Concepto regular de lo violento, explicación concreta del derrame de sangre en tanto elemento narrativo, el personaje Marvel que más encarna el significado de “justa matanza” es aquel Frank Castle cuyo apodo se traduce con quien lleva a cabo el acto de punir. Una visión, esta, que poco tiene que ver con la voluntad de retribución religiosa de una divinidad que quiere justicia, y mucho más con un pensamiento secular que intenta insertar un discurso más maduro en el complejo mundo de los superhéroes; si estos últimos tienen como objetivo la presencia de una justicia social en la que la muerte solo es un elemento del mal (solo los malos, en otras palabras, matan), Frank Castle presentaría la obvia contrapartida intelectual, aquella idea que nos lleva a afirmar que si el malo se ve acribillado, difícilmente podrá volver a pisar nuestra tierra y sembrar más matanzas, violaciones o lo que sea. ¿Matar, entonces, es así injusto en su valor de retribución?

La película de 1989, aquí en su versión workprint, nos regala una serie de elementos con los cuales entrar en la psicología de nuestro anti-héroe (o, quizás sea un héroe de verdad), elementos que subrayan el carácter típicamente violento de la serie comiquera. No solo estamos ante cierto derrame de sangre, sino que la acción intenta mostrar las diferentes modalidades con las que se llevan a cabo los homicidios. Esta diversificación visual, entonces, ayudaría al espectador a tener una visión más variada de lo que, en definitiva, solo es la misma acción llevada hasta la nausea; la consecuencia de todo esto es una repetición de una secuencia (la matanza) que se viste de diferentes trajes llevando a un resultado bastante interesante, siempre que nuestros ojos no tengan cierta gana de rechazar imágenes violentas.

Sin embargo, la voluntad de construir un cuento alrededor de un personaje como Frank Castle pone de manifiesto la necesidad de establecer una estructura narrativa concreta por parte del guionista y del director. Los personajes, entonces, se desarrolan en la serie de acciones y de diálogos que aumentan el carácter comiquero del producto original sobre el que se basan, sin por esto descartar el valor cinematográfico típico de la producción hollywoodiana de los años ochenta. Lo que deriva de todo esto es una unión más que interesante de los dos medios, aumentando el carácter fílmico general gracias a un canon de producción y de estructuración que es respetado y ampliado en la arquitectura global. Nada demasiado profundo, obviamente, ni imprescindible en lo que a la historia del cine se refiere, pero perfectamente en consonancia con el tipo de productos de acción que se rodaban en aquellos años, productos en los cuales la simplicidad de la estructura narrativa se unía a una necesidad de aumentar el valor icónico de los elementos visuales.

El Frank Castle de 1989, entonces, en esta versión no oficial, encarna no solo al típico héroe violento americano, sino que, bien dentro de sus límites, intenta exasperar aquellos detalles de estos hombres super-machos, sin por esta razón caer dentro de los bordes de la parodia. Logra, en palabras más llanas, obtener aquel tipo de sensación visual y narrativa que les permite a sus personajes tener cierta dignidad en lo que, efectivamente, es un simple juego de violencia postiza que no tiene, como objetivo, ningún tipo de enseñanza. Es un espectáculo totalmente gratuito, que más tiene que ver con la apariencia, entendida como el aspecto visual de las imágenes, y menos con la profundidad de un (aquí innecesario) análisis psicológico. Poco importa, entonces, que la narración sea de por sí bastante superficial, una reproducción de algo quizás ya visto o, por lo menos, no muy espectacular; producto típicamente superficial, este Punisher se apoya sobre la voluntad de una simplicidad formal capaz de lucir un juego estético cuyo objetivo es el simple acto de llevar al público a disfrutar.

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