Una de las dificultades a las que tenemos que enfrentarnos en el desarrollo de una crítica es la creación de una estructura que ponga en relieve los pros y los contras de un producto. Sin embargo, puede pasar que esta dificultad se vuelva más dura, más áspera, ya que la situación que se nos presenta no es la de una obra buena o mala, sino de una que podría gustarle a mitad del público y ser odiada por la otra parte, y esto no por problemas técnicos, sino por su hechura, por la visión artística del director. Se trata, afortunadamente, de situaciones de carácter muy anómalo, una rareza que, si bien puede ser difícil de controlar y resolver, nace solo en muy pocos (y escasos) casos. Pero, cuando sí lo hace, cuando se abre en todas sus formas ante el crítico, esta obra insólita no permite llegar a un resultado claro o que, por lo menos, ayude claramente al lector (se entiende el lector de una crítica) a decidir si lo que se le propone podría gustarle o menos. Una dificultad, entonces, que si tuviera que ser resuelta solo por una persona, llevaría a poner en peligro todo el conjunto de relaciones de confianza que se ha ido creando entre crítico y público.
La película de Terrence Malick presenta así este problema (pero esto el lector ya lo había entendido, si no, ¿por qué empezar así esta charla?). No se trata de problemas evidentes, sino de una decisión autoral y artística que podría encontrar cierta afirmación de su ser por parte del público tanto como su rechazo (rotundo, completo, inapelable): Knight of Cups es entonces algo que puede funcionar para ciertas personas, exactamente como podría no funcionar para otras. Si la fotografía es innegablemente excelsa, si los actores cumplen con sus deberes y nos dejan una sensación de necesario reconocimiento de sus habilidades, la dirección de Malick podría hacernos pensar que algo no ha funcionado bien, como si el ego del director hubiera silenciado cualquier crítica (teóricamente justa) para que el viaje psicológico del protagonista se viera reducido hasta un nivel aceptable. Efectivamente, casi dos horas con un movimiento mental que, por la falta de momentos decisivos, nos lleva a decir que, al fin y al cabo, no sucede nada, podrían resultar muy pesadas para parte del público. Quien ama la acción, entonces, mejor si se aleja, pero lo mismo tiene que pasar con los que aman los diálogos (en el filme hablan muy poco).
Pero, ¿qué pasa con los que aman indagar en la psique del ser humano? Desde este punto de vista Knight of Cups es una joya, y podríamos tener razón si quisiéramos decir que la película logra (o logrará) obtener el estatus de cult. No hay que equivocarse: lo que Malick nos cuenta es una historia interesante que antepone las imágenes a la acción y que, sobre todo, le pide al público que se deje atrapar por lo que está viendo pero no en forma pasiva, sino teniendo despierto su cerebro, captando todos los detalles que la pantalla nos está dando paulatinamente. No se puede negar, entonces, la fuerza fundamentalmente catártica de esta obra (¿de arte?), capaz de presentar una vida, la del protagonista, sin querer emitir unos juicios. Si hay una moraleja al final de este viaje, esta se encuentra en la lectura que le da el público, y no en una proposición bastante clara (hasta vulgar, algunas veces) que sale de la pantalla con un trazo definido.
Pero, sería incorrecto decir que esta investigación psicológica no se basa en algo concreto: la realidad es que Knight of Cups está lleno de acciones, pero no las a las que nos hemos ido acostumbrando a lo largo de la historia del cine. Si lo que queremos es ver a nuestro héroe levantarse de la cama y en la escena siguiente estar ya en su coche, Malick prefiere concentrarse en aquellos elementos que definimos secundarios, innecesarios. El director los carga así de una serie de significados que subrayan cómo lo que nos define en tanto personas no son momentos inesperados y de breve duración, como puede ser la elección repentina ante una pista que se divide en dos direcciones (¿cuáles vamos a tomar mientras el coche viaja velozmente?), sino los movimientos que llenan nuestra vida, más modestos, sí, pero más profundos en lo que se refiere a la clave de acceso a nuestra personalidad.
Desde este punto de vista, entonces, Knight of Cups es una película que merece la pena ser vista, ya que el desarrollo lento permite apreciar con más profundidad el final, permitiéndonos obtener una lectura global no solo de la historia que Malick acaba de contar, sino también de la nuestra. Aquel sentimiento de insatisfacción que impregna los ojos tristes de nuestro protagonista no carece de la calidad necesaria para que se hable de epifanía, una acción psicológica, esta, que nos acompañará también acabada la visión. Funciona, entonces, esta obra de Malick, sea desde un punto de vista técnico que desde un punto de vista de significado, de valor intrínseco. Pero, el problema de la película es que está hecha solo para un público específico, para alguien capaz de aguantar dos horas con un ritmo flemático (¿fastidioso?) y llegar así hasta el final. Los otros que se abstengan.