La imagen es un elemento que se desarrolla a través de nuestros ojos. Vemos y, por ende, adquirimos la representación de lo real. Se podría hablar, por supuesto, sobre el carácter estético de la imagen (estética filosófica), así como sobre el valor de la verdad y de la realidad. Se podría, repitamos, hasta la saciedad, sin encontrar un punto de acuerdo a través del cual sentirnos todos satisfechos, habiendo alcanzado aquel momento de unidad mental que se refiere a la aceptación de un único teorema sobre el tríptico imagen-interpretación-realidad. Sin embargo, la cuestión misma del acto de ver y de experimentar la realidad se entremezcla con la cuestión de la historia como momento de progreso del ser humano en cuanto ser social y político, una cuestión, dicho de otra manera, que supone el valor de testigo de la cámara moderna (con la que se graban las imágenes) a través del ojo biológico que está en relación con ella, tanto en el elemento del director como en el del espectador. Y es así que, efectivamente, esta cámara moderna nos propone grabar el paso del tiempo sin problemas por lo que definimos a través del concepto de dolor, sufrimiento, exasperación y frustración.
El ataque brutal de la Federación Rusa y del gobierno de Putin en contra de la República Ucraniana forma parte ya de la historia universal, no solo del mundo occidental. Es, guste o no, un conflicto mundial, ya que se enfrentan dos ideas, la de la represión política y de los mecanismos de falsificación de la realidad, por un lado, y la de la necesidad humana de libertad y de acercamiento a la verdad, por el otro. Y es por esto que, en el fondo, no puede sino ser este documental tan violento como necesario: la verdad de lo que pasó en Mariupol y de la vida diaria de los ciudadanos de una nación que se vio atacada sin motivación real alguna, sino bajo una serie de pretextos con los que esconder la realidad de las acciones ilegales, amorales y, por supuesto, inútiles. Una visión, esta, no tanto de carácter universal, trascendental, sino completa y profundamente humano, en el cual se instala el tener que darse cuenta de que, sí, el mal existe, y tiene el rostro de nuestro vecino, así como el bien, que tiene el de quienes arriesgan su vida por salvarnos, ayudarnos o tan solo no permitir que caigamos en el olvido.
Y es el olvido al que tenemos que enfrentarnos, una lucha esta debida, desafortunadamente, a dos causas humanas, terribles de por sí y tan mediocremente ínfimas. Es el olvido que se instaura en el paso del tiempo y que hoy (o a lo mejor como siempre, en la historia de la humanidad) nos lleva a perder el contacto con las imágenes visuales y orales que nos relatan la enfermedad del ser humano, así como del juego de la mentira con la que se intenta borrar la relación entre la imagen misma y la realidad que se propone representar. La acción que se desarrolla en la pantalla, entonces, se convierte en la necesidad de mostrar (y demostrar) el mundo así como es, como fue y posiblemente como vaya a ser (la maldad humana no va a desaparecer, es parte biológica de nuestro ADN) si nos permitimos olvidar lo real y la matanza de la carne civil en las calles de una ciudad poblada por seres que respiran usando el mismo aire que nosotros.
Veinte días que no hay que olvidar, que no podemos dejar que se amontonen en el rincón de lo que pasó y no queremos ver. Si la cámara es el testigo de la sangre, esto no puede sino llevarnos a asumir nuestro deber de ciudadanos, de hombres y mujeres libres, de defensores de lo justo y de lo verdadero, y convertirnos a nosotros también en otros testigos, para que la muerte de los inocentes no se disuelva en el charco de lo que fue y de lo que no vamos a discutir para seguir viviendo sin pensar que algo así puede pasarle a todos, casualmente. Y si, durante la visión, nos llegara la necesidad de cerrar los ojos, de llorar, de vomitar, de negar la realidad de las imágenes que vemos desde la posición de nuestros cuerpos sentados allí donde la guerra (todavía) no ha llegado, que la violencia de la verdad nos sacuda, entonces, y nos obligue a seguir teniendo los párpados abiertos, para que ni una sola imagen desaparezca del acto de testimoniar a los que hemos sido llamados a formar parte.