Diminuto, con una gorra roja, un acento y un nombre típicamente italianos, el Mario de los videojuegos representa, de por sí, un momento casi sagrado de la historia de nuestra cultura popular. Es, en efecto, el símbolo de Nintendo, así como Sonic, el erizo azul, lo es de Sega (en el caso de Microsoft y Sony, resulta difícil hablar de un personaje único, reconocible como avatar de las productoras); ícono de un tiempo pasado (se podría añadir “delante de la pantalla”), ha logrado evolucionar sin perder su valor de representación máxima (o casi) del concepto de jugabilidad, de una visión casi extrema de la idea de divertirse, sí, y al mismo tiempo mejorar nuestras habilidades. Y esto porque los muchos Marios de la historia de Nintendo (se entiende aquí los diferentes videojuegos protagonizados por él, como también los spin off) han tenido y siguen teniendo como punto de vista la idea de regalarle a los jugadores la mejor experiencia en lo que al concepto de “juego” se refiere, para que el resultado final sea de satisfacción completa (por el divertimiento, sí, pero sobre todo por lograr llegar al final, superando las muchas pruebas).

La película de 2023 llega después de muchos años desde la primera (y, así se pensaba, única) experiencia cinematográfica de Mario y Luigi, aquel producto fracasado, en el cual dos actores de gran nivel (Bob Hoskins y un joven John Leguizamo) viajaban a un mundo paralelo, en el cual la evolución les había tocado no a los simios, sino a los dinosaurios. Nada que ver con su predecesor tiene, entonces, este nuevo film, basado más bien en algo mayormente fiel a su material original (el videojuego) y llevado a la pantalla no por seres humanos, sino por una muy buena computación gráfica. Y, efectivamente, el resultado, si tenemos en cuenta la forma visual, es de óptima calidad, y los colores, el juego de la cámara y las expresiones no solo de las caras, sino (sobre todo) de los cuerpos, nos ayudan a tener una experiencia muy satisfactoria.

Super Mario Bros

El problema, entonces, no puede ser de carácter técnico, sino narrativo, y la pregunta es si lo que se va contando a través de la hora y media tiene más o menos sentido, logra o no gustarle a los espectadores. ¿Es posible, en otras palabras, extraer un cuento de una estructura así de diminuta y delgada sobre la que se apoya el material original, aquel videojuego en el cual la técnica es más importante que el juego narrativo? Y, efectivamente, se trata de un problema real, ya que parece que no hay mucho que decir sobre un fontanero que come hongos y que salta sobre las cabezas de las tortugas. Un problema que, afortunadamente, no se presenta en esta película, capaz de construir no solo una red narrativa al mismo tiempo simple y divertida, sino que logra capturar aquella esencia de hilaridad que solo puede nacer si no nos la tomamos demasiado en serio.

La estrategia que se pone en marcha, entonces, es la de ofrecerle un producto a los (viejos) aficionados, los que han crecido con Nintendo desde los ochenta y los noventa, pero también la de crear una doble lectura, en la que la narración logra casarse con los guiños, con los gritos de “sé de qué están hablando – sé lo que nos están mostrando”, provocando placer tanto en los espectadores más adultos como en los más pequeños. Y, cosa muy rara, proponiendo elementos cómicos pensados para un público inteligente, sin dejarse llevar por una infantilización que hubiera resultado muy negativa en relación con el producto final. Esta “nueva” película es, por estas razones, una experiencia más que positiva, capaz de hablarle a los nuevos y a los viejos espectadores (no solo de cine, obviamente, sino de la narración interactiva a la que damos el nombre de “videojuegos”), y de dejar un sentimiento de liviana plenitud una vez llegados al obvio pero merecido final.

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