La experimentación supone una voluntad de cambio en relación con los cánones existentes de una determinada producción cultural. Este cambio lleva a que se demuestre la posibilidad de variar (con una carga mayor o menor) el conjunto de reglas sobre las cuales se basarían las claves de lectura de la estructura que se nos presenta en su forma, por ejemplo, visual o escrita; el resultado de esta variación sería, por los motivos que acabamos de mencionar, la necesidad de encontrar un punto de vista diferente, nuevo, a través del cual sería posible entrar en contacto con la obra y, por supuesto, analizarla y descifrarla según lo que efectivamente el artista quiere decir. En otras palabras, la experimentación supone sí un cambio en lo que al código textual y discursivo se refiere, sin embargo no se deshace de la necesidad de transmitir un mensaje, elemento este que es parte integrante de cualquier tipo de expresión humana; el juego no estaría, entonces, en la búsqueda de una incomunicabilidad, sino en el acto mismo de querer comunicar a través de engranajes diferentes, lo cual implica, de por sí, la necesidad de dejarse guiar por el artista hasta encontrar, en el intercambio del diálogo entre obra y público, la clave de interpretación.

Experimental, por supuesto, es la obra de 1970, Crimes of the Future. Sin utilizar ningún tipo de sonido (o ruido) directo, Cronenberg pone en marcha una serie de episodios de carácter imaginativo (aquella imaginación típica del género de ciencia ficción) para que se desarrolle un cuento cuya lectura no resulta muy fácil. Esta dificultad intrínseca, obviamente, deriva de la voluntad de darles a los espectadores solo unas pocas palabras (frases narradas por el protagonista) que no se dejan llevar por un claro acto interpretativo; lo que se recibe en su forma oral, de hecho, se basa no en un discurso de explicación de lo que pasa, sino en un juego que manifiesta la voluntad de dialogar con personas que ya son parte del mundo que se nos está mostrando. En palabras más llanas, los monólogos que escuchamos no son mensajes para nosotros, sino elementos de un diálogo entre el protagonista y sí mismo o personas que comparten su cultura (mensajes, aún más simplemente, de un hombre futuro hacia su contexto futuro).

La estructura narrativa se compone así de diferentes escenas que se construyen alrededor de una voluntad centrípeta en lo que a la dimensión geográfica se refiere. El mundo de Crimes of the Future, terriblemente asfixiante, está al mismo tiempo plagado por una sensación de agorafobia y de claustrofobia. Estas dos vertientes se entremezclan con la presencia casi irreal de muy pocos seres humanos, todos (única excepción de una niña) hombres, lo cual no permite acceder al nivel de intercambio biológico entre los sexos; el resultado es un juego muy descarado en relación a la necesidad del contacto físico y a la sublimación de la sexualidad, lo cual pone en marcha una serie de lecturas homoeróticas muy claras. Se manifiesta así la cuestión de la atracción física, corporal, en la que el proceso biológico que se inserta en la creación y excitación del deseo desemboca hacia una desviación de la normalidad (pero, ¿qué es la normalidad?), hacia lo fetichista.

El elemento narrativo de esta película se compone, en definitiva, de aquellos mecanismos que forman parte de una voluntad expresiva cuya finalidad es animar a los espectadores para que intenten entrar directamente en la mente de estos crímenes futuros, crímenes que se sitúan entre el área de la metáfora y la de la realidad directa. La penetración, inexistente en la película en cuanto acto sexual quizás más bien clásico y universal que fundamental, se reverbera en la voluntad de Cronenberg de querer entrar (y hacernos entrar) en la psique del protagonista, del cual resulta difícil dar una lectura clara (la cuestión de la pedofilia, por supuesto, implica un juicio negativo, si bien en el conjunto de la obra no sabemos decir si este acto, nunca consumado, tiene un valor real o metafórico); el resultado final no es una narración de por sí simplemente perturbadora, sino desestabilizada, un mosaico cuyo diseño es nuestro deber descifrar y analizar (si esto es lo queremos hacer).

Comparte este contenido:

La búsqueda de un lugar en el cual poder vivir y sentirse en paz (consigo y con el mundo) es elemento integrante de una voluntad de tranquilidad física y psicológica que se abre ante el problema de no encontrar nuestro sitio (nuestro rol, se podría decir) en una sociedad de la que no sentimos formar parte. Es una cuestión de carácter casi biológico, ya que problemas de este tipo aparecen, sobre todo, en el momento en el que pasamos de la niñez a la adolescencia, cuando ya sentimos la necesidad de tener que dejar atrás nuestros viejos juegos y, creando también una ruptura con el lazo familiar (el lazo que nos ata a nuestros padres), introducirnos en lo que sería un micro-grupo y una micro-sociedad habitada por nuestros pares. Sin embargo, a veces la inconstancia vital que brota de no lograr encajar sigue presente en la edad madura y el malestar que nace de esta condición nos lleva a pensar que algo no funciona bien en nuestra vida, que nuestra misma existencia está bajo una dictadura cultural (dictadura ficticia, obviamente, en el caso de las democracias en las que vivimos). Se busca, entonces, aquel mundo imaginario (soñado) en el que sentirse aceptados.

Este mundo, en la obra del escritor británico Clive Barker, se sitúa bajo un cementerio abandonado. Midian, ciudad fantástica que se presenta como lugar imaginario, de carácter casi mítico, recoge dentro de sí a los que llamamos monstruos, seres con un aspecto plagado por la fealdad y que intentan, según el orden lógico de la supervivencia, vivir en paz entre ellos mismos sin que el mundo exterior sepa de su existencia. El hecho de encontrarse bajo la tierra, entonces, crea un doble aspecto metafórico, en el cual, por un lado, reconocemos en estos monstruos los habitantes del infierno, mientras que, por el otro, no podemos sino acercarlos a los primeros cristianos que vivían en la catacumbas. El resultado de esta doble vertiente es un desfase interpretativo que nos lleva a unas sensaciones de rechazo y de aceptación, subrayando el valor simbólico de un mundo que quiere situarse fuera de nuestra sociedad y que, por su constitución, necesita existir en el anonimato, sin que nadie reconozca su existencia.

El juego estructural se desarrolla así en la distinción que se establece entre el mundo exterior y superior (el mundo de la luz) y el mundo interior e inferior (el mundo de la oscuridad). El en el cual vivimos, el de nuestra misma realidad (entendida aquí como algo concreto, la que nos pertenece en cuanto espectadores), alberga en sí una dificultad ontológica en la capacidad de aceptar a los que son diferentes, obligando a cada uno de los que no logran conformarse a despojarse de su propia personalidad y, en el acto de vaciarse de ella, reemplazarla con una serie de elementos secundarios que llevan a perder su propia naturaleza. Sin embargo, la voluntad de querer esconder su propia personalidad es lo que pone en marcha las acciones del antagonista, aquí interpretado por David Cronenberg, quien revela su yo solo cuando logra manifestarse a través de la protección de una máscara. Se presentan aquí juegos de diferentes niveles, a través de los cuales la lectura de la realidad se muestra más compleja: el antagonista no es lo que parece ser, o sea un miembro positivo de nuestra sociedad, mientras que los monstruos, cuyo aspecto nos puede provocar cierta náusea, revelan una estructura psicológica más concreta.

La cuestión misma de lo que es una sociedad se desarrolla en una serie de detalles que ponen de manifiesto cómo Midian tiene una estructura más fuerte que nuestro mundo. Efectivamente, en Midian los monstruos siguen unas reglas precisas, algo que ellos reconocen como necesidad práctica para sobrevivir, mientras que nuestra sociedad se basa en la aceptación pasiva, acción por nada debida a una toma de conciencia activa, lo cual subraya el carácter de destrucción del yo que puede tener lugar. Se crea, si seguimos esta consideración, una distinción entre el deseo y el deber, así como la voluntad de amar por parte de nuestro protagonista se enfrenta al placer de matar del antagonista. El mecanismo metafórico y simbólico se presenta entonces en un texto estructurado a través de diferentes escalones, y el resultado final de esta obra que se inserta entre el horror y la dark fantasy encarna el discurso que se establece entre la necesidad de seguir las leyes y la voluntad del yo, de seguir sus propias pasiones.

Comparte este contenido: