Según los antiguos filósofos, la cuestión de la felicidad se basaba en el justo medio. La idea, por supuesto, era la de evitar lo “demasiado”, o sea producir una cantidad que no fuera ni mínima ni máxima, ya que tanto ofrecer poco como ofrecer más de lo aceptable significaría encontrar el malhumor, la náusea, la falta de una justa y correcta saciedad. Una cuestión que se inserta también en la producción de material, de productos (fílmicos, en nuestro caso), que a veces no resultan ser bastantes (queremos más) o, lo cual es peor, que nos atropellan por su casi infinita cantidad. Algo que nos recuerda, para los que amamos el buen cine, al personaje de un sketch de la última película de Monty Python, donde un hombre obeso sigue comiendo y vomitando, hasta un final horrendo. Quizás la cuestión de este sinfín de películas de superhéroes, casi todas iguales, con los mismos patrones, con las mismas ideas, con los mismos diálogos, un día resulte formar parte del pasado y se pueda mirar tanto hacia el presente como hacia el futuro con aquella misma esperanza que nace cuando, efectivamente, sabemos que estamos a punto de ver una obra artística, algo que merece la pena ser visto.

Y es que ya, desde los primeros segundos de este producto sin alma alguna, se nota cómo no podemos sino suspirar y pensar si las dos horas van a acabar más velozmente de lo normal, para que podamos salir a la calle y dedicarnos a mejorar nuestra vida tan solo respirando un poco de aire fresco. Es, efectivamente, una película aburrida que se disfraza de edgy (provocadora, para los que no hablan inglés, algo natural si tenemos en cuenta que estamos escribiendo en español) y que acaba siendo la representación de un vacío narrativo. ¿Qué es lo que nos ofrece la estructura de este cuento, efectivamente, sino un amontonamiento de cameos y malos (pésimos, pueriles) chistes, de situaciones que nos hacen bostezar, y de una voluntad de ser “meta”, algo que, después de la enésima vez que intentan proponernos lo mismo, resulta ser insufrible? Ojalá estuviera presente un poco de verdadero humor, supuestamente negro, y no lo que nos ofrecen, una especie de carnaval infantil que se derrita bajo el sol del ojo aburrido.

Si quisiéramos controlar la estructura en la que se apoya la película, notaríamos cómo la mayor parte de lo que se nos ofrece resulta ser inútil. La casi totalidad de las escenas son, efectivamente, un producto vacío que prefiere mostrar algo que no ayuda a que el discurso fluya, sino que intenta presentar un gag después de otro gag. Y, después de cierta nauseabunda saciedad que alcanzamos en los primeros malos minutos, la lluvia de malos diálogos (o monólogos) nos harán sentir como si estuviéramos viviendo dentro de una repetición infinita de la que parece imposible salir, como si de un bucle temporal se tratara. El uso de canciones pop, la osadía de usar malas palabras sin que estas tengan efecto real (que el destino de nuestro sistema solar nos libre de los edgelords, los que provocan solo para provocar, resultando ridículos sin que se den cuenta) y una violencia que no logra resultar divertida no logran regalarnos sino un dolor de cabeza llegados al final, algo que nos empuja a oír reverberando en nuestros oídos el vergonzoso atrevimiento de Scorsese cuando dijo que los filmes de superhéroes no son, efectivamente, verdadero cine. Quizás el objetivo de este producto haya sido mostrar que el italoestadounidense tiene razón (y en este caso no podríamos sino afirmar que la misión ha sido cumplida perfecta y rotundamente).

Deadpool es un personaje que solo tiene una dimensión narrativa. No logra ir más allá y se define por un par de características que se repiten ad infinitum provocando malestar psicológico. Esta tercera entrega intenta jugar con el aspecto “meta” (metanarrativo, metacinematográfico) usando todo lo que se pueda usar del gran abanico que nos regala el mundo pop, y en el intento quiere jugar también con la historia de Fox y de sus mutantes. Se trata, entonces, de un producto que quiere ser algo entre un peán y un canto fúnebre, mezclando lo que fue y lo que hubiera podido ser, como si de una lección de posmodernismo se tratara. Sin embargo, utiliza las peores estructuras del posmodernismo mismo y bucea en un mar de manierismos kitsch, infantiles, aburridos y molestos. Es un espectáculo que podría gustar en el “durante”, cuando las luces nos ciegan y quedamos atrapados por los colores, pero que pierde toda su teórica bondad ante un análisis más lúcido, más calmo. Demasiados problemas, entonces, en una obra que no sabe darnos nada nuevo y que acaba siendo como una indigestión de azúcar: puede que nos guste inicialmente, pero nuestra sangre clamará por algo más salubre.

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