La trilogía de la vida

La trilogía de la vida está compuesta por tres películas, basadas estas en tres libros que forman parte de la herencia literaria mundial: Il decamerone, del escritor italiano Boccaccio, Los cuentos de Canterbury, del autor británico Geoffrey Chaucer, y finalmente, Las mil y una noches (el autor, en este caso, no existe, ya que mejor sería hablar de autores desconocidos del Oriente Medio). Todas estas obras se formaron durante la Edad Media y, cosa quizás más interesante, no presentan una historia, sino un conjunto de cuentos cuyas temáticas varían sin tener miedo a presentarle al público una serie de episodios diferentes, en parte sueltos y en parte unidos (siempre desde un punto de vista temático) los unos de los otros. El objetivo de estos libros puede así resumirse en la palabra “abanico”; si de visión global hay que hablar, sería entonces más correctos usar el concepto de estructura múltiple, como si cada cual pudiera elegir el que más le guste según su decisión. Las tres obras, sin embargo, no se presentan como un mosaico caótico (sobre todo en el caso de las dos europeas), sino que siguen un orden preestablecido, el objetivo de mostrar al público todos aquellos sucesos (eventos) a través de los cuales puede pasar el ser humano, como si la vida misma de cada uno de nosotros fuera digna de formar parte de estos cuentos (o sea que fuera digna de ser contada). La belleza de estas tres obras, entonces, consiste en su capacidad de donarle al lector no solo una vasta elección, sino también la posibilidad de moverse por diferentes sensaciones.

Resulta así fundamental examinar la obra de Pasolini, tomando en cuenta el título bajo el cual se ven clasificadas. Si la palabra “trilogía” no supone ningún problema inicial, verdad es que hay que entenderla no desde un punto de vista de estructura global, sino como una simple constatación: la visión de las tres películas no requiere un procedimiento lógico, ya que las tres se encuentran separadas las unas de las otras, permitiendo un acercamiento a ellas que sale de una supuesta cronología necesaria. Si de trilogía de habla, entonces, esto se debe solo al hecho de ser tres; la cuestión numérica es la que nos debería importar, pero solo desde un punto de vista concreto, de concienciación de un hecho bastante banal, la presencia de tres elementos que se ven unidos no solo por su temática, sino también por estar (como ya hemos dicho) basados en una serie de cuentos medievales. Esta falta de una estructura más profunda se concretiza también en la elección, por parte de Pasolini, de una propuesta en parte anárquica de los cuentos que va a presentarle al espectador en la pantalla. Si el concepto de trilogía se ve descartado en su significado literario (introducción, desarrollo, desenlace), lo mismo pasa con el concepto de estructura del texto cinematográfico: la lectura interna de los episodios no está sujeta a una organización canónica, sino que prefiere desarrollar el elemento de mosaico que, ya de por sí, se encuentra en los libros originales.

Inútil, entonces, resultaría buscar una visión más estructurada en estas obras. Se evidencia así la necesidad de encontrar un sentido a lo que vemos que salga de la simple distribución de los hechos a la que nos hemos ido acostumbrando; si de distribución se habla, sin embargo, esta puede sí encontrarse en los episodios, ya que estos siguen las estructuras basilares (inicio, desarrollo, desenlace) que ocupan la casi totalidad de todo producto literario que podemos encontrar en la historia de la literatura. La microestructura (los cuentos) se diferencia así de la macroestructura (la trilogía), poniendo de manifiesto cómo lo canónico de los cuentos no se espeja en lo anárquico de la trilogía; si analizamos la mesoestructura, el esqueleto que rige cada película, podemos sí encontrar un marco general en el que se insertan los episodios, pero su fuerza es muy débil (podemos encontrar un marco en Las mil y una noches y Los cuentos de Canterbury, mientras que Il Decamerone resulta menos unido). Ya no se puede hablar, entonces, de historia, sino de historias, como si la fragmentación interna de las películas fuese índice de un discurso preciso, un procedimiento rebuscado que subraya la intencionalidad del autor, al querer manifestar la fuerza centrífuga de los cuentos que encontramos en las obras originales. La presencia del marco de la mesoestructura, entonces, solo serviría para apaciguar nuestra exigencia (subconsciente) de orden; se revela así, otra vez, la conexión con el material literario, en el cual el marco general sirve solo como pretexto para unir los cuentos desde un punto de vista metatextual.

Diferente es la cuestión de la segunda parte de nuestra frase, aquella “vita” que podría llevarnos a una equivocación de no poca importancia. De hecho, al hablar de vida, lo que Pasolini nos está diciendo es que sus películas quieren darnos una visión extensa y general de lo que vivimos los seres humanos, un cuadro muy largo sobre el cual se presentan ante nuestros ojos las diferentes formas de desarrollo de lo que es el cuento del hombre y de la mujer. La “vita” no sería otra cosa que la complejidad de lo vivido, la disparidad de los eventos, como si cada suceso formara parte de un tapiz al que nos es concedido acceder en tanto espectadores y, al mismo tiempo, actores. Esta diferencia entre lo pasivo y lo activo, efectivamente, es la que permite acercarse a la necesidad por parte de Pasolini de entablar un discurso con el público, dejando así abierta la puerta, no tanto a la interpretación del objeto artístico en tanto metáfora estética, sino como espejo de un sinfín de cuentos que nace en la realidad, posibilitando así la comparación entre lo que vemos en la pantalla y lo que experimentamos en nuestra existencia. Se quiebra así la distancia entre lo real (aquí) y lo irreal (allí), y no solo por el elemento de conexión entre los cuentos y nuestra vida, sino también por el carácter casi documentalista que Pasolini usa a la hora de registrar sus imágenes.

La vida sería entonces el elemento real que se introduce en lo fílmico para así dejar que la pantalla se estrelle contra sí misma, desfase entre lo que percibimos como ficticio (el filme) y lo que sentimos como verdadero (nuestra situación contextual en tanto seres humanos). Se concretiza así una definición de cine en tanto modus operandi para la grabación de eventos reales, necesaria definición de un punto de vista que intenta analizar la condición del hombre. De hecho, lo que Pasolini está haciendo cuando nos enseña su trilogía es invitarnos a entrar en (penetrar) la esfera de lo típicamente ficticio-auténtico, dualidad esta que se parece más a una dicotomía de carácter psicológico. En realidad, se trata de darse cuenta de que el cuento que nos está enseñando parte de una posición analítica de lo real, demostración de cómo muchas veces nuestro contexto auténtico encubre bajo una mirada superficial las mismas estructuras que encontramos en los cuentos, o sea en lo que definimos como no real. Esta “vita” sería por esta razón la afirmación del carácter literario en el que nos encontramos y del que, sin embargo, no logramos percatarnos. Exactamente como los autores de las obras sobre las que se funda la trilogía, Pasolini ve en sus productos cinematográficos una estrecha relación con la realidad.

De todas formas, el concepto de “vita” no se ve reducido a una categoría estrictamente positiva: la vida de Pasolini es el conjunto no solo de todo lo que empuja a luchar por una supervivencia del ser humano, sino también sus facetas más oscuras y que, por esta razón, más deprimidos nos hacen sentir. Se trata así de subrayar el concepto de violencia de la vida, no como elemento destructor, símbolo de un nihilismo ontológico (aquí será donde Pasolini empezará su inacabada “trilogia della morte” con Saló), sino en tanto elemento activo de un proceso cinético, movimiento centrífugo y centrípeto que parece no querer descansar. La vida sería así el conjunto de acciones que forman parte de la historia humana, cuentos capaces de hacernos pensar pero que, de todos modos, logran enseñarnos algo. El movimiento que se instaura entre lo cómico y lo dramático revela así los dos extremos, no solo del sentimiento humano positivo (no nihilista), sino también de la vida misma. La tragedia y la comedia se ven entonces llevadas a la pantalla sin que pierdan su valor universal (universal desde un punto de vista humano, obviamente), y su concreción en las figuras que vemos aparecer en los episodios les brindan una anatomía concreta, orgánica y física.

Cae así el aspecto moderno (o posmoderno) para volver a una relación más simple con lo real, con la vida. La elección de Pasolini se debe así a una voluntad, no solo de indagar en lo que es parte de la literatura mundial, creando un diálogo entre el pasado y el presente, sino también a la necesidad de deshacerse de los esquemas de lectura y de producción modernos: la “trilogia della vita” sería la afirmación rebuscada por parte de un artista y pensador (uno de los más importantes de Italia, como de Europa y del mundo) de la necesidad de volver a un momento histórico preciso, despojándose de los trajes modernos (el hiperanálisis) y volviendo a una estructura más simple que, sin embargo, no evita sus implicaciones simbólicas. Pasolini se deshace así de las complicadas y complejas estructuras contemporáneas y vuelve a una simpleza general, en los personajes, en los cuentos, en el significado y, finalmente, en la técnica. Lo que se ofrece al espectador es entonces un conjunto de obras que abren nuevos horizontes, un cambio radical respecto de lo que habitualmente nos es ofrecido; se vuelve así necesaria una modalidad de lectura diferente, una mirada que se libere de los puntos de vista a los que ha estado sometida, para obtener un estado más puro, más simple pero no, por esta razón, menos interesante.

La activación de esta modalidad de lectura diferente llega al resultado de acercarse cuanto más a la vida en sí, en un discurso de alejamiento de lo irreal (lo que menos se parece a nuestro mundo) y de acercamiento a lo genuino (lo que es efectivamente nuestro contexto). Se trata, por estas razones, de una afirmación política (en su sentido más extenso), el rechazo de los cánones imperantes y una vuelta a una escritura si bien más primitiva, de todas formas necesaria para desarrollar el discurso que Pasolini está intentando entablar con su(s) espectador(es). La decisión de llevar a la pantalla obras medievales no se configura así en un capricho artístico ni en una simple necesidad de diálogo con unos libros que forman parte del legado cultural mundial, sino que explicitan la voluntad de volver a unas estructuras literarias e ideológicas más elementales, más cercanas a lo que llamamos vida, destruyendo las barreras entre el espacio de la creación artística (el allí) y el contexto de nuestra supervivencia (el aquí).

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