Podría ser que se trate de cansancio. O, quizás, la cuestión remonta a una problemática con la que ya se había abierto el desarrollo hacia lo peor. Se nota, efectivamente, que la cuestión de una caída de calidad no se debe, muchas veces, a que falten ideas, sino que el producto mismo, en cuanto elemento narrativo, siempre ha tenido sus limitaciones y difícilmente puede ir más allá de lo que son sus reservas imaginativas. No se está yendo hacia la sequedad de las nuevas propuestas, las que nos pueden ayudar a seguir diciendo que algo nos ha dejado boquiabiertos, sino que, más sencillamente, los límites internos son tales que nada permiten sino la necesidad de seguir contando el mismo cuento. Y es que, efectivamente, a veces es posible ver algo más interesante, algo que nos atrapa unos segundos, mientras que en otros percibimos cierto cansancio, sobre todo ante el hecho de estar comiendo el mismo plato sin que el cocinero se haya dado cuenta de que ha olvidado añadir un poco de sal. Scorsese, efectivamente, razón tiene cuando dice que los recientes filmes de superhéroes no son verdadero cine, e imposible resulta pensar que lo que se nos propone hoy en día tiene el mismo valor que Joe Pesci y De Niro en blanco y negro.

Y es que, de hecho, esta película no es tal, ya que se trata de un producto dentro de un conjunto de productos que intentan vender otros productos sin que, dicho sea de paso, se note cierto tipo de voluntad artística, palabra que aquí se usa no para hablar de los grandes verdes valles del Arte (palabra a veces snob que poco amor me suscita, ya que tengo un apetito más pragmático y materialista) sino de la necesidad de contar historias que tengan una buena técnica y que logren darnos algo a nosotros los espectadores. Falta, entonces, una estructura que sea clara, que funcione, que nos permita acceder al elemento fílmico que se nos ofrece y que, teóricamente, tendría que presentar una serie de elementos narrativos con los cuales poder entablar un discurso de entertainment durante más o menos dos horas. El resultado, lamentable pero obviamente, es que se nota cierto cansancio, cierta incapacidad de darnos un cuento pulido, bien calibrado, que vaya más allá de la cuestión de estarnos ofreciendo un producto.

Y esta es, bien claro quede, la cuestión. Brave New World no es una película, es simplemente parte de un Leviatán cuyo objetivo (algo del que ya hubiéramos tenido que darnos cuenta cuando Disney nos presentó el fracaso de su Star Wars) es simplemente crear un conjunto de lazos que se mezclan en la presencia de otras películas y series de televisión cuyo consumo es la única manera para efectivamente entender lo que está pasando en la pantalla. Todo forma parte de un único mundo, entonces, de una única telaraña, y todo sigue proponiendo el mismo esquema, los mismos chistes, la misma fórmula que poco espacio deja a la expresión de una voz diferente. Visto uno, se podría decir, es como si todos los hubiéramos visto, si bien correcto es también decir que visto uno hay ver un montón de muchos otros para poder seguir la ruta de una narración que parece no querer acabar nunca (y, sí, un día tendrá que terminar, quizás para volver después de algunos años con un nuevo universo y un nuevo reboot). Y las cuestiones de un nuevo presidente de los EEUU, de un antiguo enemigo que vuelve a asomarse, y de los juegos políticos se mezclan hasta darnos un resultado que lleva más a bostezar y menos a aplaudir.

Hay que preguntarse si el problema es, efectivamente, un cansancio pasajero o una decadencia interna. Si la estructura de los productos de superhéroes es tal que nada permite a la imaginación sino seguir caminando sobre la misma ruta para siempre, el resultado sería la pérdida de cualquier exigencia de novedad por parte del espectador, quien, ya adulto, perdería también la capacidad de darse cuenta de que estos son productos no para los más jóvenes sino para un proceso de infantilización del medium. Si podemos hablar de Miller y Moore en el mundo de las dos grandes editoras americanas (y no solo de ellos, por supuesto, baste pensar en Peter David o De Matteis), verdad es que se notan las limitaciones del género, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de un producto cuyo objetivo fue, es y será vender, vender y vender. Parece entonces síntoma de un problema real esta película de un mundo que acaba de engordar tan profundamente hasta mostrar cierta posibilidad de derrumbarse bajo su propio peso. Y, quizás, una vez lo haga se nos volverá a ofrecer obras para niños que se han convertido en adultos sin olvidar lo que aquella edad suponía y no para adultos que exigen seguir siendo niños dentro de una enfermiza idea de sempiterna juventud.

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Concepto regular de lo violento, explicación concreta del derrame de sangre en tanto elemento narrativo, el personaje Marvel que más encarna el significado de “justa matanza” es aquel Frank Castle cuyo apodo se traduce con quien lleva a cabo el acto de punir. Una visión, esta, que poco tiene que ver con la voluntad de retribución religiosa de una divinidad que quiere justicia, y mucho más con un pensamiento secular que intenta insertar un discurso más maduro en el complejo mundo de los superhéroes; si estos últimos tienen como objetivo la presencia de una justicia social en la que la muerte solo es un elemento del mal (solo los malos, en otras palabras, matan), Frank Castle presentaría la obvia contrapartida intelectual, aquella idea que nos lleva a afirmar que si el malo se ve acribillado, difícilmente podrá volver a pisar nuestra tierra y sembrar más matanzas, violaciones o lo que sea. ¿Matar, entonces, es así injusto en su valor de retribución?

La película de 1989, aquí en su versión workprint, nos regala una serie de elementos con los cuales entrar en la psicología de nuestro anti-héroe (o, quizás sea un héroe de verdad), elementos que subrayan el carácter típicamente violento de la serie comiquera. No solo estamos ante cierto derrame de sangre, sino que la acción intenta mostrar las diferentes modalidades con las que se llevan a cabo los homicidios. Esta diversificación visual, entonces, ayudaría al espectador a tener una visión más variada de lo que, en definitiva, solo es la misma acción llevada hasta la nausea; la consecuencia de todo esto es una repetición de una secuencia (la matanza) que se viste de diferentes trajes llevando a un resultado bastante interesante, siempre que nuestros ojos no tengan cierta gana de rechazar imágenes violentas.

Sin embargo, la voluntad de construir un cuento alrededor de un personaje como Frank Castle pone de manifiesto la necesidad de establecer una estructura narrativa concreta por parte del guionista y del director. Los personajes, entonces, se desarrolan en la serie de acciones y de diálogos que aumentan el carácter comiquero del producto original sobre el que se basan, sin por esto descartar el valor cinematográfico típico de la producción hollywoodiana de los años ochenta. Lo que deriva de todo esto es una unión más que interesante de los dos medios, aumentando el carácter fílmico general gracias a un canon de producción y de estructuración que es respetado y ampliado en la arquitectura global. Nada demasiado profundo, obviamente, ni imprescindible en lo que a la historia del cine se refiere, pero perfectamente en consonancia con el tipo de productos de acción que se rodaban en aquellos años, productos en los cuales la simplicidad de la estructura narrativa se unía a una necesidad de aumentar el valor icónico de los elementos visuales.

El Frank Castle de 1989, entonces, en esta versión no oficial, encarna no solo al típico héroe violento americano, sino que, bien dentro de sus límites, intenta exasperar aquellos detalles de estos hombres super-machos, sin por esta razón caer dentro de los bordes de la parodia. Logra, en palabras más llanas, obtener aquel tipo de sensación visual y narrativa que les permite a sus personajes tener cierta dignidad en lo que, efectivamente, es un simple juego de violencia postiza que no tiene, como objetivo, ningún tipo de enseñanza. Es un espectáculo totalmente gratuito, que más tiene que ver con la apariencia, entendida como el aspecto visual de las imágenes, y menos con la profundidad de un (aquí innecesario) análisis psicológico. Poco importa, entonces, que la narración sea de por sí bastante superficial, una reproducción de algo quizás ya visto o, por lo menos, no muy espectacular; producto típicamente superficial, este Punisher se apoya sobre la voluntad de una simplicidad formal capaz de lucir un juego estético cuyo objetivo es el simple acto de llevar al público a disfrutar.

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