Película sobre el acto de hacer película, análisis divertido (y supuestamente cínico) de cómo se hacen los filmes y sobre todo de cómo se salvan. Podría parecer bastante raro sentarse ante una obra de este tipo: ¿a quién va dirigida? Este cui prodest, efectivamente, objetivo necesario de cualquier producción, artística o menos, parece ser el lema general que permite no tanto la buena hechura del producto final, sino la posibilidad de materializarse, de ponerse en marcha, como si ante todo lo fundamental no fuese crear arte (de arte no se trata, así dice el actor que protagoniza al productor de One Cut), sino atraer al mayor público posible, lo cual, obviamente, se traduce en una buena recaudación. Triste momento, pero ineludible, es cuando nos damos cuenta de que, de hecho, el arte en sí no existe como acto que rehuye la cuestión del dinero: cada creación, sea esta literaria, cinematográfica o musical, se arrodilla ante la cuestión más imperante del hambre, del alquiler, de los hijos (los cuales, como sabemos, tienen un precio muchas veces bastante alto). Frustración, entonces, ante la imposibilidad de dejarles libres a nuestros deseos, a nuestras íntimas inclinaciones, problemas, estos, que normalmente imposibilitan cierta honestidad por parte del creador artístico.

One Cut se define así como discurso sobre el cine, pero, sobre todo, discurso sobre aquel tipo de cine que definimos como de serie B (o hasta de un nivel más bajo). Sin embargo, hablar de cine a través del cine podría presentar una problemática que remonta a la cuestión del público: si de un cui prodest hemos hablado, nos resulta inevitable contestar a la susodicha pregunta de para quién va dirigida esta obra. No parece incorrecto, a veces, subrayar cómo ciertos productos están hechos para una determinada parte de la población, sea en términos de edad que en términos, por ejemplo, de cultura; no se trata así solo de placer (me gustan las películas de zombis), sino también de cómo este placer va a concretarse, la capacidad de poder acceder a un lenguaje que sea hablado simultáneamente por el director (quien crea y dirige la obra a alguien) y por el espectador (el “quien” al que el director dirige la obra). Si faltan aquel vocabulario compartido y aquellos conocimientos metatextuales, la posibilidad de que se vaya hacia un fracaso no es muy baja.

¿Cuánto puede disfrutar, entonces, el espectador medio de una película como One Cut? Afortunadamente, aquellos peligros de incomunicabilidad, de “chiste para los que saben”, no se presenta aquí, ya que los niveles discursivos, en lo que se refiere a su estructura dialógica, son tales que permiten acceder al producto sin que surjan demasiados problemas. Doble discurso, entonces, para un único texto: por un lado el divertimiento en sí, la seguridad de estar ante una película que sabe hacernos reír, por el otro el juego que se instaura entre “los que saben”, los que reconocen los eventos que Ueda (el director) les está presentando o, mejor dicho, los que se reconocen en aquellas acciones y situaciones. Obra que se deja ver por todos, entonces, y que logra ofrecer una mirada diferente a los espectadores, en una desmitificación del arte del cine, optando por penetrar con ironía y abrir las puertas a un análisis divertido e inteligente. Es aquí, quizás, donde la película logra poner las bases de su profundidad discursiva, fingiendo ofrecer una película ligera que, en realidad, esconde una robusta profundidad temática. Espectáculo que sabe lo que está haciendo y que no elude donarles unas características a sus personajes que vayan más allá del simple estereotipo.

Se nos presenta aquí, en resumen, lo que se puede definir como discurso sobre el método, juego de espejo, juego técnico sobre la técnica. El resultado es un producto elaborado, con una estructura que se mueve a través de los mecanismos a los que estamos acostumbrados: el método de la analepsis funciona en tanto relación entre lo que acabamos de ver y su construcción, llevando así, primero, a un desfase en el disfrute de la película, ya que en su destrucción del orden temporal nos lleva a la deconstrucción necesaria del camino por el que nos hemos dejado arrastrar dulcemente por el director. Esta destrucción de las coordenadas a las que estamos acostumbrados permite acceder a una reelaboración del espacio temporal y, por esta razón, al desarrollo de la obra artística (el One Cut del título, un mediometraje sin montaje, en directo), dejando desnudo (¿desnudando?) el andamiaje sobre el que se construye el producto. Obra que es, entonces, making of y making en directo, divertimiento puro, sólido, concreto, pero al mismo tiempo reflexión silenciosa sobre el trabajo del cine.

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