Basada en la novela breve de uno de los más importantes escritores italianos de la segunda mitad del siglo pasado, llevada a la pantalla por uno de los más extraordinarios artistas de cómics de la península, La famosa invasión de los osos en Sicilia intenta ofrecerle al público una historia capaz de atraer a todas las edades, ya que más allá de sus niveles de lectura lo que se nos presenta es una estructura discursiva más profunda de lo que se podría pensar. No es una película para niños, si bien los niños podrán traer provecho de ella, pero al mismo tiempo no es una película para adultos, si bien los adultos podrán divertirse con su visión: lo que es, es una obra que traspasa las limitaciones de unos prejuicios sobre la animación y que vuelve a indagar en los mecanismos típicos de los cuentos universales, dirigidos a todos, lo cual no implica una falta de temas adultos, sino la posibilidad de hablarle a cada persona. Si el objetivo de toda obra de arte es entablar un diálogo con el público, aquí esta necesidad se hace universal, en el intento de abrirse a una lectura global que sale de las limitaciones de la definición de una lectura única para entrar en la variación de los diferentes niveles de mensaje según la edad (el conjunto de experiencias) de quien se acerque.

Resulta imposible, por ejemplo, pasar por alto la violencia subterránea de la película: en el primer choque entre los osos (pacíficos) y los seres humanos (los soldados) lo que vemos es la matanza de unos inocentes. La presencia de la muerte, debida a causas brutales, pone de manifiesto las diferentes recepciones por parte de los espectadores: la inocua de los niños, incapaces de analizar en sus detalles este evento, se convierte en una lectura cargada de significados negativos (la muerte es y sigue siendo un tabú) en los ojos de un adulto. Nos alejamos así de los contextos superficiales y diáfanos a los que nos han acostumbrado las producciones cinematográficas para niños para volver a las raíces de los cuentos populares, necesidad esta que subraya la decisión de seguir la pauta abierta por los hermanos Grimm y por De la Fontaine. El resultado es la voluntad de romper las limitaciones de los tabúes y acercarse a través de una mirada plural (lecturas diferentes) a temas que, de por sí, nos empujan a analizar nuestro contexto real gracias a una metáfora artística.

De hecho, La famosa invasión de los osos en Sicilia es una larga metáfora que involucra unas consideraciones ex post (la necesidad de pensar en lo que se ha visto), contextualizadas en una serie de acciones que forman parte de una aventura. La clave se encuentra también en la decisión por parte de Buzzati de ir más allá del topos de la conclusión feliz; con una estructura que recuerda fuertemente al Beowulf, se pone en marcha una deconstrucción (un análisis) de los mecanismos de desarrollo de los eventos después de lo que normalmente pondría fin a unos sucesos. No basta con decir que la aventura ha llegado a su fin, que el resultado ha sido obtenido (se encuentra lo que se ha estado buscando), sino que se hace necesaria una mirada que vaya más allá, que nos demuestre que las historias, en el mundo real, tienen sus consecuencias y hasta su decaimiento, la necesaria derrota de aquellos ideales que habían llevado a una crisis y a su superación (la derrota del antiguo orden corrupto y el nacimiento de una nueva sociedad). Se permite así una lectura más variada, menos obvia, y por esta razón la película demuestra ser un texto más profundo de lo que podría parecer, con una estructura compleja que se esconde detrás de una simplicidad aparente.

Estupenda es la dirección de Mattotti: su capacidad de traducir en imágenes el cuento de Buzzati nos permite acercarnos a un mundo de colores vivos, con una fotografía que dona vida a unos dibujos que nunca se ponen en una condición de superioridad ante la historia, dando lugar a una mezcla homogénea entre lo más estrictamente artístico y lo más propiamente textual. Para llegar a este resultado han sido necesarios muchos años; la perfección global de esta carta de amor hacia Buzzati es la demostración de una mirada inteligente, la manifestación de un diálogo entre dos artistas que ha llevado a un resultado uniforme, polifacético. Resulta así acertada la decisión de crear un marco en el que posicionar el cuento, una narración narrada por quien vive narrando, en un juego estructural que permite descubrir (llevar a la superficie) las relaciones que se entablan entre lo ficticio y lo real, entre la verdad y lo inventado. Joya, entonces, producto esmerado, delicado, con una profundidad artística muy difícil de encontrar en obras de este tipo; metáfora necesaria, un texto elaborado capaz de hablarle a todo tipo de público.

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La definición de estructura doble entremezclada podría ser la de combinación de dos temáticas que se apoyan entre ellas. Se supone, entonces, que la presencia de una implica la existencia de la otra, ya que si las dos se encontraran solas faltaría algo. Una estructura de este tipo permite así moverse por una serie de eventos que, al final, logran darnos una sensación de completud, como si lo que antes podía parecer caótico (presencia de elementos heterogéneos) se hubiera homologado en una proposición final: todo formaba parte de una única idea, en una arquitectura de relaciones que pondrían de manifiesto una concepción bastante bien definida. En palabras más simples, a veces lo que se presenta como desdibujado logra llegar a un punto de fusión total (sea esta de géneros o de conceptos), lo cual nos lleva a reconsiderar la obra en su totalidad. El “¿de qué habla?” se construye durante nuestra fruición y, una vez obtenida la palabra “fin”, es posible volver nuestra mirada hacia el comienzo y darle una lectura diferente.

Definir Ghost in the Shell (1995) con una sola palabra o con una frase breve resultaría por esta razón difícil. Efectivamente hay en la película de Mamoru Oshii, basada en el manga de Masamune Shirow, un discurso doble que, como en toda buena obra, es capaz de entremezclarse, lo cual lleva a que nos encontremos ante un producto completo (se define aquí con este adjetivo la cualidad de tener una estructura homogénea). Si por una lado se puede hablar de techno-noir, de un cuento de espionaje futurístico, por el otro hay que tener en cuenta la presencia de una serie de preguntas que abren paso a unos dilemas que salen de la pantalla para encontrar su espacio en la realidad contemporánea: las acciones, entonces, se resuelven en tanto segundo punto de equilibrio de un proceso más bien cultural y mental, como si el desarrollo de la historia se balanceara entre dos niveles que, si bien podrían resultar inicialmente distintos, logran unirse una vez que nos acerquemos a los últimos minutos.

Sin embargo, se nos podría preguntar también de qué habla efectivamente la película. Dejando por un lado la cuestión de la primera estructura, o sea el cuento techno-noir o, para quienes necesiten una mejor categoría, cyberpunk, ¿cuál va a ser el tema de la otra estructura, la que inicialmente parece tener un rol secundario, como si de un detalle insignificante se tratara? Resulta así fundamental subrayar el elemento abstracto, el acto (in)formal del pensamiento que nace de la charla entre personas, como cuando la protagonista y su compañero se encuentran en una situación de teórica calma y hablan de lo que hace que un ser humano sea tal. El dilema, entonces, sale de los cuatros lados de la pantalla para instaurar una relación de preguntas y respuestas con nosotros, insertándose en un discurso también aquí doble: lo que efectivamente nos hace humanos, problemática esta atemporal, y lo que, desde un punto de vista contemporáneo, nos provoca la mezcla de una cultura hipertecnológica a la que no solo nos estamos acercando sino en la que en parte ya vivimos.

Esta humanidad que afirmamos ser nuestra, huella de un hipotético valor superior ante los otros seres del cosmos, se revela ser sobre todo la prueba de la pertenencia de nuestro yo al conjunto social de la tribu humana, o sea, por cuestiones ideológicas que remontan al comienzo de los discursos filosóficos de la antigüedad, a la única especie digna de vivir y de pensar. Lo que nos hace vivos, entonces, sería la unión entre la mente (ghost) y el cuerpo (shell), otra estructura doble entremezclada que es también nuestra única posibilidad en lo que se refiere a la participación en el mundo exterior (sin cuerpo y mente, dicho de otra manera, sería imposible funcionar en tanto seres sumergidos en el mundo real). ¿Qué pasa, entonces, cuando nos damos cuentas de que no solo el cuerpo puede ser reemplazado, recreado y parido artificialmente una y más veces, sino que la mente también pierde su solidez, ya que sus coordenadas (los recuerdos) pueden revelarse un sueño, una ficción?

La destrucción de las seguridades a las que nos agarramos, entonces, logra que se abra un espacio de intercambio mental (intercambio de opiniones, de ideas) que nos habla desde un punto de vista tanto biológico (el ser humano es cuerpo y mente, sí, pero la mente es un conjunto de células, el cerebro) como tecnológico (los avances, las nuevas invenciones, la unión entre la carne y la máquina). Nos ayuda, así, volver a la cuestión de la caducidad de los seres vivos (pero también de los objetos, de lo que producimos con nuestras manos) e insertar en el discurso el dilema que ya se había asomado a la hora de discutir, en la segunda mitad de siglo diecinueve, la teoría de Darwin. ¿Qué va a ser el hombre del futuro? ¿Cuáles serán los cambios físicos al que se verá sometido en el desarrollo ilógico de la evolución, siempre que el hombre siga siendo uno de los protagonistas de este cosmos? Efectivamente, si las máquinas logran tener su inteligencia (artificial, por supuesto), ¿qué les impide actuar de por sí, en tanto seres vivos? La mente, entonces, el ghost, ya no será una calidad típica del ser humano, y la hibridación – el mestizaje – se mostrará cómo una de las muchas maneras de vivir. ¡El hombre ha muerto, viva el hombre!

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El tiempo tiene cierto tipo de fascinación. Se mueve de por sí, sin que surja la posibilidad de detenerlo. Tenemos que vivir no solo con él, sino en él, hasta el punto de que pasa sin que lo percibamos, demostración esta de la naturalidad que se consolida con el habito. Pero el tiempo, a veces, puede ser analizado y, continuando en su incesante camino, hasta puede crear el desfase entre su movimiento hacia delante (movimiento natural, suponemos) y su movimiento hacia atrás. El encenderse y el apagarse de este desfase se llama, en palabras menos poéticas, recuerdos, acción esta que nos permite acercarnos a lo que, efectivamente, ya no existe. Se trata de nuestra única forma de lucha contra la muerte, ya que lo que ya no está puede volver a la vida; acción, esta, un poco débil, por supuesto, ya que estaríamos en el campo de lo virtual y no de lo real, y si nuestro objetivo fuese volver a tener el cuerpo de cuando éramos quinceañeros (¿por qué casi siempre queremos volver a nuestra juventud?) nos enfrentaríamos ante una serie de frustraciones. Recordar es entonces un acto humano (¿animal?) que supone cierta determinación para no dejarse ir hacia la pérdida de las coordenadas del aquí y ahora.

Sin embargo, recordar significa perderse en el caso de Millenium Actress, y lo que nos propone el director Satoshi Kon (1963 – 2010) es aceptar una estructura que mezcla lo real con lo ficticio, todo esto en un marco irreal (el marco de la fantasía creadora de Kon). El espectador se enfrenta así a unos diferentes niveles de lectura que en su conjunto funcionan, sin crear caos, si bien a veces el juego podría resultar un poco pesado mientras que, en otros momentos, se desarrolla en una arquitectura visual esmerada, en la que lo estético llega a su punto más alto de combinación con el pensamiento abstracto (la referencia es a la acción mental de representar y de leer el pasaje del tiempo).

El problema de la película se encuentra en el uso de los varios puntos de vista de lectura que podemos dar de ella. Un problema, que quede claro, que Kon logra resolver con mucha habilidad. Efectivamente, si el punto de partida son los recuerdos, estos se insertan en el doble sentido de historia personal e historia global (de todos los que forman parte de una comunidad, la japonesa, en este caso). Pero a Kon no le basta con esta dualidad, y opta por crear otro campo de lectura interno, la división de la historia global en historia del cine y en historia social, la de los cambios conectados con los eventos del siglo pasado (¿tiene sentido decir siglo pasado? ¿si alguien nos va a leer dentro de dos siglos, comprenderá nuestra referencia?). Viene así a crearse una serie de diálogos internos entre los diferentes personajes, así como externos, entre la obra y su espectador. Necesidad, esta, de poner en relieve el significado no sólo histórico, sino también profundamente personal de lo que es el mundo del cine en tanto producto de una determinada realidad cultural.

Y el cine es lo que une toda la historia que se va desarrollando ante nuestra mirada. La posibilidad de traspasar el tiempo y el espacio se debe a la presencia de una cámara que, desapercibida, lleva a los protagonistas como también a nosotros hacia aquellas zonas de cuya existencia solo podemos oír hablar (nos referimos, aquí, a las zonas temporales del pasado y, para que nada nos falte, del futuro). Una necesidad, esta, que no solo se une al punto de contacto entre lo ficticio y lo real, el diálogo de los recuerdos, sino también como afirmación del cine en tanto producto que ha conquistado su lugar en nuestra sociedad y que, además, ha logrado y sigue logrando ser parte de nuestra misma estructura personal: recordamos el cine así como se recuerdan los momentos más fuertes de nuestra vida.

Millenium Actress es una película cuya historia podría ser terriblemente triste como también inconcebiblemente positiva. Esta mezcla de dolor y de felicidad, esta incapacidad de llegar a una fase mental libre de sentimientos de conmiseración por sí mismos, es lo que le permite al producto llegar a una conclusión psicológica que abre paso a la lectura de nuestra vida (de nuestras vidas, cada una diferente pero al mismo tiempo igual), hasta llegar a capturar el sentido de la inutilidad universal de nuestra existencia y, por esta razón, la fuerza vital de nuestra imposición ante el niquilismo de la vacuidad real. Dicotomía absurda, entonces, lo fútil y lo necesario, que solo en su antítesis nos permite tener una respuesta a nuestra pregunta más profunda, la de la que casi nunca hablamos: ¿para qué vivir?

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Hay que preguntarse, una y más veces, hasta qué punto es correcto hablar del peligro de resultar infantil, incapaz de promover una correcta visión del mundo. Una cuestión, que claro quede, que no implica la pérdida de la inocencia, sino de darse cuenta de que, efectivamente, hay cierta diferencia entre lo ridículo que es tratar a los niños como si idiotas fueran y darles algo con lo cual poder crecer y aceptar el hecho de tener que acercarse a una realidad menos azucarada. Resulta entonces fundamental la idea según la cual los más jóvenes no son cándidos elementos de un mundo que les corrompe (a la basura Rousseau y sus teorías sobre la bondad natural del hombre que tan mal le hicieron a la filosofía política de la anarquía, a él prefiero homo homini lupus) y quizás haya que preguntarse si no sería mejor volver a leer los cuentos de antaño, en los que la muerte, la violencia y algunas manchas de sexo (y de sexualidad) se levantaban para que los más pequeños se acercaran a una visión del universo no solo “adulta” sino más bien real. Efectivamente, si les ofrecemos solo azúcar nos vamos a morir de diabetes.

Lamentamos, entonces, la fiesta de buenas sensaciones y de falta de interés que la tercera película de Sonic nos provoca, con los ojos (sin llorar) que se agarran a la visión del primer capítulo, un poco superficial pero capaz de despertar nuestra curiosidad, y que ya reconocen cómo todo se estaba yendo a la nada (la nada del estímulo narrativo) en un segundo capítulo que ya mostraba cierto cansancio por parte del espectador. Otra vez intentamos salvar al mundo, otra vez estamos ante un malo que no es malo, y otra vez se nos propone una estructura de la que no se entiende bien por qué no tendríamos que estar hartos. Repetitio iuvant, decían, sin embargo il troppo stroppia y al terminar la visión de este capítulo final (que así sea, por favor) la pregunta que una persona tendría que hacerse es “para qué fue toda esta faena”, ya que, como decía el protagonista de Il Gattopardo, nada cambia con el cambio (no son las palabras exactas, por supuesto, ya que nos permitimos un poco de licencia poética).

Y si lo demasiado es demasiado se refiere a una doble actuación de Jim Carrey que poco espacio deja al hecho de divertirnos, poca cosa es la construcción narrativa que yace en las pobres bases de un cuento que no nos propone nada interesante, nada nuevo, nada con lo cual poder ir más allá de lo ya visto, ya hecho, ya probado que hubiera tenido que poner un término a la primera película, allí donde algo bueno se podía ver, en el caso de que nadie hubiera sabido ayudar a superar la barrera de lo banal. Y es así que se desarrolla un cuento flaco, vacío, inútil, que pone en marcha una voluntad (quizás no querida) de aburrir, de dejar que el cerebro no funcione, y que hace que el espectador, menos el infantil, siga mirando el reloj para preguntarse cuándo va a acabar esta fiesta de malas actuaciones, malos diálogos y malos sentimientos (demasiado azúcar, como ya hemos dicho, demasiada dulzura que nos corrompe el paladar).

Por supuesto habrá quien diga que la película resulta inocente, que no le daña a nadie y que ayuda a pasarse un rato sin tener que pensar en los problemas del mundo (y, sí, hay muchos). Sin embargo la cuestión es que la película cae hacia lo infantil, lo de hacer reír simplemente porque los malos bailan (provocando un malestar pop) y los buenos pronuncian líneas tan cursis que nos hacen querer desaparecer. El resultado final no es una experiencia que nos regala algo, sino un profundo barranco que nos lleva a reconocer que es una película banal, que vamos a olvidar (como la segunda) en poco tiempo, y que presenta una estructura narrativa floja debido a la innecesaria necesidad de formar parte de un franchise cuyo objetivo, no se sabe bien por qué (sí que se sabe, se llama taquilla), es llegar a tener una trilogía.

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Más allá del tiempo como elemento fijo, se presenta el ruido de los recuerdos. Se supone, entonces, que, como en el caso de Proust, basta algo capaz de hacernos volver a un período en el cual éramos más jóvenes (habría que preguntarse si, desde un punto de vista físico, sería posible volver también hacia el futuro, como si de un viaje en un agujero negro se tratara, siempre y cuando los agujeros negros así funcionen). Las cuatro tortugas, efectivamente, forman parte del imaginario de hace bastantes años (por lo menos más de treinta), lo cual implica que la visión de sus productos de hoy (y los venideros, creemos) no puede sino enlazar un discurso entre la obra que fue y la obra que es. O, más sencillamente, hay que darse cuenta de que el producto que sale hoy no puede ser igual al de ayer si el objetivo es acercarse más a las nuevas generaciones. Lo cual, dicho sea y no de paso, puede ser algo bastante necesario, como la introducción de elementos que reputamos ser parte integrante de nuestra cultura.

Estos cuentos de los cuatro renacentistas (nominalmente, por supuesto) forman parte del discurso abierto por la película de animación de 2023 y, por tanto, tienen que relacionarse con el público al que iba dirigida. Se trata, en otras palabras, de una serie bien escrita que tiene como objetivo acercarse a un público joven (nosotros, los más adultos, podremos revivir un poco la idea de lo que fue, sin poder volver a atrapar la misma sensación que en los ochenta y los noventa las tortugas nos regalaban). Sirve, entonces, como momento para relajarse con unos episodios inocuos pero bien labrados, capaces de hacer reír así como de no tomarse demasiado en serio en lo que al valor didáctico (algo típico de los productos para niños y otros jóvenes) se refiere. Y es aquí que podemos ver cómo inteligentemente el producto final sabe no caer en la sensación de un torbellino de azúcar superficial ni en la mar de un cinismo del cual podemos prescindir.

Hay que subrayar cómo las tortugas han logrado adaptarse a los varios niveles de público durante sus muchos años de vida. El cómic original era más de carácter gritty y violento, mientras que la primera serie de televisión (los dibujos animados de arriba) sabía proponerse bien a uno niños (y unos padres) más bien inocentes (yo, por mi parte, he crecido también con productos violentos, y no por esto me reputo un elemento negativo de la sociedad, si bien para los creyentes solo me espera el fuego de abajo). Los filmes, hasta hoy, se han acercado a diferentes edades, desde las más pequeñas a (en tiempos recientes) las más adultas, como si el factor que se estaba buscando era enlazar un diálogo con los que un tiempo fueron niños (aficionados) y hoy adultos (algunos con su familia). Esta nueva encarnación funciona, afortunadamente, sobre todo porque intenta crear historias bien hechas, algo que no puede sino ser el elemento principal de cualquier intento de narración. Y los cambios (o variaciones) que vemos son, rotunda y llanamente, elementos necesarios dentro de una sociedad como la nuestra.

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Hay momentos en los cuales lo que se nos ofrece se sitúa dentro de unos bordes claros. Esta necesidad de definir lo posible como lo no posible lleva a que reconozcamos las reglas del juego y así podamos disfrutar o no del producto según la capacidad de adoptar las claves de lectura disponibles. Sin embargo, un problema del cambio cultural en el desarrollo de lo aceptable y lo no aceptable dentro de una sociedad humana implica también una variación según las estructuras a utilizar : el mundo terrorífico de los cuentos para niños de hace siglos poco se adapta a nuestras visiones azucaradas de los más jóvenes de hoy (cuestión que nace de nuestras ideas como adultos y no, quizás, de una realidad de la psique de los chicos). Y, por supuesto, hay obras que se abren ante un público que parece inocente pero que, en su efectivo discurso, nos acompañan a los adultos a disfrutar del elemento narrativo que nos ofrecen, sin que, obviamente, se nos esconda el placer de la visión (en el caso del cine) y dejando libre nuestro goce total. Obras, en otras palabras, que funcionan quizás más con los mayores que con el público (teóricamente, el suyo efectivo) de niños y niñas.

Las aventuras de Wallace y Gromit forman parte, entonces, de lo que se puede definir como un producto para adultos disfrazado de los cánones para menores de edad. No hay malas palabras, no hay violencia, no hay situaciones que se puedan definir como perturbadoras, sin embargo, las películas de estos dos personajes están llenas de una ironía y de una liviana profundidad intelectual que es difícil no dejarse llevar hacia las cimas del divertimiento. Todo funciona, entonces, dentro de un discurso que se basa en la remodulación de los elementos, a los cuales estamos acostumbrados, para que el resultado resulte fácil de digerir para todos, cuestión esta que se apoya no tanto en la producción de un único sistema de lectura, sino en la presencia de diferentes niveles. Y, por supuesto, el más importante no puede ser sino el de reconocernos como parte de un sistema, el humano, que de vez en cuando sabe juntarnos a todos, en cuanto espectadores, y garantizar que la experiencia final, si bien de diferentes tipologías, según la edad de cada uno, no puede sino resultar igual que si de sentimiento de plenitud cómica se tratara.

Es la vuelta de un terrible enemigo, entonces, una especie de alter ego del inventor, un Moriarty que sabe utilizar su inteligencia no para hacer el bien, sino, obviamente, para hacer el mal. Y es también un juego del absurdo el que se nos presenta dentro de una ciudad cuyos habitantes parecen todos incapaces de pensar correctamente, de actuar como personas sanas, menos Gromit, fiel a su padrón y listo para resolver los problemas que puedan surgir. El MacGuffin es la venganza que empuja al malo a salir de su prisión (una joya intelectual, capaz de estimular la risa de la mente limpia) y en su discurso profundo se establece una reflexión sobre el concepto de amistad y de tecnología. Sin embargo, no se ofrecen soluciones simples y lo que parece ser un diálogo bastante escueto resulta ser, en realidad, otra vez un intercambio de opiniones más bien adultas que nos permite terminar la visión sabiendo que no solo nos hemos divertido, sino que ha surgido en nosotros una serie de cuestiones que debatir. Un resultado, que claro quede, que bien se inserta en la finalidad didáctica de cada buena obra inteligente (una visión didáctica no de quien nos dice cómo portarnos bien, sino de quienes nos invitan a pensar y analizar el mundo que nos rodea con cierta ironía, sin imponer su punto de vista de forma autoritaria).

Los personajes de Nick Park son (esperamos que todos estén de acuerdo) una joya que traspasa los límites de las producciones nacionales y se sitúa dentro de los aspectos globales, más allá de los bordes de las culturas y del tiempo, y más allá de las limitaciones debidas a la edad. Son, efectivamente, productos que funcionan porque tienen como objetivo ofrecerle a los espectadores material inteligente, capaz de estimular su cerebro gracias a gags que demuestran el valor de cada uno de ellos. Y es así que, como en el caso de la presente obra, es correcto hablar de la imposibilidad de no dejarse atrapar por la sensación misma de bienestar que nos provoca (positivamente, claro está) sumergirnos cada vez en el mundo de esta aldea tan británica y de los protagonistas, ya símbolos de la belleza que el cine, también de animación (o más bien stop motion) sabe regalarnos, sin querer nada más a cambio, sino nuestra satisfacción.

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