Críticas
Incertidumbres morales
Un simple accidente
Un simple accident. Jafar Panahi. Irán, 2025.
Un simple accidente fue la ganadora de la Palma de Oro del último Festival de Cannes. Su director, el iraní Jafar Panahi, tuvo nuevamente que rodar en la clandestinidad en su país natal ante la censura de las autoridades. Pero con brillantez, una vez más, las limitaciones logísticas consiguió reconvertirlas en un estilo personal austero de personajes, lugares y medios. Sin música adicional y recurriendo a planos fijos prolongados con escasos movimientos de cámara, el modo en que encuadra a personajes incrementa la tensión narrativa. Con una puesta en escena de apariencia documentalista, se elabora una especie de thriller de carretera dramático con toques de comedia y humor negro. En él, introduce dilemas morales sin respuestas contundentes. Así, cuestiona la validez de una venganza en la que matar o perdonar no interrumpen el ciclo. Una inquietud irresoluble rematada por una escena final tremendamente inquietante.
El filme arranca con una familia compuesta por padre, madre e hija pequeña viajando en su automóvil por la noche. De repente, chocan con algo y tienen que interrumpir la marcha. Han atropellado a un perro. El vehículo resulta averiado y consiguen llegar a un almacén para intentar la reparación. Allí, un operario cree reconocer por el sonido de la prótesis que el marido lleva en la pierna a su antiguo torturador en prisión. Y no está dispuesto a renunciar a la venganza. La cacería transformada en sainete se inicia. Partimos así del título del largometraje: por un simple accidente entendido como un hecho azaroso se desencadena una sucesión de acontecimientos muy graves que dialogan con confesiones, amenazas, perdones y represalias. Siguiendo a Ricoeur, la memoria es capaz de encenderse en los resquicios más insospechados. El título se transforma en ironía amarga que abre las heridas del pasado en un nudo de violencia, memoria y ética. El atropello involuntario se maneja como detonante de un drama moral que se derrumba como un castillo de naipes. Todo se descontrola en una especie de efecto mariposa violento desde memorias traumáticas y estructuras represivas, con consecuencias imprevisibles. El azar pocas veces se exhibe como neutro y en contextos autoritarios y opresivos puede tornarse en una carga tremendamente explosiva.

Como se ha introducido, la acción se desarrolla con muy pocos personajes: Vahid, el exprisionero político principal, Eghbal, el supuesto torturador, la familia de este y los acompañantes también víctimas que sirven para trivializar el acto de venganza en una tarea que pretenden convertir en eminentemente práctica. La incertidumbres y vacilaciones sobre la real identidad del hombre secuestrado, de Eghbal, funcionan como un dilema ético al que se le debe dar una salida. Esto es plasmado por el realizador de Taxi Teherán (2015) como un examen del alma humana, de sus motivaciones, instintos, sensibilidades, furias y benignidades. El filme se erige como un auténtico tratado sobre la venganza y sus alternativas. Una venganza que es pasional y subjetiva, buscando la reparación fuera de la justicia institucional cuando esta última deviene imposible. ¿La ejecución de la venganza funciona como reparación? ¿Libera a la víctima? ¿Es posible escapar del trauma inicial?¿Es factible el perdón? Panahi nos ofrece una reflexión profunda y madura sobre los actos privados de represalia que deben barajarse ante la inoperancia del Estado como ostentador de la violencia legítima y protector del orden social. Pero la película no se limita a quedarse detenida entre el deseo de justicia individual y el peligro de cometer una injusticia. Se duda sobre la verdadera identidad del secuestrado pero también sobre el carácter reparador de la represalia, probablemente impotente para cerrar heridas.

El filme nos ha devuelto el recuerdo de La muerte y la doncella, obra de Roman Polanski (Death and the Maiden, 1994). Allí también se arranca de la avería de un coche. En ambos films, las víctimas creen tener frente a sí a su torturador, pero carecen de certeza. Ambas se envuelven en una claustrofobia moral: Panahi en la represión iraní y Polanski en las dictaduras latinoamericanas. Los dos se plantean el significado de recordar, olvidar o perdonar y los dos enfrentan la revancha privada frente a la inexistencia de justicia institucional. ¿Puede una víctima hacer justicia por sí sola cuando la ley calla? En realidad, el asunto de la culpabilidad o no del supuesto agresor ha sido contemplado en el cine con profusión. En Mystic River (2003), Clint Eastwood traslada la acción a Boston en un drama en el que un hombre busca al asesino de su hija para actuar según sus convicciones; en Serpent’s Path (La voie du serpent, 2024), Kiyoshi Kurosawa, en un remake de un largometraje suyo, se sitúa en París también con la búsqueda del culpable por un padre tras el brutal asesinato de su hija; Park Chan-wook, en Oldboy (Oldeuboi, 2003), igualmente reflexiona sobre la venganza en la segunda parte de su trilogía, con un protagonista obsesionado en torturar y matar a su raptor…

La obra también contiene la paradoja con el motivo de un parto. La simultaneidad del nacimiento y el posible asesinato crean un efecto grotesco, característico de un humor negro: vida y muerte rozándose en un mismo gesto narrativo. Lo absurdo, como la incorporación de los novios vestidos a tal efecto, o el chirrido de una pierna artificial como indicio de autoría, el tono práctico que utilizan los personajes como en el fallo en la elección de la cuerda que choca con la brutalidad de la que hacen gala, las absurdas quejas del supuesto torturador por el frío o las incomodidades frente a la posibilidad de que sea ejecutado… Formas que utiliza el autor para descolocar a los espectadores y ofrecerles vías de escape frente a la espesura y oscuridad del relato… Lo caótico de la realidad se impone ante cualquier plan de venganza, ante cualquier voluntad de aniquilar. Y el azar exhibe la incapacidad de reducir al otro a la pura abstracción de enemigo. Destrucción y compasión como dos términos antitéticos que se dan la mano gracias a la inteligencia del realizador. El enemigo muestra su “otro” rostro, aquel que le vincula a la vida como ser humano. Como sostiene Lévinas, la alteridad nunca se anula.
El realizador iraní convierte la ambigüedad en metáfora de la impunidad estructural. Pero también construye un alegato en contra de la venganza privada y en favor de la memoria política. Pero además, duda sobre la tesis de Hannah Arendt en la medida de que esta ofrece solo una vía para clausurar la violencia: el perdón, única herramienta, según ella, capaz de poner fin a la cadena de la espiral interminable de represalias. Convirtiendo lo doméstico en espacio de tortura (la casa, la carretera, la furgoneta), con una mínima intervención para ahondar en una tensión realista, Panahi enfrenta al espectador a los dilemas sin distracciones. Tras el linchamiento, el posible indulto puede no interrumpir la sucesión de violencia de la que habla Arendt. No cancela ni el trauma ni la violencia. En la insuperable y sobrecogedora escena final, Panahi convierte un eco sonoro traumático en trágico. Un sonido repetitivo en fuera de campo deja voluntariamente sin resolución la posibilidad real de una represalia o la persistencia de una reverberación imaginaria. Con tonos crepusculares, cámara fija, sin apoyo musical y en la penumbra, la amenaza se esconde en lo que no se ve pero quizás sí que se escuche. Puede que sí, puede que no. Ni el linchamiento ni el perdón parecen resolver el pasado. Quizás solo sea posible, como señala Paul Ricoeur, la justicia pública como salida.
Tráiler:
Ficha técnica:
Un simple accidente (Un simple accident), Irán, 2025.Dirección: Jafar Panahi
Duración: 105 minutos
Guion: Jafar Panahi
Producción: Coproducción Irán-Francia-Luxemburgo; Les Films Pelléas, Bidibul Productions, Jafar Panahi Film Productions, Pio & Co, arte France Cinéma
Fotografía: Amin Jaferi
Reparto: Ebrahim Azizi, Madjid Panahi, Vahid Mobasseri, Mariam Afshari, Hadis Pakbaten, Delmaz Najafi, George Hashemzadeh

