El proceso que nos lleva a descifrar un texto parte de la idea de tener el texto mismo un sentido global descifrable: dicho de otra manera, si lo que tengo ante mí no tiene sentido, será difícil (si no más bien imposible) otorgarle una arquitectura lógica a lo que quiere decirnos. La conclusión a la que queremos llegar, entonces, tiene que basarse en el texto, suponiendo así que nuestra labor sería la de convertir lo que nos es dado (en el caso del cine, las imágenes) en un serie de elementos inteligibles. Podría parecer algo bastante profundo, casi de carácter filosófico (o preferiblemente filológico), pero la realidad es que se trata de una acción elemental que ponemos en marcha todos los días: el mundo, efectivamente, no tiene sentido de por sí, sino que somos nosotros (probablemente sin darnos cuenta) que tendemos a relacionarlo a unas categorías mentales. En el caso del cine, estaríamos ante un producto humano que tiene que ser leído por otros seres humanos; la idea, entonces, es que quien habla (el director, el guionista) está intentando decirnos algo y que, teóricamente, nuestro deber sería solo la traducción mental pasiva.

El problema de las obras de David Lynch, si seguimos el discurso de la traducibilidad, sería la falta de unos cánones precisos, ya conocidos. No se trata aquí de la problemática que nos llevaría a tener una visión fuera de las normas del texto fílmico, sino del conjunto de detalles que forman parte de un mundo al que no podemos acercarnos fácilmente desde un punto de vista de pasividad. Efectivamente, Ronnie Rocket sería la historia de unos buenos (el detective, los dos científicos y su amiga o amante) que intentan luchar contra los malos (los “donut men”, el empresario, el gran malo final que no puede concebir que los zapatos no estén atados), todo esto representando la salvación de un personaje incapaz de hablar (¿de pensar?). Ronnie representa la inocencia, la vida que nace por mano de unas personas cuyo objetivo es amar, querer; lo negativo, la presencia de la falta de humanidad (de sentimientos), sería entonces la explotación salvaje, el acto de despreciar a los seres vivos, ya que el objetivo solo es aumentar el número de billetes de cada concierto (lo cual, materialmente, significa una serie de buenas recaudaciones).

Sin embargo, la presencia de una estructura nuclear así simple pone de manifiesto cómo los detalles, la carne que envuelve los huesos, son todo menos que simples de descifrar. No entendemos aquí la sola traducción en unas palabras secas del significado de ciertos elementos fílmicos en relación al contexto interno, sino también la presencia de la forma del director (y guionista) en tanto sujeto activo: si algo vemos (o leemos, ya que de un guion se trata) en Ronnie Rocket, esto puede remontarse a un valor simbólico profundo o, lo cual no es de desdeñarse, a una voluntad estética por parte de Lynch. Proposición más simple: si hay algo, quizás este se deba a que Lynch simplemente nos está contando sus sueños, confundiendo y entremezclando el texto fílmico canónico con la creación artística individual, la presencia de un “yo” que quiere hablar de sí, y nada más.

El guion del director norteamericano, con sus dobles mundos que se entremezclan, supone así una serie de lecturas diferentes, a veces hasta inconcluyentes (pero no por esto menos interesantes), que forman la complejidad de toda la arquitectura existente del filme en tanto producto y no solo texto. Resulta interesante la lectura, porque nos lleva a una dimensión diferente y, sobre todo, porque nos invita a acceder a un mundo que nos está prohibido: Ronnie Rocket funciona como guion porque revela su improbable caos, la imposibilidad de visualizar la obra ya que se resalta la importancia de la fantasía del director.

El hecho de que leer no sea bastante, acto este que al final nos resulta manco, nos prepara para que el resultado final se materialice en la gana de ver el producto final, completo, ya que lo visual tiene una importancia por nada secundaria en la lectura global de lo que nos es presentado. El guion nos ayuda a acercarnos a un mundo inexistente, demostración de que no siempre lo onírico puede traspasar al mundo real; esta visión fantasmal no es la dicotomía que encontramos en los dos mundos de Ronnie Rocket, sino el darse cuenta de que no todos los proyectos acaban en la pantalla. Si un día Lynch decidirá acceder a las plegarias de un “yo” suyo más joven, el producto final tendrá que pasar por unas variaciones que podrían poner en peligro la estructura inicial (Lynch mismo parece rechazar cualquier idea de rodar el guion, ya que el mundo contemporáneo no le parece apto para su visión estética, demasiado diferente de aquella situación contextual de los años setenta y ochenta). Necesaria, entonces es la lectura, lo que nos transforma en visitantes de otros mundos que nacieron y que nunca lograron vivir fuera de las hojas blancas.

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