Que Romero sea el padre de los zombis es tan obvio que se ha convertido en un truismo. Suya es la paternidad de saber juntar la crítica social con la presencia del horror, mostrando adecuadamente que el ser humano puede ser, en determinadas ocasiones, una bestia de entre las peores. Y es verdad que Romero, antes de su muerte, produjo tres filmes que supuestamente forman parte de una segunda trilogía y que, no se sabe bien por qué, poca o escasa fortuna han tenido hasta hoy con la crítica, si bien sus estructuras narrativas y cinematográficas siguen la vía que el maestro había abierto durante su edad más joven. Y verdad es también que Romero es quien supo actuar como inspiración (a la par de la criatura de Raynal) para la serie de Resident Evil, de la cual se supuso que él mismo rodaría una (¿la primera?) transposición a la gran pantalla. Un proyecto que hundió dentro de lo “si solo lo hubieran hecho” y que nos deja poca felicidad ante lo que efectivamente el mundo de Sony nos propuso con la infinita serie de malas películas de las dos primeras décadas del tercer milenio.
Quizás la cuestión se deba a que a alguien no le había gustado el guión de Romero, o quizás el problema se encuentre en otros lugares. Lo que sí tenemos es un guión con una voluntad de dejar que fluyan, lo más posible, las características típicas de estos juegos (en el caso presente, de la primera entrega de Playstation) dentro de una estructura narrativa que se acerca a la versión original, sin olvidar la necesidad de cambiar algunas de las piezas del juego. Se trata, obviamente, de un work in progress en el cual, por su misma manera de ser, las cosas pueden (tienen que) cambiar, tan solo para ajustar algunas de las partes más flojas (como pueden ser, en este caso, algunos de los diálogos de los personajes, o la presencia de un sentido del humor que poco tiene que ver con lo que está pasando). Sin embargo, se nota la voluntad de crear algo con dos elementos precisos que lenta pero inexorablemente se asoman en el movimiento de la historia : la cuestión de la crítica social, si bien aquí un poco superficial, y el gore, la sangre que explota en unas imágenes cruentas.
El Resident Evil de Romero es, entonces, una obra que parece tener más las características de las leyendas del cine y de aquel torbellino de curiosidades que se amontonan en el profundo barranco del behind the scenes. Quizás hubiera podido ser algo memorable, o tan solo una obra decente, algo que nos hubiera permitido ver un producto que más se acercara al “sentimiento” original de la serie de videojuegos. Sin embargo, hablar de posibilidades, si bien borgesiana, es una cuestión que poco espacio deja a lo que efectivamente hubiera podido pasar, ya que el producto final no siempre se parece a los primeros pasos movidos dentro de un camino que no sabemos adónde nos puede llevar. Queda, entonces, la posibilidad de leer y dejarse llevar por unas ideas que nacen del laberinto de un guión basado en un videojuego que se inspira en la obra del guionista mismo.



El Resident Evil de Romero fue algo que hubiera podido ser. Una idea, por supuesto, que tenía dentro de sí la posibilidad de ofrecer al público algo capaz de unir el mundo de Capcom con el del padre de la saga de los zombis. Por supuesto una unión teórica, ya que de dos mundos diferentes se habla, entrelazado el de los videojuegos con el de la gran pantalla por una cuestión de homenaje al maestro del cine de horror (más correcto sería el apodo godfather). Y es que, como cualquiera sabe, el proyecto nunca logró ir más allá de un guión que fue rechazado completamente y que fue sustituido por las ideas (peores, lamentamos decir) de un Anderson que no supo ofrecer nada interesante, nada estimulante y, sobre todo, nada efectivamente horrorífico. Lo que se nos presenta hoy en día, entonces, es una saga cinematográfica que nada que ver tiene con los elementos originales y que, después de unos intentos de reboot en el cine y en la televisión, hasta ahora parece no haber tenido mucha suerte. Es lo que pasa (sería interesante analizar el porqué) en el caso de la gran mayoría de los productos basados en los juegos digitales.

Hay que preguntarse, una y más veces, hasta qué punto es correcto hablar del peligro de resultar infantil, incapaz de promover una correcta visión del mundo. Una cuestión, que claro quede, que no implica la pérdida de la inocencia, sino de darse cuenta de que, efectivamente, hay cierta diferencia entre lo ridículo que es tratar a los niños como si idiotas fueran y darles algo con lo cual poder crecer y aceptar el hecho de tener que acercarse a una realidad menos azucarada. Resulta entonces fundamental la idea según la cual los más jóvenes no son cándidos elementos de un mundo que les corrompe (a la basura Rousseau y sus teorías sobre la bondad natural del hombre que tan mal le hicieron a la filosofía política de la anarquía, a él prefiero homo homini lupus) y quizás haya que preguntarse si no sería mejor volver a leer los cuentos de antaño, en los que la muerte, la violencia y algunas manchas de sexo (y de sexualidad) se levantaban para que los más pequeños se acercaran a una visión del universo no solo “adulta” sino más bien real. Efectivamente, si les ofrecemos solo azúcar nos vamos a morir de diabetes.
