El cuerpo, en tanto elemento del ser humano, puede convertirse en el objeto de un análisis no solo científico, sino también artístico, llevando así a una concepción de carácter más bien simbólico o metafórico. Efectivamente, la cuestión del cuerpo como parte integrante de la humanidad siempre pone en marcha una serie de elucubraciones que, de por sí, conducen a una lectura dúplice de lo que es: por una lado hay los que definen al cuerpo como un elemento externo de lo que es realmente el hombre (y la mujer), mientras que por el otro se sitúan los que afirman que el hombre (y, repetimos, la mujer) es su cuerpo mismo, negando la diferenciación con la mente y, por esta razón, abriendo paso a la necesidad de reconocernos solo como productos (y productores) biológicos. Una diferencia, esta de los puntos de vista, que remonta a la división entre Platón y Aristóteles, o sea entre una visión metafísica y una científica (otra división interesante podría ser la entre el ateo y materialista Freud y el más abstracto y metafórico Jung). El cuerpo, de todas formas, es algo que tenemos que tener en consideración, sea que lo rechacemos, sea que lo aceptemos, y por esta razón el conjunto biológico del que estamos hechos (o, quizás, que simplemente somos) nos conduce hacia determinadas consideraciones, sin olvidar que, efectivamente, el universo que nos rodea es analizado y descifrado exactamente a través de nuestra biología.

Los crímenes del futuro de los que nos narra Cronenberg, usando el título de una de sus primeras obras, no se alejan de la trayectoria típica de este autor, y vuelve la hermosura intelectual (así como la nausea física) del concepto de body horror. Un futuro no muy lejano de nuestro presente, por supuesto, cuyo elemento indefinido se pone en relación al elemento de visión post-apocalíptica de un mundo en el cual todo parece haber aceptado cierta decadencia de la humanidad en su vertiente vital. Falta, efectivamente, aquel elemento “verde” que se traduce en la belleza de la naturaleza, mientras que las tonalidades grises de una civilización quizás enfermiza (desde un punto de vista cultural y social, se entiende) se entremezclan con un contexto urbano incapaz de admitir directamente la presencia de los símbolos de lo vital, de lo vivo (la presencia del agua con la cual se abre la película resulta ella misma incapaz de transmitir aquella sensación así humana de exuberancia biológica). El resultado de estas elecciones artísticas es un sentimiento de nausea y de malestar que se inserta en una estructura narrativa hecha de pequeños elementos que intentan sustraerse de una lectura y de una interpretación directa.

Efectivamente, la perspectiva a través de la cual el director quiere que nos acerquemos a su producto no es la de permitirnos acceder de forma primordial al mundo que se abre ante nuestros ojos, sino que este se revela lentamente gracias a una serie de elementos que tenemos que descifrar nosotros mismos. El conjunto de pequeñas explicaciones con las cuales tener un conocimiento más correcto del contexto narrativo es entonces solo una parte de la compleja arquitectura que Cronenberg distribuye a través de lo visual y lo oral. Lo que todo esto implica es la necesidad de acercarse al mundo de estos crímenes del futuro usando todos los mecanismos típicos de la lectura profunda, rechazando los actos de análisis superficiales y obligándonos a una toma de conciencia según la cual el lector (de cine, de literatura, o de lo que sea) no puede simplemente dejarse penetrar por lo que se le presenta, sino que está obligado a tener un rol más activo y, por esta razón, aumentar su rol de elemento real en el juego dialógico entre locutor (artista) e interlocutor (público). Un juego, este, que en el caso de Cronenberg supera los límites del discurso más simple, ya que lo que nos está pidiendo es también que nos preguntemos por qué estamos aquí ante esta película y por cuál razón, en palabras más llanas, nos gusta el mundo del body horror.

Este diálogo entre Cronenberg y nosotros no es, obviamente, algo que nace y muere en poco tiempo, una idea que se cierra en los bordes de las acciones y que no tiene algún objetivo fuera de sí misma. El director, de hecho, subraya esta voluntad voyeurísitica de nosotros, los espectadores, dibujando sobre la pantalla aquellas artistic performances que los dos protagonistas le presentan a un público con el cual tenemos que entrar en conexión. La armonía metafórica del cuerpo como elemento de goce artístico se expande así en los intersticios del acto de ver, de estar ante una obra que se deja consumir a través del elemento biológico al que llamamos ojo. El efecto final es un producto que puede parecer difícil de procesar, lleno de diferentes niveles de lectura y ocupado por una voluntad estética que forma parte de un largo discurso cinematográfico, típico del autor canadiense; sin embargo, la experiencia final, con su sentimiento de malestar físico y mental, es la demostración de que el cuerpo y la mente ocupan el mismo espacio en una metamorfosis aparente que nos descubre cómo los dos no son sino elementos simbióticos.

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La experimentación supone una voluntad de cambio en relación con los cánones existentes de una determinada producción cultural. Este cambio lleva a que se demuestre la posibilidad de variar (con una carga mayor o menor) el conjunto de reglas sobre las cuales se basarían las claves de lectura de la estructura que se nos presenta en su forma, por ejemplo, visual o escrita; el resultado de esta variación sería, por los motivos que acabamos de mencionar, la necesidad de encontrar un punto de vista diferente, nuevo, a través del cual sería posible entrar en contacto con la obra y, por supuesto, analizarla y descifrarla según lo que efectivamente el artista quiere decir. En otras palabras, la experimentación supone sí un cambio en lo que al código textual y discursivo se refiere, sin embargo no se deshace de la necesidad de transmitir un mensaje, elemento este que es parte integrante de cualquier tipo de expresión humana; el juego no estaría, entonces, en la búsqueda de una incomunicabilidad, sino en el acto mismo de querer comunicar a través de engranajes diferentes, lo cual implica, de por sí, la necesidad de dejarse guiar por el artista hasta encontrar, en el intercambio del diálogo entre obra y público, la clave de interpretación.

Experimental, por supuesto, es la obra de 1970, Crimes of the Future. Sin utilizar ningún tipo de sonido (o ruido) directo, Cronenberg pone en marcha una serie de episodios de carácter imaginativo (aquella imaginación típica del género de ciencia ficción) para que se desarrolle un cuento cuya lectura no resulta muy fácil. Esta dificultad intrínseca, obviamente, deriva de la voluntad de darles a los espectadores solo unas pocas palabras (frases narradas por el protagonista) que no se dejan llevar por un claro acto interpretativo; lo que se recibe en su forma oral, de hecho, se basa no en un discurso de explicación de lo que pasa, sino en un juego que manifiesta la voluntad de dialogar con personas que ya son parte del mundo que se nos está mostrando. En palabras más llanas, los monólogos que escuchamos no son mensajes para nosotros, sino elementos de un diálogo entre el protagonista y sí mismo o personas que comparten su cultura (mensajes, aún más simplemente, de un hombre futuro hacia su contexto futuro).

La estructura narrativa se compone así de diferentes escenas que se construyen alrededor de una voluntad centrípeta en lo que a la dimensión geográfica se refiere. El mundo de Crimes of the Future, terriblemente asfixiante, está al mismo tiempo plagado por una sensación de agorafobia y de claustrofobia. Estas dos vertientes se entremezclan con la presencia casi irreal de muy pocos seres humanos, todos (única excepción de una niña) hombres, lo cual no permite acceder al nivel de intercambio biológico entre los sexos; el resultado es un juego muy descarado en relación a la necesidad del contacto físico y a la sublimación de la sexualidad, lo cual pone en marcha una serie de lecturas homoeróticas muy claras. Se manifiesta así la cuestión de la atracción física, corporal, en la que el proceso biológico que se inserta en la creación y excitación del deseo desemboca hacia una desviación de la normalidad (pero, ¿qué es la normalidad?), hacia lo fetichista.

El elemento narrativo de esta película se compone, en definitiva, de aquellos mecanismos que forman parte de una voluntad expresiva cuya finalidad es animar a los espectadores para que intenten entrar directamente en la mente de estos crímenes futuros, crímenes que se sitúan entre el área de la metáfora y la de la realidad directa. La penetración, inexistente en la película en cuanto acto sexual quizás más bien clásico y universal que fundamental, se reverbera en la voluntad de Cronenberg de querer entrar (y hacernos entrar) en la psique del protagonista, del cual resulta difícil dar una lectura clara (la cuestión de la pedofilia, por supuesto, implica un juicio negativo, si bien en el conjunto de la obra no sabemos decir si este acto, nunca consumado, tiene un valor real o metafórico); el resultado final no es una narración de por sí simplemente perturbadora, sino desestabilizada, un mosaico cuyo diseño es nuestro deber descifrar y analizar (si esto es lo queremos hacer).

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