El arte, para algunos, es el elemento más sublime de todo el universo. Es, parece, algo de carácter místico, religioso, transcendental, capaz de ir más allá de lo que la vida nos depara. Una visión, quizás, que bien se une a la de Platón y a su mundo de las ideas, algo que está fuera de lo concreto, de lo corporal, y que permite a cada uno de nosotros acercarse a la infinitud de lo bello. Yo, por mi parte, prefiero a Aristóteles, quien tenía una visión más bien materialista y que, si se me permite, otorga una lectura del universo más verdadera, menos ficticia. Y es que, efectivamente, esta idea del arte como salvación del mundo es algo que siempre he odiado (yo, que he estudiado literatura, que tengo la casa llena de libros de ficción) ya que, a lo mejor porque he crecido en una familia muy modesta, creo que cuando nos duele el estómago no queremos que nos lean The Waste Land sino que nos den una purga para pasar un rato en el retrete. A lo superficial del arte como mística prefiero lo concreto del arte como educación (y no soy marxista, como el pobre Brecht).

El producto de Wenders, un documental sobre Anselm Kiefer, un artista alemán (uno de los más famosos) contemporáneo, presenta unas imágenes que funcionan solo como referencia estética. No hay, efectivamente, un sentido real que dé cierta satisfacción al espectador ante la visión de algo que de por sí no tiene una forma precisa. Se nos ofrece una superficialidad tan extensa que al final de la hora y media no podemos sino preguntarnos qué es lo que acabamos de ver, y la respuesta va a ser un rotundo “¿qué pasó?”, como si ante la necesidad de darle un sentido al producto nos diéramos cuenta de que este sentido mismo se pierde en la loca búsqueda de una salida de un laberinto fumoso. Y no es fácil, obviamente, poder darle una razón de ser a nuestro tiempo pasado en lo que es una tortura psicológica, un tiempo que se convierte en un lienzo sobre el cual se amontonan las bellas imágenes que, unidas, no logran dar una sensación de plenitud intelectual. Quizás la cuestión se base más en las emociones, sobre el todo la del aburrimiento.

Es un documental que nada dice, nada ofrece y nada regala más allá de la seguridad de estar delante de alguien que sabe cómo rodar unas imágenes. Y, dicho sea de paso, si lo que se busca solo es una sensación de felicidad estética, sin nada más, el objetivo del filme entonces habría sido logrado, puesto que este objetivo funciona como presentación de la superficialidad del elemento estético. Y la cuestión es que no se nota, desafortunadamente, una explosión de belleza, sino que estamos delante de lo vacío que una pantalla sabe otorgar cuando sus imágenes pierden muy velozmente aquella sensación de bondad artesanal (o sea saber dónde grabar). No aprendemos nada sobre el autor ni sobre la importancia de su obra, sobre la cuestión social, cultural y política en la que su vida se ha ido tanto desarrollando como insertando. Es una mar de nada. Una nada bd buena calidad estética, por supuesto, pero siempre nada, con su agobiante voluntad de aturdir un cerebro (el del espectador) que lenta e inexorablemente se deja arrastrar por lo soporífero que lo rodea.

Que Wenders haya producido películas importantes para la historia del cine es algo que nadie puede negar. Sin embargo, la sensación de manierismo que ya se vislumbraba en Der Himmel resulta ser, en este documental, el pecado principal del autor, como si estuviéramos ante una indigestión de azúcar, con todo lo malo que le provoca al cuerpo (o a nuestra mente, en este caso). No se sabe bien qué tipo de obra es la que Wenders aquí nos ofrece (no como regalo, ya que hay que pagar el precio de entrada), y resulta quizás bastante claro que en vez de jugar con la profundidad que se hubiera esperado, el director ha preferido dejarse llevar por una aburrida gana de misticismo, de psicología infantil y de una recurrente y requetefastidiosa voluntad de machacar los oídos del público con unas frases inútiles y ridículas susurradas como si de algo sublime se tratara (y no, no es nada de este estilo). Una obra artística que habla de obras artísticas; quizás el problema resida en que, en realidad, poco que decir efectivamente hay.

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Todos hemos pasado una larga tarde de charla con los amigos en algún bar, en la que transcurre el tiempo sin que nos percatemos de ello ni miremos el reloj. Y además, si nos remontamos a 1992, la atmósfera necesitaría estar invadida por el humo de los cigarrillos que se permitía fumar por entonces en los locales y no habría móviles que nos interrumpieran a cada rato. Así es El año del descubrimiento, un documental de 200 minutos en el que su director, Luis López Carrasco, trata de contarnos desde el presente lo crítico que fue ese año para muchos de los trabajadores de su tierra, Murcia.

De una forma muy directa y distendida somos testigos, en primera fila, de las charlas de algunos de los habitantes de Cartagena, quienes beben y fuman sentados en un bar, mientras hablan con gran naturalidad del presente y del pasado, fundiéndose los tiempos, para hacernos ver que el mundo laboral y sus precariedades siguen siendo uno de los grandes pendientes que tiene el ser humano como sociedad organizada. Incluso se puede afirmar que vamos a peor y que se están perdiendo derechos y solvencia económica, a la par que los sindicatos pierden peso en las negociaciones.

En 1992, mientras en España se preparaban las Olimpiadas y la Expo de Sevilla y se hacía ostentación del aparente gran momento por el que pasaba este país, la región de Murcia hacía frente al cierre de varias empresas de minería, fertilizantes y construcciones navales que daban de comer a cientos de trabajadores. Las manifestaciones y huelgas culminaron el 3 de febrero de ese año, cuando ardió el parlamento murciano a causa de un cóctel molotov.

Como bien dice Luis López Carrasco al inicio de la película, parte de la misión del cine es contar como fue nuestro tiempo, para que los que vengan detrás tengan constancia de ello. Y eso es lo que se refleja en El año del descubrimiento. Hay una intención de revivir lo que fue 1992 para Murcia y como espectadores nos sentimos transportados allí. La estética de la imagen, la vestimenta difícil de temporalizar, la falta de móviles, el humo de los cigarros, los primeros planos de los personajes y la gran pasión de las charlas nos llevan al pasado y aunque los protagonistas que cuentan sus vidas lo hacen desde el presente, bien podrían haberlo hecho desde 1992 porque las preocupaciones son las mismas y el resultado sería muy parecido. La simultaneidad de tiempos, pasado y presente, nos traslada a un tercer tiempo, un tiempo fusionado, una dimensión que engrandece el momento narrado y  en el que, sentados alrededor de una mesa, conviven pasado con presente, a la vez que se asoma cierto futuro. Los hechos y las personas que ya se fueron cobran protagonismo junto a los que están. Conviven todos. Hay una sincronía de tiempos que es parte de la vida misma y de nuestra eternidad como seres humanos. Somos mortales y eternos a la vez, y la memoria narrada,  vehiculada en este caso a través del cine como herramienta, tiene que ver con ello.

La narrativa, en apariencia documental, parte de un doble juego: realidad y ficción juntas, como entidades continuas que se encuentran y se cruzan. Existe la realidad de las conversaciones, generadas sin guion, como la vida misma; mientras se hace uso de cierta ficción como forma de llegar a ese relato de memoria necesario, como forma de introducirnos en ese otro tiempo, en esa otra dimensión que hemos mencionado. Sincronía de diálogos y tiempos reflejada también en la imagen sincrónica en la que se parte la pantalla a través de dos imágenes durante la mayor parte de la película.

Al final el resultado es hermoso. Es un documental espontáneo y fresco pese a estar contado a posteriori. Funciona y nos lleva allí donde nos tiene que llevar, a cierta  reflexión sobre ese acontecimiento local que tuvo lugar en una región de España, pero que es extrapolable y acaba teniendo un valor global. Nos sirve a todos. Tal vez en 1992 no se le dio el protagonismo necesario, incluso se trató de ocultar entre tanta opulencia, pero ahora, gracias a El año del descubrimiento, se hace justicia con la historia y queda constancia de aquello que sí sucedió. Es un acto de memoria para que los que vengan después, nosotros entre ellos, puedan y podamos conocer esos hechos.

 

Tráiler:

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Honeyland aficheLa relación con la naturaleza se debate en términos de desaciertos que culminan en dificultades para la subsistencia.

Hatidze Muratova es una campesina que sobrevive en un espacio árido y hostil  gracias a sus conocimientos de apicultura. Tendrá que compartir su medio de vida con vecinos que priorizarán un buen negocio en desmedro del armonioso funcionamiento del ecosistema.

Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov rodaron este documental durante tres años y participaron de la vida de los protagonistas de manera intensa. Fejmi Daut y Samir Ljuma son los encargados de la dirección de fotografía, en un trabajo que hace gala de hermosas imágenes y deja constancia de la contundente presencia de la naturaleza, mediante planos generales donde el humano se pierde bajo el peso de un determinismo que no admite errores de proceder.

El documental toma partido por una moralidad que combina bondad, generosidad y solidaridad como principios de buen obrar en connivencia con los equilibrios de la naturaleza. Fuera de ella no es posible la subsistencia, como concepto general, tanto de las abejas, como de Hatidze y la familia Sam. Deberán respetarla si pretenden nutrirse de sus beneficios.

Un conflicto que contrapone las urgencias de la vida cotidiana frente a las estabilidades de una vida precaria sostenida por recursos únicos. La falta de alternativas se articula con negación, negligencia e ignorancia, una combinación explosiva que tiende a provocar la caída del más débil.

No obstante estas realidades, los realizadores supieron compensar a Hatidze haciéndola participe de los beneficios cosechados por el filme: le compraron una casa en un pueblo cercano y habitado. También, ayudaron a la familia Sam con la escolarización de sus hijos.

Honeyland escena

Es la puesta en práctica de lo pregonado en el filme mediante valores que resaltan desde su propia ejecución, más allá del discurso en imágenes.

Una obra sencilla y sutil a la vez. Alegoría del papel del humano en la naturaleza y su expulsión al situarse fuera de las normas. Debe jugar un juego donde sus necesidades armonicen con las reglas de la naturaleza, ellas son supremas y no toleran transgresión por economicismos familiares inmediatistas; ejercen una neutralidad por sobre los egos, en aras de un equilibrio que debe ser descubierto y aprendido, más no negado y ocultado. Hatidze comparte un saber traicionado desde la transgresión de valores humanos básicos, es aquí donde el filme se adentra en un terreno paralelo que reafirma el precio a pagar por la traición a quien ofrece ayuda. Una lección moral que suma el peso de consecuencias trascendentes por la falta al deber. Nadie se beneficia, todos pierden, aunque algunos más que otros. Es la unidad entre moral y naturaleza, un hilo conductor bidimensional que establece continuidad entre acciones correctas y resultados correctos. Personas y naturaleza son un todo indisociable que ejecuta consecuencias permanentes en un ida y vuelta generador de múltiples efectos.

Lógica paralela que debe adecuarse al medioambiente en aras de una subsistencia condicionada, más allá de caprichos personales. El contexto no dialoga, espera ser comprendido, aceptado y respetado en sus condiciones. El deseo y la necesidad son irrelevantes ante la contundencia de un ecosistema preexistente y en permanente resistencia.

Honeyland fotograma

El montaje es inteligente, aprovecha los planos más relevantes para entretejer una historia simple y compleja a la vez; la sencillez esconde los avatares de una cultura en un recorte de matices que semejan un collage de actitudes y costumbres delatadas a partir de modelos relacionales que suponemos típicos. Hatidze y su madre ante la inminencia de la muerte, recuerdos que apuntan a un pudo ser que no fue, en ausencia de un matrimonio que pudo cambiar historias de vida. La familia y sus conflictos cotidianos, donde los hijos son importantes desde una tradición procreadora. Son mano de obra y, a su vez, configuran una mayor demanda de trabajo para la satisfacción de sus necesidades. El cuidado se combina con la escasez de recursos, una vida ruda es presentada, desde el dulce carácter de Hatidze y su calma ante la adversidad, en contraste con una familia que ejerce sus labores entre gritos, reclamos, retos y exigencias. Dos modalidades de subsistencia que contrastan, dos formas opuestas acceden a condiciones de vida hostiles buscadas y aceptadas.

La solidaridad y la destrucción como partes de una dialéctica que conduce al caos, las abejas semejan las posturas de los vecinos gobernadas por decisiones contrapuestas y forzadas por circunstancias que no tienen en cuenta el perjuicio del otro. Cuando el interés personal supera a la sabiduría el desastre se avecina.

Puestas en escena naturales donde abundan paredes de piedra derruidas, el concepto de precariedad alcanza la vida de Hatidze, hubo una vez un pueblo del que solo quedan ruinas y la presencia de dos personas que viven de un único recurso: la miel. Los habitantes nómadas que llegan levantan la apuesta y, ante la aridez, deciden implantar la actividad rural doméstica, aunque, sin los conocimientos suficientes, la naturaleza ofrecerá resistencia.

Honeyland plano

Un fragmento de vida humana, en términos de rareza en extinción, nos ofrece el planteo universal más allá de la particularidad. Hatidze es el punto de partida para la interpretación de hechos; el grave perjuicio nos hará empatizar y reflexionar acerca de las bondades de la adaptación al mundo moderno con su abanico de alternativas de subsistencia en base a oferta y demanda. Recordamos un pasaje que nos muestra como Hatidze no comprende esta lógica. Su miel en el mercado puede valer veinte euros, aunque quieran comprársela a diez. Explica esto en términos de un voluntarismo propio tendiente a establecer rebajas o alzas según la intención del momento. El aferrarse a la tradición desnuda un modo de vida anacrónico vinculado a enseñanzas del pasado, que van más allá de procedimientos económicos específicos, para abarcar todo un sistema de valores generadores de una concepción de optimismo extremo en cuanto a la existencia se refiere. La protagonista no alcanza a comprender la precariedad de la situación, depende exclusivamente de un solo recurso, si llegara a escasear, su vida y la de su madre estarían en peligro.

Tradiciones que se entretejen en roles prefijados, donde se lamenta la ausencia masculina en su rol de protector-proveedor. Es la fragilidad humana ante el desafío a la supervivencia bajo condicionamientos, naturales y sociales, generadores de un accionar económico limitado por el peso de la tradición.

Honeyland es el aprovechamiento de la tecnología para un discurso que la ignora, la vuelta a un contacto directo con la naturaleza y el respeto ante sus condicionantes, algo de lo que se puede vivir solo si se lo conoce, pero no en términos perceptivos, sino comprensivos de dinámicas lógicas, cuyo respeto redundará en la posibilidad de supervivencia.

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La autodeterminación moral de un ser humano sería la que nos permite decir (y decidir) qué tipo de persona somos. La elección entre el bien y el mal, desde este punto de vista, sería algo posible, quizás necesario, ya que solo tendríamos que actuar según nuestros mismos deseos, nuestras decisiones, llegando por esta razón a subrayar el concepto de legitimidad de nuestras tipologías morales. Yo soy quien soy, porque soy yo (únicamente yo) quien decide. Esto llevaría a crear una ruptura entre el mundo externo en el que solo vivimos, actuamos, y el mundo interior, el que nos permite ser individuos conscientes. Sin embargo, la cuestión es más complicada, y definirnos solo según una estructura interior, completamente diferenciada de lo que la rodea, no nos ayuda a comprender cómo personas normalmente buenas pueden llegar a actos terribles, violentos, casi inesperados. El hombre puede ser víctima y verdugo, no solo en la concreción de sus elementos (los seres humanos), sino también en la forma temporal y social de un único sujeto (la persona): a veces somos uno, a veces el otro, a veces ambos, así nos enseña la historia.

Y, si de historia hablamos, nos resultaría imposible olvidar un momento horrible del que no podemos deshacernos fácilmente. Tragedia entre las muchas de una humanidad que sigue las ideas de un falso progreso (el progreso verdadero existe, contestando así al ángel de Walter Benjamin, pero es otra cosa), ciertamente no la única, si bien una de las más terribles desgracias de nuestra comunidad global, la persecución de los judíos por parte de los nazis (y de todo xenófobo) sigue siendo un elemento desestabilizador no solo de la cultura alemana, sino de la europea y, consiguientemente, de la occidental. La matanza inútil, deseo enfermizo de una voluntad que poca (mejor dicho, ninguna) lógica e inteligencia tenía, nos pide que no olvidemos la destrucción de una cultura y de un pueblo llevada a cabo fríamente, sin tener en cuenta la posibilidad muy real de estar cumpliendo no solo un crimen, sino una acción sin sentido alguno, sin ninguna base sobre la que pudiera apoyarse, menos la de pensar de haber encontrado la causa suprema de todos los males del mundo (o sea los judíos, misteriosos hombres y mujeres capaces de destruir un continente, una etnia, una sociedad, pero incapaces de salvarse de los que, supuestamente, habían logrado esclavizar ideológicamente, demostración de la absurdidad de la proposición).

Resulta desestabilizador, por razones de las que hablaremos pronto, tener en cuenta todo lo dicho hasta ahora y adentrarse con este bagaje cultural en la estructura narrativa del documental de Maya Sarfaty. Resulta desestabilizador porque, fundamentalmente, la base del cuento que nos viene contando la directora es muy simple: él la encuentra a ella, él se enamora de ella, ella también (a lo mejor), ellos tienen una relación. Pero, ella es judía, él es miembro de las SS, y la relación que mantienen (si podemos llamarla relación) se desarrolla en un campo concentración, lugar de muerte no solo de los seres humanos en tanto objetos biológicos (afortunadamente algunos lograron salir con vida), sino también del concepto de humanidad en tanto conjunto de los mejores elementos psicológicos que hacen que seamos lo que pensamos ser (seres racionales, bondadosos, amistosos). ¿Qué vida es, entonces, la que Helena Citron tuvo en aquellos años, judía amada por un hombre que mataba a los que eran como ella, y que logró salvar a muchas personas, simplemente, por el amor de su prisionera?

La estructura del documental nos pone en una situación de descubrimiento no solo de la historia real, sino que nos permite adentrarnos en la secuencia de preguntas (de carácter ético, moral) que nace de la situación misma. Safarty deja que hablen las que compartieron parte de sus vidas con Helena en los campos, mientras que a nuestra protagonista la vemos en materiales de repertorio. La inteligencia de la mano de la director, entonces, es la de quien no quiere darnos una respuesta precisa, única, fríamente definitiva, sino que el proceso de análisis de la cuestión que se nos viene presentando cae sobre nuestras mismas conciencias: es el espectador quien debe llevar a cabo un proceso de descomposición de lo que ve y oye, hasta llegar a una conclusión que no puede sino ser suya. La responsabilidad del juicio final es, por esta razón, el resultado de un proceso subjetivo que enlaza el pasado con el presente, todo esto gracias al ojo objetivo de la directora.

Estamos ante una desestabilización, repetimos, de aquellas estructuras con las que (gracias a las que) vivimos. Odiada por sus compañeras, Helena Citron nunca abusó de su poder para vengarse de las que la llamaban la puta de un nazi. Hizo todo lo posible para salvar vidas. Y, al mismo tiempo, el oficial Franz Wunsch, sincera y genuinamente enamorado de ella, hizo lo que pudo para que ella se sintiera mejor, como si esto fuera posible en Auschwitz. La falta de humanidad de aquella época, de aquella ideología y de aquel lugar no podía engendrar ningún tipo de sentimiento positivo y, si en realidad sí lo hizo, no existía ninguna posibilidad de que este sentimiento pudiera seguir un camino que llevaría a una conclusión feliz. Deshumanizadas, las personas intentaban sobrevivir sin poder pensar en un futuro que les liberaría de una huella imborrable de sus y nuestras memorias. Lo que nos queda, en el testimonio de este estupendo (y duro) documental, es la necesidad de pensar no tanto en asegurarse de que algo así no pase nunca más, sino en la fría realidad de cómo el ser humano puede ser cuando el mundo que lo rodea enloquece sin que él decida cortar las raíces enfermizas. No era amor, porque algo así no podía nacer ante la falta de lo que nos hace humanos.

post scriptum : la crítica se basa en la edición internacional, disponible en streaming, en inglés. No se conoce si el documental estará disponible en versión subtitulada en castellano.

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La duplicidad de la vida, en su vertiente más real, es la que se instaura en la prosecución de ella misma a través de la unión de los componentes humanos. Se trata, en otras palabras, del acto de crear hijos, elementos, estos, que sirven no solo para que la especie prosiga, sino también para que se reverbere aquel conjunto de caprichos biológicos que se esconden en nuestro ADN y que suponemos van a formar parte de nuestro legado. Los dobles, entonces, seríamos nosotros en relación con nuestros padres, si bien ellos lo serían con los suyos, y así hasta la infinitud incompleta de la existencia humana durante el camino de su larga (para nosotros) historia. Viven, por esta razón, en nosotros todos aquellos seres que nos precedieron, y, por una cuestión de lógica, también los venideros, los que no solo van a reemplazarnos (si bien no siempre, ya que nuestra es la decisión de tener o no hijos), sino también a recuperar en sus ademanes los nuestros, aquellos minúsculos detalles que demuestran lo inamovible que puede ser la naturaleza humana.

Los dobles de Vilas, escritor español contemporáneo, no son solo los actores y las actrices que prestan sus voces a la lectura de algunos pasos de su producción literaria. Son, también, los personajes que forman parte de su familia, de su historia personal, los cuales no se limitan a los padres, sino también a los objetos y a los lugares que han ido creciendo (o, a la vez, mutando) con él a lo largo del proceso de rememoración típico de los que, ante el lento andar del presente, se preguntan qué fue de lo que antes era y hoy ya no es. Recuperamos así, los espectadores, un trozo del tiempo que fue, y en la simbiosis que se instaura entre nuestros ojos y las palabras de Vilas logramos sumergirnos en una sensación de doble vida que lleva a que la nuestra se interponga con la del escritor, actuando no solo de punto de partida para los recuerdos de él, sino también de los nuestros, en un juego de espejos que va más allá de la frontera de “lo personal”.

El resultado de este documental, ideado y montado magistralmente por Germán Roda, es así un diálogo que se reverbera entre los bordes de la pantalla y la realidad en la que vivimos. Se presenta por esta razón un movimiento de ida y vuelta entre el pasado y el presente, un movimiento que no quiere limitarse a la existencia real de Vilas ya que, a través de una larga charla, se amontonan otros puntos de vista que resaltan el carácter universal de la pluma del escritor. Todo lo que él pensaba ser típico de su familia, entonces, se ve espejado en la de muchos otros, de aquellos lectores que sumergiéndose en sus libros (re)descubren partes de sus vidas pasadas hasta aquel momento escondidas bajo las sábanas del sueño de la memoria. El pasado se concreta, siguiendo esta estructura lógica, en una serie de consideraciones que ponen en marcha un discurso sobre el concepto mismo de realidad, sin dejarse transportar nunca por la superficialidad de una metafísica ficticia, sino dejando que los pies ahonden en el ánimo concreto de una realidad vivida.

El producto final de esta larga charla es una experiencia que profundiza el carácter no solo de la memoria (biológica o social, es lo mismo) sino también del significado de la existencia y del pasar del tiempo, en una fluidez de valor interrelacional que se distribuye sobre el largo lienzo de la vida de cada uno. Es una pequeña joya, entonces, y no por ser un producto que es posible visionar en poco más de una hora (lo bastante para que nos carguemos de una belleza estética y estructural intimista), sino también por el hecho de no dejarse llevar por unos gritos ensordecedores, prefiriendo la anécdota de las charlas cálidas, los dobles de un viento de primavera que nos acaricia las espaldas mientras intentamos dormir durante las primeras horas de la noche (o las últimas de la tarde). Y es así que el malestar que puede provocar el paso del tiempo se derrite ante las palabras de la memoria y nos permite acceder a un discurso subterráneo que nos ayuda a dejar esta charla sabiendo que, sí, algo hemos aprendido, algo que a lo mejor habíamos olvidado y que nos esperaba para nuestro sempiterno reencuentro.

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