Terminar una historia significa tener que decir que después de aquellos últimos minutos nada más puede pasar: todo concluye y, por esta razón, el público se levanta para seguir con su vida cotidiana. Se supone, entonces, que un buen final es aquel que propone una satisfacción redonda, un momento estructural definitivo que regala una sensación de completud. Esta sensación puede también convertirse en algo peor, desde el aburrimiento hasta la decepción más violenta, demostración esta de una carga vital cuando el ser humano se pone en relación a las obras de arte que se desarrollan en tanto cuento: un final malo, dicho de otro modo, es algo no solo horrible, sino que entra en la esfera de aquellas acciones negativas que hacen que nos demos cuenta de haber perdido nuestro tiempo. Efectivamente, una obra –fílmica, en nuestro caso– supone cierta inversión, ya sea de tiempo como también de dinero, además de la energía necesaria para estar despiertos y seguir atentamente lo que pasa en la pantalla. Momento terrible de por sí, el final es por esta razón aquel acto que puede hacernos decidir por salvar o condenar no solo aquella parte, sino toda la compleja arquitectura sobre la que se funda. Fallar en el intento es entonces lo peor que podría pasar, sobre todo en el caso de una serie de capítulos (nueve, en nuestro caso).
El problema de Duel of the Fates es que propone ser una conclusión doble: por una parte de la nueva trilogía de Star Wars (los episodios VII, VIII y este, el IX) y por la otra, de toda la saga de los Skywalker. Desafortunadamente, no funciona a la perfección en ninguno de sus roles. Atención: la estructura de la obra de Colin Trevorrow funciona, y se nota cómo los diferentes niveles (las diferentes historias de los varios personajes) se entremezclan fluidamente. Demasiado larga resulta, quizás, esta secuela que nunca tuvo la oportunidad de verse realizada, pero bien calibrada, en una serie de eventos que funcionan en el complejo general de la película. Sin embargo, si algo no funciona, tendríamos primero que hablar de la sensación general que se respira en las últimas aventuras de Rey, Poe y Finn (y Rose, ya que aquí sí tiene un rol de primera importancia): todo es muerte, todo es cansancio, todo nos lleva a pensar que estamos ante el desarrollo de la derrota de los buenos. Obviamente, no es así.
El color negro del que está impregnado el producto de Trevorrow, efectivamente, solo sirve para construir el lento camino hacia la liberación final: si algo bueno tiene que pasar, no podemos hacer que pase sin antes haberse enfrentado a las muchas posibles derrotas. Proposición bastante simple, esta, pero que no hay que ver como una acusación de incapacidad creativa contra el guionista y director. Más simplemente, la nueva trilogía había empezado mal, escondiendo sus problemas primero ante un obra divertida pero vacía, copia de algo que ya había pasado, y después continuando su trayectoria con un episodio mediano con una estructura pésima. De hecho, ¿hay diferencia entre el imperio que controla el universo y el New Order que controla el mismo cosmos? Si el primero tiene que derrumbar, por cuestiones de arquitectura textual de cada cuento positivo (y Star Wars quiere ser un cuento positivo), lo mismo le pasa al segundo. ¿Resultado? No solo una obviedad (el mal tiene que perder), sino la copia de algo que ya había pasado.
Si bien Duel of the Fates hubiera sido una buena película, sobre todo en lo que se refiere al juego del bien y del mal en tanto presencias cósmicas que luchan entre sí, hay que subrayar cómo no hubiera sido un excelente final, ya que las bases sobre las que se apoya son débiles. Trevorrow intenta así atar los nudos de toda la saga, presentándonos algo nuevo (aquella parte del universo fuera de las regiones conocidas), creando una relación con el capítulo precedente (Rey no es hija de ningún personaje importante), y mostrando su sitio en la estructura global de la saga (la presencia de Coruscant en tanto locus de una de las dos batallas finales). Imposible negar, aquí, el uso de la fantasía y el respeto por toda la saga en su complejidad. Pero el episodio, con su gana de explorar nuevos caminos, se olvida de la importancia de la familia Skywalker, de los lazos que se habían ido creando entre los personajes, ya que Star Wars funciona principalmente en tanto space opera (el culebrón espacial), y solo después sale al escenario la acción. La relación entre Rey y Poe, por ejemplo, podría funcionar, sí, pero no sentimos por ella o por él ningún sentimiento profundo; solo son dos personajes que no sabemos bien qué tienen que ver con la familia de Darth Vader.
No es, entonces, lo que se podía esperar en tanto salvación de una saga (las secuelas Disney) que se había ido desarrollando sin coordenadas. Sin la posibilidad de saber cuál sería el rumbo (y esto se debe a no haber querido seguir las indicaciones de Lucas, error gigantesco), Trevorrow tuvo que actuar confiando en su capacidad de guionista, sin poder cambiar las reglas de un juego que no había empezado él y que tenía que terminar. Resulta interesante, Duel of the Fates, en tanto artefacto, demostración de lo que tendría que haber sido el punto final de una de las sagas cinematográficas más conocidas. Ejemplo, también, de que una buena estructura, un buen ritmo, un uso sagaz de los personajes y de las relaciones entre ellos, como también un conocimiento de todo el texto global (precuelas, trilogía original y los primeros dos capítulos de la secuela), de nada sirven si la arquitectura global es de por sí inconcluyente. Un desperdicio de buenas intenciones, un ejercicio de estilo que quizás hubiera sido un poco mejor de lo que ahora tenemos (The Rise of Skywalker), pero no por esto un producto perfecto.