La ciudad, en cuanto organismo no biológico, tiene una serie de estructuras internas que ponen de manifiesto su voluntad irreal de construirse como elemento natural, producto del pensamiento humano. El conjunto urbano, de todas formas, no parte de una visión abstracta que se sitúa fuera de la normalidad de lo animal, o sea de la constitución genética (y no solo) que es parte de nuestro ser; la ciudad, objeto intelectual, remonta a los grupos mínimos que se presentan en las agrupaciones tanto de simios como de hormigas. Quizás nazca, esta idea, de la necesidad de vivir y sobrevivir, según la idea que nos hace pensar que al aumentar el tamaño del grupo de casas, aumenta también el valor positivo de la ciudad, ya que habrá más oportunidades para que la especie siga viviendo (más trabajo, más comida, más servicios y más parejas); sin embargo, cuanto más aumente el número de personas que viven en un mismo lugar, tanto más alto será el número de crímenes que se cumplan allí. Producto de la voluntad de colaboración, la ciudad es, entonces, también el lugar perfecto para cumplir aquellas acciones que se sitúan fuera de lo legal.

Si bien el original se perdió para siempre (sin embargo, esperar no cuesta nada), The Naked City, en su estado actual, nos permite adentrarnos en lo que se propone ser una de las muchas historia de carácter policíaco (o, más bien, noir) que la ciudad de Nueva York les propone a los que estén dispuestos a escuchar. Y la narración, en nuestro caso, va a ser la que se basa en la descubierta de un homicidio y la larga serie de investigaciones que llegarán a darnos la clave de lectura del evento sangriento. Una estructura narrativa, entonces, que se basa en los pilares típicos del género, en los cuales los policías (buenos) intentan descubrir las tramas que se esconden por debajo de unas cortinas con las que algunos (los malos) intentan sobrevivir fuera del mundo normal, aquel mundo que se rige por unas reglas codificadas y, por esta razón, teóricamente respetadas.

Si el elemento estructural aparente es la narración del proceso de investigación de los detectives, la película de los años cuarenta logra diversificar su arquitectura gracias al juego de las relaciones que se establecen entre el cuento del homicidio y los detalles que se insertan en la narración. El texto, por esta razón, se construye en relación con una serie de elementos solo aparentemente secundarios que logran poner en marcha un sinfín de subtextos con los cuales la obra nos presenta una complejidad de dos tipos. Por un lado, de hecho, se nos abren las posibilidades de los detalles más claros, aquellos con los que tropezamos y que reconocemos directamente, como pueden ser las divisiones en clases típicas de los grandes conjuntos urbanos, mientras que por el otro estalla aquella presión subterránea de “lo no dicho”, lo que nos pide que actuemos en función de seres capaces de descifrar las imágenes o las palabras (en una palabra, todos los textos) que se se presentan envueltos por una capa de gris. Se permitirá, sin hacer mención directa, hablar de sexualidad, de prostitución o de otros elementos desestabilizadores que subrayan el carácter por nada placentero de una ciudad como Nueva York.

Actúa así, en sus diferentes funciones, The Naked City. Actúa, en palabras más llanas, como narración de carácter literario, sí, pero también antropológico y sociológico. Mezcla de diferentes elementos, sin por esto resultar incapaz de tener una arquitectura clara y una habilidad de exposición de primera clase, el resultado de la fruición de esta película nos ayuda a acercarnos a una época de la que ya nos sentimos separados, sin por esto dejar de reconocer la presencia de detalles inmortales con los que volver a reflejarnos en la fría realidad de un vidrio orgánico. Es la imposibilidad de olvidarse de sus escenas tan perfectas, guiadas por el ojo de un director que logra trasladar la vitalidad de Nueva York al mundo de la pantalla (grande o pequeña), demostración esta de que a veces los hipertextos alcanzan aquella perfección formal por la que nos sentimos, hambrientos y sedientos sin darnos cuenta, simplemente atraídos.

Comparte este contenido:

Los bosques son lugares cargados de cierta importancia a la hora de entablar un cuento. Quizás se deba a que, desde un punto de vista cultural, las historias del pasado se habían desarrollado a través de la distinción entre lo humano (la ciudad, el pueblo, las instituciones) y lo salvaje (la naturaleza, lo que está más allá de los bordes trazados por las casas y los campos). Funcionan, entonces, como espacio que permite acceder a un conjunto de problemáticas que se refieren a nuestra misma manera de ser : personas civilizadas, por supuesto, que surgen (Darwin docet, y no solo él) de la realidad sin moral de lo natural, lo que permite hablar de una lucha por la supervivencia que va más allá de lo que podemos aceptar dentro de nuestras ideas éticas (que, por supuesto, forman parte ellas también de la naturaleza, ya que todo es lingüísticamente “natural”). Los bosques representan, en consecuencia, lo que dejamos atrás, hace milenios, cuando nos alejamos de ser simios incapaces de hablar para convertirnos en simios capaces de hacer fuego con leña (que, por supuesto, viene de los bosques – ¿acaso ya veis la dualidad indisoluble de la civilización y de lo incivilizado?).

Los bosques (franceses) son también el lugar donde se esconden los deseos más violentos, los de un cambio radical en nuestra manera de ser que se aleja de lo que se supone ser la normalidad. O, más sencillamente, los bosques (franceses, repetimos, pero podrían ser de cualquier parte del mundo) son la representación de los deseos de los que mejor sería no hablar, los que salen de la normalidad de lo que la civilización nos empuja a aceptar. Y no, no es una simple cuestión de deseos sexuales, presentes, por supuesto, pero no tan necesarios, sino de deseos de carácter también mental, ya que la satisfacción de nuestras necesidades corporales se une a la necesidad de reconocer la presencia de algo más bien psicológico, de aquella forma mental que se reverbera en la presencia de una constitución típicamente biológica (o sea cómo funciona nuestro cerebro, en su relación con la voluntad de no quedarnos solos y de reconocer la presencia de las hormonas). Es una cuestión, probablemente, de analizar lo que efectivamente resulta (¿resultaría?) imposible de aceptar dentro del andamiaje de reglas que permiten la presencia de la “sociedad”, de la “civilización”.

El deseo, entonces, que se desarrolla dentro del filme de Alain Guiraudie es aquel tipo de sensación que se inserta dentro de un discurso de normalidad y que vuelca las estructuras con las que lo civilizado puede seguir existiendo. Desear no es un problema, de por sí, sin embargo la necesidad de alcanzar nuestro objetivo es tal que se deshace (a veces) de cualquier elemento de moralidad, de lo ético, de lo aceptable. ¿Somos no solo esclavos de nuestros deseos, sino también de una hiperracionalización de nuestras mismas acciones, para que, en el acto de convencernos de lo que es, efectivamente, un acto negativo nos podamos absolver de cualquier tipo de pecado? Los secretos se comparten entonces no para que se cree una cábala de conjurados, sino por reconstruir la forma de una (mini)sociedad que se apoya en la comprensión mutua del silencio, algo que, por supuesto, solo puede darse cuando abrimos los brazos para acoger en nosotros el valor del deseo, de lo que queremos que nuestro sea y que nuestro quede, hasta a costa de tener que perder a otra persona.

Misericordia es un filme que no tiene un final claro y que, por esta razón, nos deja con una sensación de malestar. Si bien la concatenación de los eventos es tal que todo tiene sentido desde un punto de vista narrativo, es la mise en scène de la presencia de un discurso de carácter ancestral (psicológico, biológico) que nos lleva a tener cierta dificultad en aceptar no tanto el filme, sino su análisis de lo que está fuera de los bordes de la pantalla (o sea nuestra presente realidad). El deseo sexual, entonces, de carácter homoerótico va más allá de los valores típicos de su género, y pone de manifiesto la capacidad del director de entablar un discurso que en lo reducido que es su espacio se abre ante la infinitud de lo globalmente humano. El bosque no es lo que está fuera, lo que representa la anormalidad, sino que se convierte en el acto mismo de reconocer que hay “algo más” del que no queremos hablar. Y, en este discurso, la muerte, la mentira, la damnatio y el arrepentimiento se mezclan con la pregunta de lo que es, efectivamente, el conjunto de motivaciones que nos empuja a que sigamos viviendo.

Comparte este contenido: