Los bosques son lugares cargados de cierta importancia a la hora de entablar un cuento. Quizás se deba a que, desde un punto de vista cultural, las historias del pasado se habían desarrollado a través de la distinción entre lo humano (la ciudad, el pueblo, las instituciones) y lo salvaje (la naturaleza, lo que está más allá de los bordes trazados por las casas y los campos). Funcionan, entonces, como espacio que permite acceder a un conjunto de problemáticas que se refieren a nuestra misma manera de ser : personas civilizadas, por supuesto, que surgen (Darwin docet, y no solo él) de la realidad sin moral de lo natural, lo que permite hablar de una lucha por la supervivencia que va más allá de lo que podemos aceptar dentro de nuestras ideas éticas (que, por supuesto, forman parte ellas también de la naturaleza, ya que todo es lingüísticamente “natural”). Los bosques representan, en consecuencia, lo que dejamos atrás, hace milenios, cuando nos alejamos de ser simios incapaces de hablar para convertirnos en simios capaces de hacer fuego con leña (que, por supuesto, viene de los bosques – ¿acaso ya veis la dualidad indisoluble de la civilización y de lo incivilizado?).

Los bosques (franceses) son también el lugar donde se esconden los deseos más violentos, los de un cambio radical en nuestra manera de ser que se aleja de lo que se supone ser la normalidad. O, más sencillamente, los bosques (franceses, repetimos, pero podrían ser de cualquier parte del mundo) son la representación de los deseos de los que mejor sería no hablar, los que salen de la normalidad de lo que la civilización nos empuja a aceptar. Y no, no es una simple cuestión de deseos sexuales, presentes, por supuesto, pero no tan necesarios, sino de deseos de carácter también mental, ya que la satisfacción de nuestras necesidades corporales se une a la necesidad de reconocer la presencia de algo más bien psicológico, de aquella forma mental que se reverbera en la presencia de una constitución típicamente biológica (o sea cómo funciona nuestro cerebro, en su relación con la voluntad de no quedarnos solos y de reconocer la presencia de las hormonas). Es una cuestión, probablemente, de analizar lo que efectivamente resulta (¿resultaría?) imposible de aceptar dentro del andamiaje de reglas que permiten la presencia de la “sociedad”, de la “civilización”.

El deseo, entonces, que se desarrolla dentro del filme de Alain Guiraudie es aquel tipo de sensación que se inserta dentro de un discurso de normalidad y que vuelca las estructuras con las que lo civilizado puede seguir existiendo. Desear no es un problema, de por sí, sin embargo la necesidad de alcanzar nuestro objetivo es tal que se deshace (a veces) de cualquier elemento de moralidad, de lo ético, de lo aceptable. ¿Somos no solo esclavos de nuestros deseos, sino también de una hiperracionalización de nuestras mismas acciones, para que, en el acto de convencernos de lo que es, efectivamente, un acto negativo nos podamos absolver de cualquier tipo de pecado? Los secretos se comparten entonces no para que se cree una cábala de conjurados, sino por reconstruir la forma de una (mini)sociedad que se apoya en la comprensión mutua del silencio, algo que, por supuesto, solo puede darse cuando abrimos los brazos para acoger en nosotros el valor del deseo, de lo que queremos que nuestro sea y que nuestro quede, hasta a costa de tener que perder a otra persona.

Misericordia es un filme que no tiene un final claro y que, por esta razón, nos deja con una sensación de malestar. Si bien la concatenación de los eventos es tal que todo tiene sentido desde un punto de vista narrativo, es la mise en scène de la presencia de un discurso de carácter ancestral (psicológico, biológico) que nos lleva a tener cierta dificultad en aceptar no tanto el filme, sino su análisis de lo que está fuera de los bordes de la pantalla (o sea nuestra presente realidad). El deseo sexual, entonces, de carácter homoerótico va más allá de los valores típicos de su género, y pone de manifiesto la capacidad del director de entablar un discurso que en lo reducido que es su espacio se abre ante la infinitud de lo globalmente humano. El bosque no es lo que está fuera, lo que representa la anormalidad, sino que se convierte en el acto mismo de reconocer que hay “algo más” del que no queremos hablar. Y, en este discurso, la muerte, la mentira, la damnatio y el arrepentimiento se mezclan con la pregunta de lo que es, efectivamente, el conjunto de motivaciones que nos empuja a que sigamos viviendo.

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El director Jacques Audiard comienza su película París, Distrito 13 con unas elegantes y maravillosas imágenes en blanco y negro de un barrio parisino de clase media que se desmarcan claramente de las habituales imágenes turísticas de la ciudad retratadas mil veces. París es la ciudad del amor y la película de Audiard quiere hablarnos del amor, pero es un amor muy contemporáneo, muy de nuestros días, así que llevarlo a otros escenarios de la ciudad parece la conjunción perfecta. Se agradece.

El título original de la película es Les Olympiades, haciendo referencia a un distrito de rascacielos de la capital francesa construido en los años 70, en el que cada rascacielos tiene el nombre de alguna de las ciudades donde ha habido Juegos Olímpicos. En este espacio Audiard nos presenta un fresco retrato de los jóvenes treintañeros del siglo XXI, jóvenes que tienen estudios y un nivel cultural alto pero que su vida profesional no acaba de despegar y van sobreviviendo a base de trabajos sin mucha estabilidad. Es un retrato de una generación que aspiraba a más pero que ve como choca contra el muro de una realidad en la que el horizonte es escaso.

Con un guion escrito en colaboración con nombres como Céline Sciamma o Léa Mysius, y que parte de varias historias del creador norteamericano de cómics Adriane Tomine, sorprende el aire tan contemporáneo y juvenil que Audiard, ya un director veterano a punto de cumplir 70 años, es capaz de dotar al conjunto de la película. Esa exploración del amor de nuestros tiempos, unido ya para siempre al mundo de la tecnología, y el sentimiento líquido que nos invade como sociedad que teme comprometerse más de la cuenta, se ven perfectamente reflejados en una historia o, mejor dicho, historias que fluyen y enganchan. Pero, como retrato y análisis del amor de hoy, también hay en el resultado una parte mecánica que intenta incluir todos los aspectos del tema tratado y que a veces descubre involuntariamente su intención.

Se respira el aire francés del film tanto en el tono social como en los personajes y su multiculturalidad. Son cuatro treintañeros de procedencia y bagajes diferentes. Camille, el actor Makita Samba, de raza negra, es el único protagonista masculino, un profesor que trata de preparar unas oposiciones que lo estabilicen laboralmente. Lucie Zhang interpreta a la joven china Émilie, graduada en ciencias políticas pero realizando trabajos de teleoperadora y camarera. Noémie Merlant, a quien ya tuvimos ocasión de disfrutar en la fantástica Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, Céline Sciamma, 2019) , es Nora, la joven de provincias que llega a París con el ánimo de estudiar a sus 33 años. Y por último, Jehnny Beth hace el papel Amber Sweet, una cam girl. Son todas ellas interpretaciones que convencen en esa atmósfera de vida cambiante en la que pocas cosas parece que puedan perdurar.

Aunque París, Distrito 13 habla del entorno laboral y sus deficiencias, es en el terreno de las afectividades, del amor actual, de las relaciones,  en el que se centra el relato de la película. Aquí es casi imposible no mencionar a Zygmunt Bauman y su concepto de sociedad líquida. Vemos ante nosotros a unos personajes que afectivamente le temen al compromiso, no saben lidiar con él. Buscan el amor y a la vez no quieren mojarse. En parte el mundo de la tecnología y la velocidad con la que acontece todo pueden explicar esto. Al amor llegamos muchas veces desde casa, pulsando un botón. Eso hace que el abanico de posibilidades se multiplique y que el comprometerse con alguien se vea también como dar un paso demasiado serio y que cierra otras puertas. Además está el miedo al dolor, a querer y después perder porque las relaciones amorosas han acortado su tiempo de vida. En general el mundo parece consumir todo más rápidamente.

Llama la atención como las relaciones afectivas han ido evolucionando. En lo referente al contacto físico pareciera que la intensidad sexual se mantiene e incluso se incrementa, pero a cambio, la parte afectiva de cariño, de ternura, del hecho de profesar amor a alguien, se encarece, fluye menos. En este sentido es significativa la solución que da Émilie a las visitas que debe hacerle a su abuela en una residencia de mayores. Sorprende pero tal vez no tanto porque empezamos a acostumbrarnos a una mayor frialdad.

De todas formas, Jacques Audiard se muestra optimista y no abandona nunca la posibilidad de que se produzca el milagro del amor. Cree en el amor romántico y seguramente el resto de la humanidad también. A fin de cuentas el amor ha sido siempre un camino a la felicidad. Puede que la tecnología y la globalización hayan cambiado y unificado en parte los protocolos de la seducción. Puede que nos resguardemos más y temamos sentir. La vulnerabilidad está hoy a flor de piel. Es la sociedad en la que nos hemos convertido, la que se protege de todo en su intento de alcanzar la perfección. Pero esperemos que estos cambios en su progreso histórico no terminen con algunas de las cosas realmente hermosas y emocionantes que tiene la vida.

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