En la historia del cine japonés las voces femeninas, prácticamente, no han se han escuchado. El rol de director estaba destinado para los hombres, quienes ocuparon ese lugar. En relación a esto y sin ir más lejos, en otra disciplina artística, como el teatro, los roles femeninos fueron interpretados desde el siglo XVII por hombres transvestidos, denominados oyama u onnagata, que significa “actriz masculina”, o sea actores especializados en papeles femeninos. El hecho se debía a la reclusión social que sufrían las mujeres, motivo por el cual no se les permitía su interpretación pública. Esta tradición cultural arcaica, ejercida dentro del teatro Kabuki como del Nô, influyó notablemente en el ámbito cinematográfico.
A partir de 1919, la actriz Harumi Hanagayi logra el primer protagónico femenino en el film La hija del fondo de la montaña (Maid of the Deep Mountains, 1919) de Norimasa Kaeriyama. De esta manera, las actrices comenzaron a participar más allá de los prejuicios sociales que aún imperaban.
Si aún la mujer no lograba ejercer la dirección cinematográfica, ya había alcanzado un lugar con la actuación. Una de las actrices más famosas del cine nipón fue Tanaka Kinuyo (1909-1977) quien luego de trabajar para los cineastas más importantes como Ushihara, Mizoguchi, Ozu, Shindo, logra saltar a la dirección en 1953. En tiempos de posguerra, realiza su primer film Koibumi (Love Letter, 1953). Su carrera como directora contó con tal sólo seis largometrajes de ficción, sorteados por la dificultad y la resistencia ejercida desde la industria por un sector masculino. Si duda, Tanaka se atrevió a manifestar la subjetividad femenina y jerarquizar su rol dentro de la sociedad y del arte.
Sin embargo, y de forma paralela, la mujer ocupó un gran espacio temático en los films japoneses donde se planteaban cuestiones inherentes al rol social que ocupaban las mujeres dentro de la sociedad. Uno de los grandes maestros que dedicó gran parte de su filmografía a la temática femenina fue Kenji Mizoguchi (1898-1956). En sus obras planteó las diferencias y las relaciones de las mujeres con el hombre, su posición social o, mejor dicho, su ausencia social, entre otros temas. Sus personajes fueron desde prostitutas, empleadas, trabajadoras, burguesas, hasta aristócratas. Así, lo reflejan algunas de sus obras: Saikaku ichidai onna (La vida de Oharu, mujer galante, 1952); Ugetsu monogari (Cuentos de la luna pálida, 1953); Chikamatsu monogary (Los amantes crucificados, 1954); Suzaku Paradaisu (Paraíso Suzaku, distrito de luces rojas, 1956), etcétera.
Además de Mizoguchi, otro de los grandes cineastas japoneses que abordó la temática femenina fue Shohei Imamura (1926-2006), pero lo hizo desde un lugar opuesto, distinto. No deseaba mostrar a la mujer sometida, porque no coincidía con esa imagen. Las mujeres en el cine de Imamura eran todas supervivientes. El director llegó a definir su mujer cinematográfica como de la “vida real”: “De peso y estatura media, colores vivos y piel suave. La cara de una mujer a la que le gustan los hombres. Maternal, buenos genitales. Jugosa”. Esa visión subjetiva sobre el universo femenino pudo verse en Buta to gunkan (Cerdos y acorazados, 1961); Nippon konchuki (Crónicas entomológicas de Japón, 1963), Akai satsui (Deseo asesino, 1964); entre otras.
La historia del cine japonés fue evolucionando al ampliar su horizonte cinematográfico, no sólo a partir de la influencia y consumo del cine occidental, sino de la incorporación de jóvenes cineastas que Ofte en del av en velkomstbonusMan blir ofte mott av en velkomstbonus som inneholder free spins nar man er pa leting etter et nytt casino pa nett a spille i. intentaron cambiar el curso y la dirección del cine en materia de géneros, estéticas y estilos audiovisuales más libres y no tan aferrados a las tradiciones ni a los sistema de estudios.
Entre ellos, se destaca una joven nacida en los suburbios de Nara, Noami Kawase (1969). “No empecé en el cine viendo películas de un director particular hasta tomarlo como referente, sino que pensé que era una manera de hacer más alegre mi vida”, cuenta en un reportaje. Sus primeros films fueron documentales autobiográficos relacionados con la ausencia de sus padres y su crianza junto a su abuela: Moe no Suzako (Suzaku, 1997), Somaudo monogari (1998) y, más orientada a la ficción, con Hotaru (Luciérnagas, 2000), entre otras.
Kawase se inclina y se identificada por un cine más realista, como se hacía en los cincuenta, que como el de sus contemporáneos, mayormente inclinados a la representación. Del documental pasó a elegir relatos ficcionales como Shara (2003) que la consagra con éxito internacional. En cada uno de sus films, la ausencia, el luto, la naturaleza, la mortalidad forman parte de los temas que elige para reflejar sus vivencias. Su mirada se posa sobre lo cotidiano, y en esa cotidianidad fluye el recuerdo de la ancianidad, de su abuela. Así nace Mogari no mori (El bosque del luto, 2008), sobre la que vamos a detenernos.
El bosque del luto. Mogari no mori
Verde campo que respira ante mis ojos
la serenidad de un cuadro impresionista
la intención de un plano desbordado,
ese mismo plano que encierra su tiempo
la contemplación de un ciclo.
Detrás,
el latido de un bosque inabarcable
el canto del viento sobre la cara
la brisa entre el pelo.
Y la muerte atravesándolo todo.
La naturaleza madre
rodea un asilo de ancianos.
Allí, dos seres apagados
por el desasosiego de la pérdida.
Ellos cargan con la muerte a cuestas.
Él, con su esposa dentro de un bolso.
Ella, con su pequeño dentro de una mano.
¿En qué los transforma la ausencia de los ausentes?
Nadie es lo que es, sin sus muertos,
ellos tampoco.
La joven lo cuida y el anciano se resiste
temen soltar su memoria
sus recuerdos habitan en la sangre.
Les atraviesan la mirada
se caen de sus lenguas.
Vivir, ¿es sentirse vivo?, pregunta un monje budista.
Él es anciano, y su esposa en el bolso.
Ella es joven, y su pequeño en la mano.
En la cotidianidad de los días
ellos juegan a vivir
mientras el bosque los alberga como a niños
y el relato los deja al descubierto
los suelta, los desnuda
hasta poder encontrar ese lugar donde se lloran los muertos
y así,
él pueda soltar la bolsa
y ella abrir su mano
parir la muerte
y sobrevivir.
Tráiler:









El agua fluye para que la vida viva. Somos agua todos los seres vivos y sin ella nuestra existencia no sería más que el sueño de algún creador innominado. El sol, el que todo lo mueve en la tierra, es la fuente de energía que impulsa el agua por los ciclos de los ciclos, desde el mar hasta las nubes y las montañas, para que los seres vivos la veamos correr y fluir, para que así pueda penetrar hasta nuestras entrañas celulares y convertirse en poesía viviente. La mujer, la esencia femenina de la existencia humana, es la fuente concreta de la vida humana. Ella es el sol y el agua, la energía y la realidad de la hasta ahora interminable cadena de hombres y mujeres. El canto y la palabra son las fuentes de la alegría humana, lo que nos da una vitalidad singular, son las fuentes de la comunicación, esa herramienta maravillosa que se han inventado los humanos para expresar sus ideales, sus sueños, para que vuele el espíritu hasta las alturas.
Radu Mihaileanu es un poeta del cine. Sus obras tienen esa expresividad que deja al espectador atrapado por las musas, sean ellas la música, la poesía o el canto. Ya en El Concierto (Le Concert, 2009) nos había mostrado cómo transformar una comedia, una loca aventura, en poema musical, en ternura. En La fuente de las mujeres, se adentra en las profundidades místicas que tan bien describe San Juan de la Cruz cuando nos habla de la fuente que mana, esa que fluye singularmente en la noche de las vidas. Esta cinta, presentada internacionalmente en Cannes, ha sido especialmente recomendada por el Instituto de la Cinematografía y las Artes Audiovisuales (ICAA) como una obra que promueve la igualdad de género, por su capacidad para «transmitir una imagen igualitaria de ambos sexos, sin situaciones vejatorias o discriminatorias para uno de los dos», sin promover un lenguaje sexista, sin acudir a la violencia, destacando la presencia y las capacidades femeninas «en aquellos sectores y niveles claramente masculinizados».
La fuente de las mujeres transcurre en algún pueblo perdido del desierto del norte de África. En él, las mujeres tienen que traer el agua desde una fuente situada en las montañas cercanas. Es una tarea pesada en todos los sentidos, por la dificultad de los caminos pedregosos y tortuosos, por el peso mismo de los dos baldes que cada una soporta sobre los hombros y por la sensación de profunda injusticia que ellas sienten y que se refleja en sus caras cuando emprenden la diaria jornada en busca del agua. Es evidente que estas obligaciones tradicionales, quizás basadas en los tiempos antiguos, ya no tienen sentido en una época de acueductos, de libertad, de igualdad. Pero los hombres, que antiguamente salían a cazar, a trabajar en los campos, a participar en caravanas comerciales, se han vuelto cómodos, dependientes del gobierno, en espera del subsidio o del dinero del turista visitante que viene a ver las danzas de las mujeres: Se pasan el día fumando, conversando, chismorreando. Las mujeres deben cocinar, mantener el hogar, soportar el mal genio y alguna golpiza ocasional de sus hombres y dar satisfacción nocturna a sus modernos dueños… hasta que los aires de libertad soplan y perturban las serenas calmas machistas con una huelga de amor.
Es una fuente maternal la que así habla
La Kermesse heroica es una bella película, una comedia seria, que transcurre en una pequeña ciudad de la región de Flandes (norte de Bélgica) en los inicios del siglo XVII, región dominada en la época por España y escenario de la guerra conocida como Guerra de Flandes o de los Ochenta Años. La hegemonía española estaba respaldada por los tercios, que eran unidades del ejército español, famosas por su resistencia en las batallas, la élite de las unidades militares de la época. Constituían cuerpos de infantería comparables a las legiones romanas o las falanges de hoplitas de Alejando Magno. En el caso de los Tercios españoles, se pueden considerar como los precursores de los que sería un ejército moderno, al estar formado por voluntarios profesionales expertos: tenían la capacidad de combinar con maestría las lanzas largas (picas) y las armas de fuego y eran por ello temidos cuando irrumpían en los poblados.
La villa de Flandes es la protagonista principal de esta historia. De inmediato, el espectador se siente visitando su plaza, en medio de su mercado pintoresco, que bulle en movimientos y actividades. Las personas conversan, caminan, venden y compran y disfrutan de sus vidas cotidianas, en escenas típicas de lo que puede ser una aldea de origen campesino en plena transición hacia el modernismo, el comercio y la vida urbana. Las escenas son semejantes a los cuadros pintados por la famosa dinastía de los pintores Brueghel, recreadas en vivo por Feyder, quien inclusive incluye un pintor de apellido Brueghel como personaje muy importante de la historia. La tranquilidad de la villa se ve súbitamente interrumpida por la irrupción de los tercios españoles, anunciada por un grupo impetuoso de jinetes que entran y causan estremecimiento en el pueblo. En esos momentos las gentes se preparaban para celebrar una kermesse, palabra que muy apropiadamente viene del neerlandés kercmisse, de kerk (iglesia) y miss (misa) y que es una fiesta popular al aire libre que se celebraba en Flandes en los días de carnaval. Es un nombre que se usa en los pueblos de Colombia, mi tierra, para referirse a los bazares asociados con las fiestas religiosas.
¿Cuál es el heroísmo de esta kermesse? Resulta que las mujeres del pueblo deciden acoger a los invasores en forma festiva, haciéndolos sentir como en su casa, mientras que los hombres se esconden, se escapan o se hacen los muertos. Es toda una celebración de la inteligencia femenina que a base de acogida y simpatía apaga los ánimos guerreros de una banda invasora y los convierte en amistosa convivencia. Es todo un contraste con lo que siempre ha ocurrido cuando las hordas invaden los pueblos: violaciones, destrucción, incendios, muerte, sufrimiento, despojos, triunfos y derrotas. Naturalmente que estos métodos de las mujeres de esta historia van en contravía con el heroísmo guerrero de los pueblos, que se han sacrificado y luchado hasta la muerte por rechazar a los invasores de turno. Aún en su día La kermesse heroica fue objeto de protestas cuando fue exhibida en las ciudades de Flandes, que todavía recuerdan y celebran las antiguas luchas por defender su espíritu nacionalista.
Jaeques Feyder fue un director extraño, que osciló entre lo rutinario y lo creativo y La kermesse heroica es la mejor de sus obras. Es una cinta tan extraña como Feyder mismo, llena de fuerza y de humor; una celebración gozosa de la vida, donde conviven en un ambiente muy divertido dos de los extremos de la naturaleza humana, la bárbara guerra machista y la delicada refinación femenina. Lo insólito es que lo femenino vence y el humor y la gracia se imponen sobre la barbarie. Algunos han dicho con cinismo racional que el filme es una celebración de la acomodación fácil de lo femenino ante lo masculino: basta con otorgar favores para no caer en violaciones. Pero este no es, a mi parecer, el sentido real de la película. Se me ocurre más bien, que sugiere un rompimiento mayor de esquemas: utilizar los refinamientos de lo femenino para resolver los problemas de la violencia guerrera, algo que los hombres no han sabido hacer todavía, atrapados por los heroicos argumentos de los señores de la guerra. Al mismo tiempo hay un tema subyacente en el filme: el valor del arte como elemento de unión y de trascendencia, incluso cuando toca los temas de la vida diaria, simbolizado por una escena en que los oficiales españoles se entretienen en apreciar y comentar una pintura que se refiere a la villa que están ocupando. ¿Demasiado idealista? Quizás, pero también provocativo como posibilidad de que el foco de los guerreros pueda ser atraído hacia el arte, como fuente de sensibilidad y de trascendencia, lo cual en general no dejaría de ser positivo.
Es la hora de la kermesse heroica,

Alguien capaz de crear
Vidas rebeldes, el título con el que se estrenó en España Los inadaptados, es una película‑metáfora en la que la vida de los personajes se confunde con la de los actores. Con guion del dramaturgo Arthur Miller, John Huston rodó un extraño western crepuscular en blanco y negro en el que los caballos habían sido sustituidos por camionetas. Vidas rebeldes se convierte, por tanto, en el canto de cisne de un Hollywood que ya no existe, en el retrato decadente de una generación de estrellas que ha envejecido mal y pronto. En este sentido, recuerda a El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), donde Gloria Swanson interpretaba a la inolvidable Norma Desmond, una leyenda del cine silente caída en el olvido.
El rodaje de Vidas rebeldes no fue fácil, pero el resultado obtenido por Huston es magnífico, si bien su labor ha sido eclipsada por la leyenda que rodea a la película: Clark Gable murió pocos días después de finalizar el rodaje; es la última película de Marilyn Monroe y supone una de las últimas actuaciones importantes de Montgomery Clift. Eli Wallach y Thelma Ritter completaban un reparto en estado de gracia. La fotografía en blanco y negro de Russell Metty, la música de Alex North y los paisajes del desierto de Nevada se combinaban a la perfección en esta obra maestra orquestada por Huston, con Arthur Miller moviendo los hilos del guion detrás de las cámaras.
Vidas rebeldes no es una película maldita ni inacabada, pero sí un film que vaticina, en cierto modo, el triste final de sus tres protagonistas. Como en buena parte de la filmografía de Huston, emergen temas como la derrota y el fracaso. La figura del perdedor, del inadaptado (de los inadaptados, en realidad, pues todos los personajes lo son), se convierte en el eje que articula la historia. Con desesperación y amargura, los personajes de Vidas rebeldes huyen hacia delante, pero lo único que les aguarda al final de su huida es un precipicio.




