El concepto de parodia del héroe y de sus hazañas nos lleva normalmente al libro símbolo de la literatura española (o de toda literatura en castellano), el Don Quijote de Cervantes. No significa esto, obviamente, que no haya otros libros importantes, ni que un lector no pueda creer que, desde su punto de vista personal, haya otras obras quizás más interesantes (sobre la importancia no podemos discutir, mientras que sí sobre los gustos de cada uno). La parodia, entonces, sería una forma clave para asomarse a la realidad y producir una crítica, algo que se entiende aquí como la producción de un juicio negativo sobre algo que no funciona. El protagonista de las novelas de caballeros y sus hazañas se vuelve por esta razón el objeto gracias al cual se pone de manifiesto la absoluta falta de importancia del ser humano: Don Quijote (o cualquier otro tipo, desde el pícaro del Siglo de Oro hasta el Leopold Bloom de Joyce) es lo que es en tanto demostración de que la vida no es algo así importante como nos quieren que creamos. Irónicamente, se nos abre espacio una lectura un poco negativa, sí, pero divertida de las estructuras culturales (políticas e históricas) de nuestra especie.

El personaje creado por Monicelli, Age y Scarpelli (el guión es de los tres, mientras que la dirección es del primero) responde así a la llamada de la parodia, construyendo una serie de aventuras que, efectivamente, no tienen ninguna importancia de por sí. Aquí, quizás, es donde se nota la genialidad de Brancaleone, en su falta de cierta profundidad: el hecho de no tener sentido hace que la película tenga un sentido superior. Proposición absurda, esta, que podría hacernos pensar en una consideración ilógica; sin embargo, el juego está en que hay dos niveles generales, el primero, o sea el nivel de los mecanismos internos, y el segundo, el de la relación con la realidad que vivimos. En el primer caso, el personaje de Vittorio Gassman vive en un mundo que tiene su necesidad en una serie de estructuras internas cuyo fin parece ser autodeterminado, pero cuya concreción se ve frustrada; dicho de otro modo, la película no tiene ninguna finalidad especial fuera de la idea de hacernos reír, y por esto se construye en episodios que tienen gracias en sí mismos, sin que la arquitectura global se vea afectada en sus fundamentas. Se ríe porque nos hace reír, y esta parece ser la única regla a la que se habrían sometido los tres guionistas.

Pero el juego de la película está en el hecho de saber salir de sus cuatro paredes (los lados de la pantalla). Lo caótica que puede resultar nos impone una reflexión inteligente en relación a lo que es efectivamente la vida humana. Nótese que esta acción mental no nace del divertimiento de la seriedad, sino de la seriedad del divertimiento: pensamos porque el riso es amargo, satírico. Brancaleone representaría así lo grotesca que es la vida, su falta de un sentido universal que le permite al hombre decir que es la criatura más importante de todo el cosmos. Si inútil es la película en sí, ya que parece ser puro divertimiento, inútil es también toda (o la mayor parte de) la historia de la literatura, sin embargo esta inutilidad nace de y revela la insignificancia del ser humano. Se ríe, entonces, inteligentemente, aprendiendo a no darle demasiada importancia ni a la vida ni a nosotros mismos, que de la vida hacemos parte (y que a la vida queremos dar un sentido). Todos vamos a morir, así que es inútil ir de prisa.

Los episodios que se desarrollan sobre la pantalla demuestran entonces la voluntad por parte de sus creadores de hacernos divertir, como si ante la falta de una finalidad completa (y compleja), solo nos quedara la verdad de una simple indiferencia del mundo en relación no solo a la bestia humana, sino a todo elemento que compone el universo mismo. El hombre, por esta razón, es un animal que piensa ser más grande de lo que es, proposición que, si unida a la fealdad de un contexto violento, nos lleva al engranaje conceptual de la obra: lo grotesco, lo horrible (en el sentido de contrario a la belleza y a lo virginal) que se presenta en tanto única forma de vida posible y, lo que es más, aceptable. Se vive grotescamente, en consecuencia, porque el mundo mismo no tiene sentido, porque nada somos y nada vamos a ser, y aquella importancia de la que nos vestimos solo es una falsedad, un espejismo que lleva a la locura. Aquella pandilla de perdedores que, caminando por Italia, espera llegar a su merecido premio (un castillo, una tierra, el poder), representa en su caótica fealdad la concreción de una vida real, inmutable en su frustración. Aquí se ríe, entonces, y se respira un aire real que revela la presencia de la muerte ante el mosaico de nuestras irrelevantes hazañas.

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