Obra maestra, literatura que empieza con una mayúscula (entonces, Literatura), elemento narrativo que se inserta en la historia misma de la humanidad, quizás sea correcto decir que El Eternauta de Oesterheld y Solano López tiene que formar parte de la educación de todo tipo de ser humano, demostración de que también los cómics pueden (deben) ser vistos como material para adultos (en el sentido de una madurez que nos propone temas universales y, se supone, profundos). Lo que pasó con uno de los autores no se sabe bien, y no porque la cuestión esté envuelta en un misterio de feuilleton, sino porque Oesterheld desapareció, tragado por los miserables de una Argentina en la que no se podía vivir libremente (se espera que la memoria histórica de este evento nunca desaparezca, para que reverbere la frase historia magistra vitae y nunca se repita una barbaridad de este tipo).

Llega así a las pantallas, las de los televisores, de los ordenadores y de los móviles, la reinterpretación de las aventuras de un argentino cualquiera, atrapado en un mundo postapocalítptico en el cual la muerte y la destrucción parecen ser lo único que el universo regala a esta tierra (y, por supuesto, a una humanidad que lentamente marchita). Es un producto de ciencia ficción en el cual los seres humanos revelamos lo que somos, lo que dentro de nosotros tenemos, y que se sumerge en las entrañas de una pesadilla de la cual parece imposible salir. Terrible situación, entonces, que más bien se asemeja a un presente alternativo que mezcla inteligentemente los temas de la obra original de los años cincuenta (del siglo pasado) con los de un hoy en el que nos toca vivir hasta que desaparezcamos.

Es un bien, entonces, que la obra de Oesterheld llegue a un público tan vasto ya que, si bien reinterpretada, permite acercarse a un producto de primera calidad. Y es un bien, también, el hecho de que la ciencia ficción salga de los límites culturales de las grandes producciones estadounidenses y se abra a un mundo más grande, más redondo y más capaz de mostrar cómo los seres humanos somos todos, al fin y al cabo, parte de la misma raza. El Eternauta en esta versión en carne y hueso es el recuerdo de algo que fue y que demostró cuán profundo puede ser el género pulp, de aquel arte que muchas veces no es comprendido por el gran público y que, efectivamente, merece ser analizado y respetado como cualquier producto artístico de alto nivel. Y, recordando lo importante que es el cómic, se vuelve más profunda esta obra televisiva. Que los desaparecidos no queden tales, entonces.

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Detectar el significado de una obra dentro y fuera de las fronteras de su producción local puede, por supuesto, llevar a que se ponga en marcha una lectura tanto limitada como universal (de aquel universo, se entiende, en el cual estamos presentes solo durante poco tiempo en cuanto seres pensantes e infinitamente como átomos – efectivamente, nunca desaparecemos, si bien algunos podrían sí haberlo hecho desde el punto de vista de las represiones de ciertos países de América Latina, y no solo). Lo que se hace en el aquí y ahora, dentro de los bordes culturales de un elemento preciso (si bien la cultura siempre es una mezcla, lo cual hace que sea sempiternamente humana), se convierte entonces en una necesidad de alabar lo que podemos hacer, y mostrar, consecuentemente, hasta qué cimas podemos llegar cuando se nos otorga la posibilidad de lucir. Somos, entonces, como soles que brillan durante una oscuridad de la que no se sabe bien qué decir, o sea si nos ayuda a dormir mejor por la noche o si es la metáfora de un período oscuro en el cual estuvimos sumergidos hace no mucho tiempo (y los estragos todavía se hacen sentir, que nos guste o no, sin que les importe nuestro apego por el olvido).

Demuestra, El Eternauta de la pequeña pantalla, que también fuera de los Estados Unidos es posible hablar de ciencia ficción. Así es la afirmación, tan sencilla y clara que quizás no sea necesario seguir hablando. Todos la podemos aceptar y continuar con nuestra vida diaria, sabiendo que las producciones cinematográficas o televisivas no les pertenecen solo a los yankees. Obvio, parece, ya que en el mundo se producen muchas obras no solo allá donde la capital es Washington. Obvio, nos decimos, sin embargo lo que aquí se quiere subrayar no es el producto en sí, el hecho de poder hacer, sino de saberse convertir en algo más que supera las ya citadas fronteras de lo local para abrirse ante un mundo más bien global (lo cual no es nada nuevo, siempre el mundo ha sido un intercambio comunicativo entre lugares capaces de ir más allá de su limes). Se hace, entonces, no solo para los que aquí vivimos, sino también para los que allá habitan, fuera (lejos) de nuestras estructuras culturales, sociales, políticas.

Reelaboremos la cuestión: habría que pensar si, efectivamente, estamos ante un momento tan importante (ante lo infinito del tiempo, de todas formas, nada lo es). Las películas no americanas siempre han existido y muchas veces han logrado cosechar premios. Sin embargo, lo que aquí vemos tiene otro valor: se inserta, El Eternauta, en la presencia de una Argentina postapocalíptica, dentro del esquema discursivo de lo político, de lo de la ciencia ficción. Y, mientras lo hace, abre paso a una estructura narrativa que se fundamenta en hablar de lo local para discutir de lo global. Palabras más simples: El Eternauta tiene un valor cultural porque es una muestra de que la ciencia ficción no es algo que les pertenece solo a los estadounidenses (los del Enterprise, por ejemplo), sino que también otros pueden producir obras de este género (de televisión se habla, por supuesto) y llegar a tener unos óptimos resultados. No son solo Nueva York y sus similares las que pueden ser el escenario de una visión negativa de un futuro que nos acecha, sino también un Buenos Aires donde el acento reverbera en lo típico de sus habitantes (cuánto me cuesta, a veces, entender aquel vos, lejos de mi más habitual tú).

Los que leemos y tenemos la oportunidad de conocer más idiomas, así como los que consumimos productos fílmicos y televisivos de varias partes del mundo (no todas, sería imposible, ni una vida entera bastaría), sabemos que las fronteras de las naciones no siempre son capaces de arrestar las ideas. Los géneros se mezclan, se reconfiguran, logran reestructurarse y convertirse en elementos de un discurso más amplio y al mismo tiempo más local. La ciencia ficción de Francia, entonces, tiene sus características, como la de España o de Italia, las cuales no impiden que se arme un diálogo global en el cual todos participan para presentar un lienzo que, en sus diferencias, resulta ser compacto. Lo que aquí se dice, efectivamente, se apoya muchas veces sobre una consideraciones que allí también se pueden comprender. Quizás sea una cuestión tan compleja como simple, el hecho de que todo ser humano nace con el mismo ADN, el mismo cerebro, las misma pautas cognitivas; las culturas pueden ser fuente de riqueza, como también de pobreza, capaces de abrir paso al reconocernos como parte de un único sistema (el de la especie humana y por ende de los mamíferos) y también de cerrar cualquier tipo de mestizaje (cultural, social, dentro de una supuesta pureza que solo tiene sentido cuando se desmorona por debajo de reconocerse en cuanto simple fantasma mental).

Quizás solo sea un momento antes de que todo vuelva a ser lo que era. A veces el status quo necesita más tiempo para que cambie (Videla parecía inmortal, lo mismo se decía de Lenin, y Mussolini no encontraba ninguna manera de ser derrocado). Sin embargo, sería absurdo no darse cuenta de que, efectivamente, lo que se nos está proponiendo es una obra global, cuya narración la sitúa en un lugar del que casi nunca se habla (y casi nunca se ve) en el universo de las producciones internacionales. Y es también, El Eternauta, algo más, la demostración de que la ciencia ficción puede ser un género internacional, total, humano (como todo buen género), así como de que los cómics no son solo algo que se arrodilla ante el hecho de producir contenido para aumentar el ya bastante grande caudal de dinero del que las superproducciones disponen. Y es, quizás sea lo más importante, emblema de que desaparecer es solo un acto transitorio, mientras que la memoria puede seguir estando viva hasta que la especie humana desaparezca, sí, pero sin violencia, sino naturalmente.

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