David Lynch (1946-2025)

Tenía algo como diecisiete años. Más o menos. Podría no acordarme bien (y por supuesto es lo que me está pasando), pero sé que tenía que haber sido mi primera experiencia con el cine de David Lynch. Muchos, la mayoría (o la totalidad), se habrán acercado al autor con una de sus obras más importantes, tanto del cine como de la televisión. No fue mi caso. A mí me interesaba la ciencia ficción, y todavía me interesa, como el cine de terror, de horror, o el cine de autor. O, más bien, todo el cine que esté bien hecho y que me ayude a pensar, a analizar el mundo que me rodea, a saborear la estructura narrativa o la competencia estética.

Fue Dune. El filme que no se sabe bien de qué parte de la imaginación de Lynch salió. El filme que, efectivamente, fue rechazado por su autor (me parece que decidió nunca volver a hablar de él después del rotundo flop). Estaba en mi habitación, con una pantalla diminuta, de aquellas televisiones que tenían como parte biológica el lector VHS. La cinta la había alquilado en una aldea cerca de mi casa, allá donde el olor de los cigarrillos te comían el pelo. Por aquel entonces se podía fumar en una tienda (hoy, afortunadamente, no se puede, y lo digo en cuanto antiguo amante del tabaco, del cual ya hace siete años que me he separado). No sé si me gustó o menos, aquel disparate espacial. Pero lo vi.

Y, sí, algo pasó delante de aquellas imágenes. Algo que, en su caótica unidad, en la dificultad de encontrar un sentido por la carga inmensa de los elementos narrativos que se amontonaban, me llevaba a decir que una sensación de visión artística allí se podía encontrar. Había y todavía hay, efectivamente, una sensación de strangeness, de aquella visión onírica que Lynch utilizaría en sus obras sucesivas (menos Una historia verdadera, me dicen) y que dentro del fracaso de ciencia-ficción demuestra que algo está albergado bajo (y sobre) la piel de aquel pantagruélico Leviatán cinematográfico.

¿Me equivoco? A lo mejor fue en 2001 cuando fui al cine a ver la primera película de Lynch. Dune la alquilé después. O a lo mejor me acuerdo bien y el fluir del tiempo sería la transposición de Herbert primero y años después, unos dos o tres, Mulholland Drive. No sé. Fui con un amigo (ahora ya no sé qué hace, qué dice, qué piensa, ni me interesa). A él no le gustó, el filme, pero él nunca ha tenido mucha inteligencia, mucha capacidad crítica. No sabía ni sabe analizar los textos. Por supuesto, su trayectoria ya lo había llevado a estudiar de ingeniero y, como sabemos, los ingenieros no tienen imaginación. Si hay un problema, dicen, tienes que aplicar (no encontrar) la solución, y ya está.

Yo quedé extasiado. Por una cuestión no solo estética, sino de cómo el cine puede ser. Algo diferente, algo surreal, algo que te empuja a pensar, a trabajar con los signos para que logres descifrar el significado. ¿Cuál era el mensaje que el autor nos estaba proponiendo? ¿Cómo se podía leer aquel texto? Todavía hoy en día algunas de las imágenes siguen grabadas en mi cerebro. Se podría decir que, en el juego biológico de la memoria, Lynch ha logrado dejar huella de su presencia en lo que se encuentra por debajo de mi largo pelo marrón.

Y ese surrealismo es lo que (dicen) hace que Lynch sea Lynch. Un surrealismo, una visión onírica que se distribuye tanto en las imágenes como también en la virtud narrativa, el elemento estructural que se apoya en el desarrollo de la acción y en el producto de los diálogos. Nos vemos llevados, como espectadores, hacia un mundo que establece su posición dentro de los momentos que nos envuelven debajo de las sábanas cuando estamos a punto de despertarnos y, sin embargo, el sueño sigue atrapando nuestra mente. Sabemos que no es real lo que estamos viendo, pero sí lo vivimos, lo experimentamos.

Blue Velvet fue otra obra que me llevó a pensar en la bondad del cine. La vi en DVD. Un día mi hermana, que habitaba en otra de nuestras casas (no somos ricos, padre albañil y madre obrera, simplemente los abuelos habían tenido una pizca de fortuna en la Italia del siglo pasado), se puso a planchar allí donde yo vivía con mis padres. Le dije que tenía que salir y ella, aquel domingo, me pidió que le aconsejara algo que ver. Le propuse Blue Velvet. Me dijo, por la tarde o por la noche (os lo repito, no me acuerdo bien, como Cervantes), que no había podido terminar la visión. “¡Qué porquería”, afirmó. Demasiada violencia, demasiada sexualidad. Demostración de que el cine sabe transmitir emociones.

Fue en Milán, a los veinte y pocos años, que me compré Elephant Man. Había una tienda de cine y cuando iba (las muy pocas veces, solo para los exámenes) a la universidad me regalaba algo con lo cual poder ensanchar mis conocimientos de cine. Una acción que, hoy en día, ya no tiene sentido gracias al fluir de la red, tanto legal como ilegalmente. Creo que al final me puse a llorar (al final de la película, por supuesto).

Noche de no sé que año. Dos mil y algo. Hacía calor, mucho, demasiado. Quizás para algunos de vosotros no sea nada especial, pero aquí, cerca de Suiza, unos veinte y algo grados resultan ser una pesadilla para cuerpos habituados a un clima más suave. Por aquel entonces fumaba (ya lo sabéis). Con el ordenador portátil sobre mi cuerpo medio desnudo veía Lost Highway. La noche en el campo, las voces de los grillos y el humo que tragaba se habían sentado conmigo para ver la historia de una persona cuya mujer, probablemente, le era infiel (o quizás solo era su imaginación). Me gustó tanto que después de algunos años me compré el guión de Faber.

Es allí, en algunas de las primeras páginas, con una entrevista al director, que se pone de manifiesto uno de los elementos fundamentales de Lynch. La dificultad de darle un sentido a la obra y, por ende, la posibilidad de que cada persona pueda participar en la búsqueda de ese mismo sentido. Sea cual sea el valor real del mensaje que se nos propone, lo importante parece ser (no para nosotros los que criticamos, sino para nosotros los que consumimos) la libertad que se otorga al acto mismo de la interpretación. Somos, en lo onírico que cubre esta obras, noveles Freud que intentan descubrir la estructura que se esconde por debajo de lo que nuestro paciente nos está contando.

Solo me quedan un par de filmes para poder decir que lo he visto todo. El “todo” se refiere a la producción de Lynch. Pocas películas, hay que afirmar. De Twin Peaks he visto la primera temporada. Me había gustado, pero tenía que estudiar, que trabajar, que leer. Hay tiempo. Quizás lo haga este año, quizás el próximo, quizás nunca. El tiempo fluye, por supuesto. En la infinitud del universo la muerte de un autor de cine nada significa. Pero sí, para los de este momento singular (qué idiotez, todo momento es singular) la muerte de un autor algo nos puede decir. Quizás sea simplemente la necesidad de volver a aquellas imágenes para que el recuerdo no se nos escape de las yemas de nuestros dedos.

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El proceso que nos lleva a descifrar un texto parte de la idea de tener el texto mismo un sentido global descifrable: dicho de otra manera, si lo que tengo ante mí no tiene sentido, será difícil (si no más bien imposible) otorgarle una arquitectura lógica a lo que quiere decirnos. La conclusión a la que queremos llegar, entonces, tiene que basarse en el texto, suponiendo así que nuestra labor sería la de convertir lo que nos es dado (en el caso del cine, las imágenes) en un serie de elementos inteligibles. Podría parecer algo bastante profundo, casi de carácter filosófico (o preferiblemente filológico), pero la realidad es que se trata de una acción elemental que ponemos en marcha todos los días: el mundo, efectivamente, no tiene sentido de por sí, sino que somos nosotros (probablemente sin darnos cuenta) que tendemos a relacionarlo a unas categorías mentales. En el caso del cine, estaríamos ante un producto humano que tiene que ser leído por otros seres humanos; la idea, entonces, es que quien habla (el director, el guionista) está intentando decirnos algo y que, teóricamente, nuestro deber sería solo la traducción mental pasiva.

El problema de las obras de David Lynch, si seguimos el discurso de la traducibilidad, sería la falta de unos cánones precisos, ya conocidos. No se trata aquí de la problemática que nos llevaría a tener una visión fuera de las normas del texto fílmico, sino del conjunto de detalles que forman parte de un mundo al que no podemos acercarnos fácilmente desde un punto de vista de pasividad. Efectivamente, Ronnie Rocket sería la historia de unos buenos (el detective, los dos científicos y su amiga o amante) que intentan luchar contra los malos (los “donut men”, el empresario, el gran malo final que no puede concebir que los zapatos no estén atados), todo esto representando la salvación de un personaje incapaz de hablar (¿de pensar?). Ronnie representa la inocencia, la vida que nace por mano de unas personas cuyo objetivo es amar, querer; lo negativo, la presencia de la falta de humanidad (de sentimientos), sería entonces la explotación salvaje, el acto de despreciar a los seres vivos, ya que el objetivo solo es aumentar el número de billetes de cada concierto (lo cual, materialmente, significa una serie de buenas recaudaciones).

Sin embargo, la presencia de una estructura nuclear así simple pone de manifiesto cómo los detalles, la carne que envuelve los huesos, son todo menos que simples de descifrar. No entendemos aquí la sola traducción en unas palabras secas del significado de ciertos elementos fílmicos en relación al contexto interno, sino también la presencia de la forma del director (y guionista) en tanto sujeto activo: si algo vemos (o leemos, ya que de un guion se trata) en Ronnie Rocket, esto puede remontarse a un valor simbólico profundo o, lo cual no es de desdeñarse, a una voluntad estética por parte de Lynch. Proposición más simple: si hay algo, quizás este se deba a que Lynch simplemente nos está contando sus sueños, confundiendo y entremezclando el texto fílmico canónico con la creación artística individual, la presencia de un “yo” que quiere hablar de sí, y nada más.

El guion del director norteamericano, con sus dobles mundos que se entremezclan, supone así una serie de lecturas diferentes, a veces hasta inconcluyentes (pero no por esto menos interesantes), que forman la complejidad de toda la arquitectura existente del filme en tanto producto y no solo texto. Resulta interesante la lectura, porque nos lleva a una dimensión diferente y, sobre todo, porque nos invita a acceder a un mundo que nos está prohibido: Ronnie Rocket funciona como guion porque revela su improbable caos, la imposibilidad de visualizar la obra ya que se resalta la importancia de la fantasía del director.

El hecho de que leer no sea bastante, acto este que al final nos resulta manco, nos prepara para que el resultado final se materialice en la gana de ver el producto final, completo, ya que lo visual tiene una importancia por nada secundaria en la lectura global de lo que nos es presentado. El guion nos ayuda a acercarnos a un mundo inexistente, demostración de que no siempre lo onírico puede traspasar al mundo real; esta visión fantasmal no es la dicotomía que encontramos en los dos mundos de Ronnie Rocket, sino el darse cuenta de que no todos los proyectos acaban en la pantalla. Si un día Lynch decidirá acceder a las plegarias de un “yo” suyo más joven, el producto final tendrá que pasar por unas variaciones que podrían poner en peligro la estructura inicial (Lynch mismo parece rechazar cualquier idea de rodar el guion, ya que el mundo contemporáneo no le parece apto para su visión estética, demasiado diferente de aquella situación contextual de los años setenta y ochenta). Necesaria, entonces es la lectura, lo que nos transforma en visitantes de otros mundos que nacieron y que nunca lograron vivir fuera de las hojas blancas.

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