La concepción del mal y la fascinación que tenemos por este concepto puede que estén relacionadas con el hecho de querer excitar determinadas emociones. Claro es que esta fascinación solo funciona cuando se establece una frontera capaz de dividir lo real de lo posible, o, mejor dicho, cuando el mal no puede funcionar en contra de nosotros directamente, sino, por supuesto, solo como objeto de atención, de análisis, de apreciación un poco morbosa. Cuanto más lejos estemos de él, tanto mayor va a ser la posibilidad de que podamos respirar con más tranquilidad ante lo que efectivamente nos puede matar. Y es así que los monstruos pueden llegar a obtener nuestra apreciación ya que, adultos, ya sabemos que le pertenecen al mundo de lo que no es (real) y que sí lo es (ficticio). Los más jóvenes quizás sepan, en su subconsciente, que tales monstruos no existen y que su sensación de terror no es más que el acto de dejar atrás el reino de la infancia para entrar en el de los más racionales (un acto que no siempre, quizás en su mayoría, logra a ayudar a que el ser humano olvide lo que no se puede explicar con ciencia y consciencia).
El vampiro de Murnau, aquel Nosferatu que se basa en la novela de Stoker y que finge no tener nada que ver con la obra del irlandés (cuestión de derechos, por supuesto), es ya parte integrante de la historia del cine mundial, no solo del expresionismo alemán, y tiene como rol el de ser el primero (o uno de los primeros) gran monstruo de la pantalla. Horrible, feo, terriblemente flaco y alto, con un cuerpo que transciende lo real para ser aceptado en la inmortalidad de las imágenes en blanco y negro, el conde Orlok es la representación de un mundo que está a punto de acabar, devorado, tragado y digerido por la presencia de la ciencia y de la racionalidad. O, quizás, en realidad representa la presencia misma de lo irracional, del romanticismo negro (que engendró Frankenstein, por supuesto), y que exige que se reconozca que no importa cuán lógico y frío el ser humano quiera ser, siempre quedará en él el miedo a la oscuridad, a lo desconocido.

Y así es que la batalla que se instaura es la entre la muerte completa, la de la peste negra, y el sacrificio que solo una mujer inocente puede hacer. Volvemos, entonces, hacia el pasado del mundo pagano (y a lo mejor pagano siempre es el ser humano, con sus antiguos ritos disfrazados de una religión neoplatónica y mezclada con los símbolos de un sincretismo medio-oriental) y a la necesidad de que se cumpla el don de la vida humana para que la comunidad pueda seguir adelante. ¿Qué es, al fin y al cabo, una muerte sola ante la de millares? Hay que perder algo para que toda la comunidad vuelva a encontrar su vitalidad, su justo lugar dentro del progreso de la civilización. El monstruo, entonces, es algo pasajero que sí puede abrazarlo todo y que, de todas formas, sí puede ser muerto por la presencia de la mujer (una cuestión de género, podríamos decir, donde el macho no sabe resistir a la fascinación de la hembra).
Estructural y estéticamente, la obra de Murnau sigue siendo de un nivel excelso. Difícil no dejarse besar por la inteligencia de las imágenes y por la fluidez del montaje. Obra fundamental, entonces, hito del cine de horror y del cine mundial, queda al descubierto la simpleza de un discurso que no es fácil de traer a la superficie (donde vivimos nosotros) y que deja abierta una serie de interpretaciones que fluyen hacia una profundidad del diálogo que el director abre con sus espectadores, sin que logre cerrarlo en la repetición de una visión tan emocionante. Traspasa los límites del tiempo y se inserta en un hic et nunc (el aquí y ahora) que se reverbera en la belleza sempiterna de las obras cumbres. ¿Quién es, entonces, el conde Orlok? Puede que, quizás, hayamos leído mal el juego narrativo y que la verdad sea otra, ya que es el vampiro quien va a ser sacrificado al final, con la pérdida del miedo y la apertura hacia la edad adulta, allí donde hay que dejar atrás los elementos fantásticos de un pasado que nunca podrá volver en el progreso de un presente tan frágil. ¿Quién puede saberlo? A lo mejor, es toda una equivocación.
Nosferatu es parte de las obras sin derechos. Es posible encontrarla completa en YouTube o en los archivos de la red (archive.org).



Se construyen, a veces, elementos de relación tan obvios que casi parece inútil hablar de ellos como si de algo nuevo se tratara. Es verdad que en la historia del cine las influencias son algo natural que crean una reverberaciones dentro del largo túnel compuesto por las imágenes en movimiento. Hay autores, entonces, que quieren ir más allá del simple hecho de hacerle un guiño a algunas obras del pasado, y deciden ir hacia mundos más lejanos, poniendo en marcha un diálogo con el pasado para que el presente pueda moverse hacia el futuro. No se hable de remake, entonces, ya que en estos casos el juego está en la decisión artística, en el encuentro entre dos personas separadas por la cuestión espacio-temporal que establecen un diálogo tan mudo que su ruido nos lleva a cerrar los ojos. Y no, no es una simple metáfora poética, ya que en el caso que aquí se nos presenta Herzog simplemente decide volver a una de las obras cumbres del cine tanto alemán como mundial y enlazar una relación imposible con Murnau, ya que este había muerto hace décadas y poco que decir podía tener. Dos artistas, entonces, se encuentran dentro de las fronteras de la pantalla y fuera de los bordes del pasar de los días.
