas.

Para acabar, una reflexión acerca de la aptitud del film para el público infantil. No existen apenas ejemplos comparables en la corta lista del recién inventado género del terror de animación. Básicamente, contamos con un sólo antecedente: la apreciable Monster House (Gil Kenan, 2006). Las costumbres relajadas de los niños de hoy hacia temas antes tabú, como el sexo y la violencia, hacen pensar que poco puede hacer por traumatizarles una bruja no demasiado inteligente, además, en clara desventaja en comparación con el ruborizante puñado de decrepita exuberancia carnosa en paños menores, ofrecido por cortesía del par de viejitas con delirios de grandeza artística. Ahora no ocurrió pero, hace años, un imberbe servidor se hubiera revuelto en su butaca con un escalofrío, registrable en la mismísima escala Richter, ante la desmesuradamente tétrica proposición, de una madre extraña, de coserse unos botones sobre los propios globos oculares…

Comparte este contenido:

Ficha técnica:

Los mundos de Coraline (Coraline),  EUA, 2009.

Dirección: Henry Selick

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.