La presencia de un protagonista se define, normalmente, por la que se podría llamar “construcción de una personalidad”, y esta, desde un punto de vista cultural, se basa en sus primeros momentos en la concreción de un nombre con el cual definir la presencia no solo del cuerpo (la persona es materia biológica) sino también de la mente (la persona es un conjunto abstracto, ideas que nacen de un contexto y que, al mismo, tiempo lo modifican). Resulta así necesario crear una serie de nombres capaces de evocar ciertas sensaciones en lo que se refiere a la producción artística de la ficción y no solo: Napoleón se revela así una palabra cargada de significado exactamente como un simple Don Vito Corleone. Platicar de Hannibal Lecter nos facilita un reconocimiento intelectual (saber de quién se habla) que nos lleva a una lectura más simple (hablo de él y solo de él) y, sobre todo, aceptable desde un punto de vista cultural.

De hecho, el concepto de nombre forma parte de nuestra cultura. No se trata así solo de una cuestión histórica, sino más bien psicológica, antropológicamente necesaria: yo soy quien soy porque me llaman así, porque me dan una palabra con la cual es posible acceder a mi personalidad. Y no soy yo, sino el señor o la señora X; si esto faltara, entonces mi presencia resultaría inexistente desde un punto de vista cultural, ya que la pérdida de un nombre llevaría a la pérdida de la personalidad. Piénsese, por ejemplo, a la imposibilidad de comunicar entre dos personas que hablan lenguas completamente distantes (y distintas), como el chino y el portugués. Sería necesario, entonces, recurrir a los gestos, a los movimientos del cuerpo indicando hacia dónde los ojos tienen que ir, hasta dar en el blanco del objeto o de la persona a los que nos queremos hacer referencia. Dificultad de relación, entonces, caída de la estructura lingüística que nos permite el intercambio de informaciones.

Pero, un nombre define también nuestro formar parte de un mundo (el mundo humano) y de una sociedad (la china, la española, la mexicana). Quedar sin nombre significaría así no poder ser un elemento real, concreto, de aquella estructura típicamente abstracta que (se) rige (sobre) la especie humana en tanto modelo de interconexiones entre personas. Si yo soy quien soy, esto se debe a que es posible reconocerme e identificarme gracias a un conjunto de sonidos capaces de definirme. Si bien este conjunto puede ser repetido para muchas otras personas (mi nombre, de hecho, se repite en otros), de todas formas es un paso fundamental sin el cual sería imposible la concreción, como hemos dicho, de mi personalidad, de mi ser más íntimo como también de mi ser social.

La falta de esta característica en la trilogia del dollaro de Leone en lo que se refiere al personaje (a veces) principal, el biondo (rubio) protagonizado por Clint Eastwood, no puede así ser un simple vicio de forma sin ninguna repercusión en la recepción de la obra total. Si por un lado resulta correcto hablar de un simple mecanismo de repetición (Eastwood es el pistolero en todas las entregas), esto nos permite también intentar analizar el significado que el público recibe (experimenta) ante la falta de un elemento tan importante. Efectivamente, un protagonista sin nombre (o casi) se parece a una injuria.

En el primer episodio, Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), Eastwood tiene sí una palabra capaz de definirlo, pero no resulta ser ni muy atractiva ni muy profunda. Él es simplemente “Joe”, un nombre bastante común que no nos lleva a pensar en ninguna característica sobresaliente (el average Joe en Norte América es una manera de hablar del “tipo común”). En este caso no estamos ante la perdida completa de la personalidad, sino ante la necesidad de insertarse en un discurso de casi “anonimia”. Si Eastwood es Joe, los antagonistas tienen una presencia más rotunda, más completa, ya que, por ejemplo, Gian Maria Volontè es Ramón Rojo, un hombre que no solo tiene un nombre, sino que además puede lucir un apellido. La diferencia entre los dos personajes, entonces, es la que nos revela como el protagonista es casi un don nadie, mientras que los malos tienen una presencia y una personalidad más concreta. Ellos existen en tanto parte de una sociedad, mientras que él (nuestro Eastwood) se sitúa en los márgenes.

El cambio hacia la despersonalización se encuentra en un estado ya más profundo en el segundo filme, La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965). Aquí los protagonistas son dos, Eastwood y Van Cleef, y se puede notar como el primero es simplemente Monco, mientras que el segundo es el coronel Douglas Mortimer. Monco en italiano significa persona que sólo tiene una mano, y aquí se usa para subrayar el hecho de que si bien Eastwood tiene ambas, cuando dispara sólo usa la izquierda (una buena traducción sería “zurdo”). Van Cleef, entonces, es una persona no solo con hombre y apellido, sino con un título oficial (coronel), mientras que Eastwood se presenta como un ser vivo, sí, pero que no tiene ninguna relación, otra vez, con la sociedad.

Esta falta de personalidad social (¿cultural?) sigue con su presencia en la última parte de esta trilogía teórica (de hecho, se trataría de tres películas diferentes, no de una única historia). Eastwood es il biondo (Blondie, el rubio), mientras que su compañero, Eli Wallach, es simplemente Tuco. Ambos, entonces, no tienen algo que los defina fuera de sus apodos, ya que también Tuco es un nombre ficticio, algo creado solo para la película. En El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966) esta pérdida se presenta así no solo en nuestro bueno, sino también en el feo (Wallach) y hasta en el malo, un Van Cleef que aquí pierde su construcción social (nombre y apellido) para ganar un apodo (“Sentenza”, o sea “Sentencia”), algo que ya le había pasado al Volontè de la segunda entrega (allí se llamaba simplemente “Indio”).

Esta pérdida de identidad, desde un Joe a un Monco-Indio a un Rubio-Tuco-Sentencia, se define entonces como la sensación de estar ante unas obras capaces de cambiar las estructuras de la normalidad estratégica de las reglas de la ficción: dicho de otra manera, Leone pone de manifiesto nuestra necesidad de darle una identidad aceptable a los personajes, y dándoles a estos unos apodos juega con el concepto de anonimia que, obviamente, llega a desaparecer por su propia presencia. Efectivamente, son más anónimos los que sí tienen un nombre y un apellido que los que, por su parte, no los tienen. Recordamos así al protagonista de Eastwood (il pistolero) porque es el protagonista, mientras que los malos solo son malos, los que intentan matar al bueno.

Esta anonimia, además, indica la situación relacional de los personajes, seres que viven en el borde (Joe) entre la comunidad humana y su desaparición, o que hasta se sitúan completamente al otro lado, lejos de nuestra estructura social (Monco y El rubio). Estos personajes, entonces, simbolizan a quien no forma parte de “nosotros”, lo cual significa una ruptura entre el mundo organizado, jerarquizado, y el mundo anárquico, representación esta del significado profundo de los filmes de Leone, el éxtasis concreto del cine y de la literatura de evasión, escapismo lógico y, por esta razón, imposible de rechazar. Su anonimia es la confirmación de que para ser grandes protagonistas de historias de serie B no es necesario tener un nombre; todos podemos serlos, ya que nada nos impide formar parte de una aventura, ya sea en forma real ya sea simplemente a través de aquel sucedáneo que se llama cine.

Sin embargo, hay otra función que se adscribe al uso de apodos en la trilogia del dollaro. Esta estructura se deba quizás a la forma histórico-cultural de Italia: no existen, de hecho, grandes héroes cuyos nombres se transmiten de una generación a otra, perpetuación del “complejo del audaz”. El pueblo italiano tiene sí sus referencias, pero se trata de artistas, de escritores, poetas, pintores o escultores. Personajes como los de Eastwood, protagonistas de una historia secundaria, hijos de los feuilleton y de la literatura pulp, no pueden tener un verdadero nombre porque si así fuera perderían sus características más particulares. Ellos son no-personas y, por esta razón, en el contexto en el que se encuentran logran transformarse en seres completos.

Todos, así, podemos ser héroes (o, mejor dicho, anti-héroes), y esta democratización no se debe a una visión política manifiesta (la presencia del socialismo en el cine, por ejemplo), sino al reconocimiento de la no existencia de héroes en la historia cultural italiana. El cine de Leone, entonces, es un cine que le puede hablar al pueblo italiano (y no solo), a aquella parte (mayoritaria) de la población que por su condición social no puede (no podía) tener grandes aspiraciones. Eastwood no tiene nombre, solo apodos (o un banal “Joe”), porque es como su público, elemento de unaclase que no tiene ni pasado ni futuro, situada al margen de la historia y, por esta razón, destinada a la anonimia.

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