Tuve la oportunidad de ver Life of Brian durante mis años en la universidad, cuando había empezado a estudiar literatura (más precisamente, literatura y lengua española e inglesa). Cuando iba para mis exámenes (nunca fui a una lección), una vez acabada la faena pasaba un rato en una tienda de dvd. Creo que fue allí, en una plaza escondida de Milán, que compré mi primer filme de los Monty Python, el del Santo Grial. La traducción al italiano era y sigue siendo inmunda. De hecho, si abrís uno de aquellos libros pesados en los que se encuentran todas las críticas veloces (unas tres o cuatro líneas) de casi todos los filmes del mundo (algo imposible, la realidad es que se trata de largometrajes americanos y europeos, con algunas obras del resto del globo, o sea las más importantes en el campo de lo internacional), el Grial se verá sometido a una puntuación ínfima, como puede ser una estrella sobre cinco. Castigo merecido, debido también a un doblaje horrible. Tengo que darle las gracias a mis profesores de inglés, entonces, si hoy puedo decir que sí, que he visto Life of Brian, porque me había gustado la película precedente, la de los caballeros de la mesa redonda.

Creo que para apreciarlo (me refiero al filme sobre Brian) es necesaria una visión repetida, pausada. Se analiza la estructura global, se controlan los pormenores, se pone en marcha aquella disección cultural que nos ayuda a extraer del texto fílmico las citaciones, los enlaces a la realidad histórica (sea esta tanto en forma sincrónica como en forma diacrónica); se hace todo esto ya que el producto se sitúa en una posición de diálogo con nosotros, una charla, esta, que sobrepasa las limitaciones del momento de creación (unos años setenta a punto de terminar) para abrirse paso en lo ilimitado que es el contexto atemporal de las grandes obras. Me permito reformular la cuestión: Life of Brian es una película que merece la pena ser vista, porque pone de manifiesto una serie de problemas y de temáticas que todavía hoy, desafortunadamente, funcionan. Desafortunadamente, digo, ya que si de los extremismos se mofa la película, estos tipos de extremismos siguen existiendo en nuestra sociedad, como hemos podido ver en los últimos años, desde algunos judíos de Nueva York que no quieren llevar máscaras por el Covid hasta musulmanes que matan a balazos a unos dibujantes o a cuchilladas a profesores inocentes (y, sí, siempre tenemos que decir nous sommes Charlie), para terminar con aquellos cristianos que gritan, los carteles arriba, que Dios nos pune por darles demasiados derechos a los homosexuales (perdón, a los maricas).

Pero esta necesidad de mofarse de los extremismos nace de una voluntad de mofarse de toda autoridad ya que, aun si no lo queremos creer, todos somos seres humanos y todos, desde el más sabio hasta el más necio, tenemos que sentarnos en aquella posición ridícula cuando vamos al retrete. Y no, no existe una producción excrementicia más fina o noble que otra, a menos que no estemos hablando desde un punto de vista médico. Estas autoridades se encuentran en todo lugar, o así parece: es la autoridad del marido sobre su esposa (o, en algunos casos menores, de la esposa sobre el marido), la de los padres sobre los hijos, la del hermano mayor sobre el menor. Freud y los otros investigadores de la mente podrían hablarnos de un doble sentimiento necesario, la pareja de roles de los que nos disfrazamos en la sociedad (íntima o extendida) de la que formamos parte. Desnudar la autoridad, entonces, sería un acto debido, demostración del sinsentido del mundo y del antropocentrismo, una lección, esta, que cada ser humano tendría que aprender: en el contexto del universo (pero ya solo basta nuestro mundo, como la pandemia actual nos lo demuestra) nuestra importancia es nula. Que vivamos o que muramos, los átomos siguen su danza mecánicamente irracional.

¿De quién es la autoridad que Life of Brian desafía, entonces? Puede ser la de Dios, la divinidad cristiana, aquí en la parodia de su hijo y parte de la trinidad, el Cristo que como Brian muere en la cruz (si bien, a diferencia de Brian, con mucha más teatralidad y menos ligereza) y que, como él, nace en una cabaña. Pero es, sobre todo, la de las autoridades eclesiásticas, las que deciden por no se sabe bien qué razón lo que se puede hacer (y creer) y lo que no se puede hacer (ni pensar). Mofarse de estas dos autoridades, entonces, significa demostrar no solo la fuerza liberadora de la sátira, sino la susodicha insignificancia del hombre, dejándole al público la idea según la cual, al fin y al cabo, entre llorar por el dolor y encontrar la manera de reír también en (o, mejor, después de) las tragedias es la forma más noble de demostrar nuestra humanidad.

Pero no todo hombre conoce o aprecia el arte de mofarse. No es que la cosa fuera imposible de esperarse: antes de su estreno, Life of Brian se había visto censurada en algunas naciones, como, por ejemplo, la ultracatólica Irlanda o la luterana (y fría) Noruega. Resulta así inconcebible, en el año de 1979, que una obra blasfema pueda estrenarse en los cines de algunas naciones del primer mundo, un mundo que, sobre todo, se define como (el más) avanzado, inteligente y libre. La cuestión es doble: se rechaza por un lado la posibilidad de reírse de lo divino, y por el otro de denigrar la religión como si fuera un simple conjunto de dogmas (que lo sea en realidad o menos, esto es un asunto para otra charla). Censurar la película, entonces, significa querer demostrar no tanto a los actores sino a todo ser humano que la religión no es algo de la que pueda reírse. Esta imposición no es un acto interior, el resultado al que llega el artista a la hora de decidir de qué hablar y cómo, sino que es algo impuesto por una autoridad externa que se ve ante una situación de peligro.

Efectivamente, optar por no dejar que nadie vea esta obra significa reconocer en ella dos elementos: el primero, superficial, es la carga de blasfemia, mientras que el segundo, más profundo, es la obligación de reconocer la libertad de mofarse de toda autoridad una vez que se le permita estar presente en los cines o en las casas de un público de todo tipo. Life of Brian resultaría así ser un punto de partida de una serie de movimientos emancipadores capaces no solo de definir la disposición de una cultura, sino de permitir un grado máximo de libertad intelectual. La prohibición, religiosa en este caso, intenta por esta razón subir una frontera imposible de cruzar entre lo que se define en tanto culturalmente aceptable y lo que sería su contrario; se vuelve entonces a la cuestión de lo que está prohibido y de lo que está permitido, en una situación en la que hay un choque entre diferentes maneras de pensar, entre los que exigen un respeto absoluto y los que, justamente, subrayan la necesidad y el derecho de reír de todo, con la sola regla de que este reír tenga que poder ser rechazado en los límites de lo racional (si no te gusta, que no veas la película) y dejando abierto el diálogo.

El rechazo por parte de la censura religiosa, entonces, es la demostración de un bloque psicológico típicamente humano ante determinadas acciones externas. Mofarse de la religión es más que un pecado, ya que para este se le permite su existencia, siempre que después de cometerlo el pecador se arrepienta (verdaderamente, por supuesto). Lo que Life of Brian representaría, sería la impunidad de los malhechores, ya que ellos no solo no han tenido problemas en crear aquella obra, sino que nadie los va a punir en el momento de su estreno: no solo acaban de hacer el mal, sino que lo muestran como si fueran sinvergüenzas descarados. La punición es necesaria, retribución debida que se encarna en una completa censura (nadie puede ver este filme) que hace que la pureza de las almas siga con su color blanco (y, si se manchan, pueden lavarse a través de la confesión, si son católicos).

Se supone que hoy las cosas tendrían que ser un poco diferentes, pero la censura sigue siendo el método para evaluar el estado de la libertad de pensamiento (y, por qué no, de progreso) no tanto de una nación, sino de las personas que la habitan. Justo es decir que no se puede hacer todo lo posible, ya que un límite es necesario (para los que lo estén pensando, el límite es el dolor físico en contra de las otras personas, o el dolor psicológico); pero justo parece decir que hay que reírse de toda autoridad, para que nadie llegue a creerse igual a una divinidad cualquiera entre todas las de la historia de la humanidad. Y, en este caso, Brian fue y sigue siendo nuestro verdadero mesías, la película que hay que ver porque no quieren que la veas. Y a los censores, por si acaso esto no le debiera gustar, solo hay que responder que a veces lo único que nos queda que hacer en las peores situaciones, crucificados por un mundo hostil, es mirar hacia arriba y cantar. Always look on the bright side of life.

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