En un remake de un filme basado en un guion teatral (me refiero a Sleuth), no muy amado por la crítica, pero de buena hechura según quien está escribiendo este artículo (¿quién tendrá razón?), los italianos tenemos en nuestra sangre la necesidad de vengarnos. Resultaría entonces justo que películas de este tipo sean analizadas por una persona que supuestamente es italiana (algo que no significa nada, ya que la mixtura genética de esta península es increíble, creando islas étnicas dentro de un océano de otras islas similares), lo que lleva a una consideración más global: ¿es que, efectivamente, la venganza es algo que solo nos pertenece a quienes vivimos por debajo del borde natural de los Alpes? Quizás se trate de un elemento más bien humano, parte integrante casi biológica de toda persona. Una visión, de hecho, que se inserta en la cuestión de la retribución, de ver al malo pagar por sus crímenes y así tomar en nuestras manos el acto necesario de redistribuir la justicia y hacer que el mundo en el que vivimos se rija sobre el concepto de “mereces morir y por esto tienes que morir”. ¿No es, efectivamente, una novela francesa la que nos presenta a uno de los personajes más vengativos de las creaciones literarias? (El conde, por supuesto, el de Monte Cristo, escrito por mano de un monsieur de sangre mixta).

La película de Patel, entonces, se inserta en la larga tradición de vengarse, de buscar una solución a un evento negativo por el cual la vida del protagonista ha sido manchada. Se trata de un viaje que parte de la idea de autodestrucción y destrucción del mal para después desarrollarse en una necesaria repetición del concepto griego (y, quizás, los amantes de las tragedias puedan encontrar algunas semejanzas aquí) de “conocerse a sí mismo”, lo cual, por supuesto, nos lleva a tener una visión más clara del concepto de self control, aquí encarnado por la capacidad del protagonista de convertirse en un verdadero justiciero con una maestría increíble en el uso de su cuerpo. Y, de hecho, esta película es una narración que se basa, en parte, en la acción, la de mover nuestras manos y nuestras piernas para pegarles a los malos y garantizar la satisfacción visual del público. Hay entonces una mixtura bien dosificada de sangre y de movimientos de los cuerpos con la presencia de una estructura que se mueve, hasta donde sea posible, más allá de lo ya conocido.

Y la cuestión es que, además de las escenas brutales (y estéticamente muy bien logradas), la estructura de lo que se nos presenta resulta ser bien construida, dejando claro un aspecto fundamental de todo tipo de narración (audiovisual o menos): lo que se nos cuenta es una historia y el simple aspecto de acción tiene que insertarse en un andamiaje capaz de sostener el peso de su trama. Monkey Man se desarrolla así dentro de la cuestión de la venganza, tema del que todo hombre participa (no solo los italianos, repito): no estamos, entonces, ante un filme de acción que incorpora el aspecto vengativo, sino en un filme de venganza que se establece en una estructura de acción. Lo que deriva de todo esto es, eso también, una demostración de que este producto logra tener una serie de elementos diferentes con los cuales proponer un objeto narrativo más variado: el setting indiano, la presencia de lo político y de las castas, la distinción entre el mundo de los ricos (malos) y de los pobres (buenos), con una dicotomía bien marcada y simple de reconocer.

Hay que preguntarse, por supuesto, si todo esto clasifica el filme también como denuncia social o más bien principalmente como producto de diversión. Efectivamente, la presencia de lo histórico-cultural se inserta en una lectura un poco superficial que crea un trasfondo sobre el cual se desarrolla el acto de venganza. No estamos ante una crítica profunda, pero, sí, es correcto decir que el conjunto narrativo permite entrar en contacto con un mundo tan reconocible (por la cuestión de lo humano, de lo global) como diferente (por la presencia de lo étnico, de lo ya citado histórico). Quizás sea más correcto hablar de un producto que se abre y cierra dentro de sus bordes y que, a los que amamos la violencia no gratuita y la acción bien coreografiada, logra ofrecernos casi dos horas de una justa búsqueda de retribución. Que los chorros de sangre fluyan, entonces, y que el efecto final nos muestre el valor de una venganza sobre la que, a lo mejor, más palabras hay que verter dentro de una sociedad humana con sus problemas y su necesidad de encontrar unas soluciones.

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Mala tempora, se podría decir. Cuestión de que, efectivamente, la mayoría del público (quienes permiten que se les vendan billetes) supone que el movimiento del papel dibujado hacia la pantalla solo se basa en la traducción al lenguaje visual de los (muchas veces poco interesantes) superhéroes (y lo digo rodeado de un numero bastante alto de libros de estos personajes, más bien como razón de carácter histórico). Mala tempora ya que la realidad es que el mundo comiquero, del arte de las novelas gráficas (o, como prefiere Moore, de los tebeos, traducción esta que bien se sintoniza con el original inglés proletario de comics) más amplitud y profundidad tiene, más alcance, más vastedad de horizonte(s), ya que, como en el caso de la literatura en prosa, la de los balloons tiene una red de diferentes identidades, propuestas y temáticas. Sobre todo, se podría decir, en el underground americano, en el europeo (que bien se une a las escuelas sudamericanas) y en el asiático, del cual proviene, obviamente, Oldboy.

Es la necesidad de saber quién ha hecho qué, de saber la razón que lleva a una persona a ser encerrada durante mucho (demasiado) tiempo en una cárcel que es un simple piso (pero sí, la televisión puede ayudar a no enloquecer). La detonación de la pregunta principal, de la necesidad de encontrar la respuesta, se une así al espíritu de venganza, creando un lienzo sobre el cual se va dibujando el problema de una sensación de malestar de la que no parece posible deshacerse. Y es que, efectivamente, esta sensación se debe a lo que el protagonista mismo se pregunta : ¿qué he hecho yo para merecer esto? Y si parece no haber una respuesta clara, una visión precisa, esto aumenta la necesidad de encontrar, ver y aceptar una culpa que no puede sino ser, completa y precisamente, un acto de remisión de los pecados dentro de un juicio basado en un crimen real. O, más sencillamente, todo parece indicar, en el sendero trazado por la historia, que la cárcel no habría sido nada más que un castigo sádico.

Y es la venganza de arriba la que parece abrir paso a una consideración sobre lo que hace que el hombre sea lo que es. Venganza de quién, podríamos preguntarnos, en el juego entre protagonista y antagonista, sin saber bien qué está pasando. Una oscuridad que lentamente se deja despojar, proponiendo un cuadro más limpio sobre el cual se nos pide que pongamos los ojos y emitamos un juicio final. Porque, por supuesto, la cuestión, más allá de misterios y venganzas, puede también resolverse en la necesidad de saber hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar lo complicadas que pueden ser la relaciones humanas. Difícil desatarse de pensamientos culturales, morales, éticos, sin aceptar que a veces nuestros mismos pecados son los que nos permiten seguir hacia delante en las relaciones interpersonales, en especial manera, las sentimentales. Y, dicho sea, para que quede claro, el juicio puede caer en la dificultad de aceptar lo inaceptable, hasta la absurdidad de perder cualquier posibilidad de comunicar lo que tendría que ser rechazado.

Podría parecer poco lógico o racional lo que se acaba de leer. Y es así que tiene que ser, ya que el torbellino de sensaciones que una obra maestra como esta nos suscita se basa no solo en un elemento general estético de óptimo nivel, sino en la absurdidad de lo que se nos ofrece como estructura tanto narrativa como temática. Habría que cerrar los ojos y temblar, una vez llegados a los últimos y terribles minutos. La presencia de la violencia, entonces, se distribuye no solo en las imágenes, sino también en la voluntad de proponer algo que, efectivamente, nos provoca cierta incomodidad moral y social dentro de nuestras mismas entrañas. Algo que, afirmémoslo, nos lleva a reconocer en Oldboy la presencia de un andamiaje que sostiene una obra que va más allá de lo cult y que se inserta en la consagración de lo verdaderamente artístico. Obra de arte, en otras palabras, que nos habla de sensaciones, de voluntad de venganza y de sadismo hasta provocar cierto dolor sublime.

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