Se supone que el relato biográfico lograría hacernos  comprender mejor la arquitectura psicológica de una persona: saber el cómo hemos llegado allí, a aquella situación, nos desvelaría el mecanismo del porqué, la razón que nos ayuda a tener una visión más profunda de una situación que podría resultar un poco caótica (o, por lo menos, deficiente en lo que se refiere a las relaciones causales). De todas formas, si una biografía instaura una conexión temporal más fuerte, esto significa que nos encontraríamos no solo ante lo interior, sino (quizás sobre todo) lo exterior, una comunicación entre lo micro y lo macro de todo movimiento histórico. Y la historia, de hecho, está compuesta por seres que crean y recrean un sinfín de eventos conectados los unos con los otros, desde el nexo que se construye entre el hecho de beber tres sorbos de leche y no dos, por parte de un campesino tracio, y la caída del imperio romano. Todo, entonces, estaría conectado, si bien en su mayoría lo que se nos revela no es un diseño global, racional, sino una mecánica humanamente ilógica.

El Napoleon de Kubrick hubiera sido la obra más grande del director. Hubiera sido, obviamente, pero nunca logró llegar a la pantalla, lo cual le dona, al guion, un sentimiento de lástima, por lo que no pudo ser, pero que, si hubiéramos tenido la oportunidad, nos hubiera gustado ver. Y el caso es que, efectivamente, leyendo las casi 150 hojas, resulta imposible no darse cuenta de cuánto hubiera costado armarlo todo para que la visión del director encontrara su merecido final en la concreción del aspecto visual. Un costo muy alto, entonces, demostración de lo fundamental que es el vínculo entre lo deseado (lo imaginado) y los recursos que tenemos a nuestra disposición, y todo por un simple caveat, o sea cuál va a ser la recaudación final (operación aritmética, esta, que todo creativo odia, quienes más y quienes menos, pero que no se deja olvidar en ningún caso).

Pero la estructura global de la obra es más que excelente; supera sin duda alguna el concepto de “óptimo” y se instaura justamente en el territorio de lo sobresaliente. La biografía de Napoleón Bonaparte se desarrolla así en una serie de momentos cruciales, momentos que nos ayudan a entrar más claramente en la profundidad de la relación entre el aspecto psicológico (fuerza centrípeta) y el aspecto histórico (fuerza centrífuga). Este necesario balance entre lo personal y lo impersonal, entre los mecanismos de la arquitectura mental (lo interno) y de los eventos históricos (lo externo), pone de manifiesto el juego de los cambios temporales, del desarrollo universal de momentos que hacen que el transcurso de las acciones humanas (y no solo) tome una dirección y no otra, según unas razones típicamente irracionales de por sí (se entiende, aquí, una visión racional de la historia en tanto espíritu universal).

Una estructura perfecta, entonces, por su capacidad de entremezclar lo mínimo con lo máximo, el detalle que nos da la lupa de la cámara y el paisaje horizontal que nos regala el ojo que se mueve sobre los campos de batallas. Nace, así, la sensación de estar ante un juego entre la velocidad exasperante (en poco menos de tres horas nos movemos desde los primeros años de vida de Napoleón hasta su muerte) y la descompresión de los eventos, como si aquellos detalles precisamente no influyentes como pueden ser las conquistas sexuales del general (y emperador) fuesen las llaves para entender la complejidad de un personaje de este tipo. Y esta complejidad es la demostración de una curiosidad más que superficial que Kubrick le tiene al francés (mejor dicho, el corso de origen toscano), curiosidad que abre todo un proceso de deformación temporal, permitiéndole al público tener una lectura de lo histórico en tanto conjunto de elementos dispares.

Esta sensación de desencaje, de desequilibrio cinético entre lo pequeño y lo gigantesco, nos permite además acercarnos a la obra en el desarrollo de un diálogo que se instaura desde la perspectiva del arte de narrar y del arte de escuchar. Nos parece imposible llegar al final y saber ya de antemano cómo todo va a acabar, pero las tres derrotas de Napoleón (la primera en Moscú, las otras dos en el territorio europeo) nos hacen gritar un no silencioso, demostración de nuestro apego por aquel personaje principal que hemos ido aprendiendo a apreciar en tanto ser humano, producto complejo de una situación histórica a veces favorable y a veces hostil. Aquí, quizás, está el juego de Kubrick, en la proposición de una historia que ya conocemos (por lo menos, en su arquitectura más global, descripción de un ascenso y de una derrota catastrófica), pero en una forma y una estructura que, en su vaivén de acercamiento y de alejamiento, nos hacen olvidar lo que ya sabemos.

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Escribir guiones significa empezar con la creación de una obra cinematográfica. Sin la palabra escrita, sin aquellas hojas sobre las cuales se ponen los diálogos y las descripciones que decidirán qué tipo de historia se va contando, resultaría imposible (o casi) proceder en el camino que va desde una idea abstracta (¿qué pasaría si…?) a aquella serie de imágenes en movimiento que se nos presentan en la pantalla (grande o pequeña, da lo mismo). Sin embargo, no basta con saber escribir, acción esta que aprendemos en los primeros años de escuela, cuando nos enseñan a juntar unos garabatos (así los ve el ojo infantil) con unos sonidos específicos. Para poder escribir guiones es necesario interiorizar las reglas del juego, y si queremos que nuestros productos sean buenos, será entonces necesario profundizar más y obtener aquellos detalles que dividen lo excelente de lo banal.

El libro de Alicia Luna (guionista española, conocida por Te doy mis ojos, profesora de la Escuela de Guion de Madrid) nos pone ante una lectura interesante de la estructura creativa de quién escribe películas: ¿quién es el guionista, nos dice Alicia, sino un jugador de póquer? Y, ¿quiénes son los espectadores, sino otras personas a las que queremos ganar? Se conduce así un partido en el cual tiene que confluir toda nuestra destreza a la hora de armar un conjunto de movimientos y de estrategias que nos llevarán al resultado esperado, aquel tipo de victoria que nos permite decir que hemos estado jugando bien, previendo lo que los otros harían. El póquer, entonces, se define no tanto en su calidad de juego (una situación en la que se pone de manifiesto el homo ludens) sino sobre todo –pero no exclusivamente– en su mezcla de estrategia y fortuna.

El concepto de ganar, de lograr una victoria, se revela así en tanto necesidad de un camino que se mueve de la idea inicial (sentarse a la mesa) al producto final (cuando los otros jugadores se ven vencidos por nuestra inteligencia). Se trata de un conjunto de acciones que se basan en el reconocimiento de la lógica que estaría en la base del juego. No sabemos qué tienen en sus manos nuestros adversarios, pero tampoco ellos lo saben de las nuestras; para ser un buen jugador (guionista) es necesario conocer la psicología de los otros, de los que están alrededor de nuestra misma mesa, entrar en su mente, analizarlos, descubrir cómo actúan y así lograr actuar antes de que ellos mismos se den cuenta de lo que nosotros vamos a hacer.

Una lectura que podría parecer veloz, entonces, pero que, como en el pequeño libro de Mamet Los tres usos de un cuchillo, esconde, en su aparente simplicidad, una estructura más compleja que nos permite acceder a una mirada lógica en lo que se refiere al proceso creativo del guionista. Un libro que se puede leer sea como ayuda para mejorar nuestras habilidades, sea en tanto modalidad de acceso a una mejor comprensión del acto de escritura fílmica.

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