La imagen es algo que no se puede recoger y mucho menos estructurar. Se basa en el mismo mundo material que a la vez expresa. Y si este es un mundo misterioso, también la imagen de él será misteriosa. La imagen es una ecuación determinada que expresa la relación recíproca entre la verdad y nuestra conciencia, limitada al espacio euclídeo. Independientemente de que no podamos percibir el universo en su totalidad, la imagen es capaz de expresar esa totalidad.

Andrei Tarkovski: Esculpir en el tiempo.

 

Polaroids Tarkovski
Andréi Tarkovski. Autorretrato.

 

En la Casa Nacional del Bicentenario, del 13 de marzo al 24 de abril se lleva a cabo en Buenos Aires el Festival Tarkovski, en homenaje al cineasta ruso. En su inauguración, el evento contó con una masterclass ofrecida por el hijo del director, Andréi Tarkovski (h), así como una muestra de las películas del realizador, que han permitido constatar que no han sufrido los avatares del tiempo y permanecen como obras maestras ante los ojos del espectador.

En ese marco, y luego de haber recorrido Europa y Estados Unidos, se exhibió tardíamente en Buenos Aires la exposición “Luz Instantánea”, una colección de 80 fotografías registradas con una cámara Polaroid por el maestro ruso. Fueron tomadas entre 1979 y 1983, durante sus últimos años en Rusia y los que pasó en el exilio en Italia. Ambas etapas de su vida son claramente detectables en esas fotografías instantáneas que registraron momentos de la vida cotidiana que dejaría atrás y algunos encuadres más “extraños” a su rutina, en la Italia del exilio. Pero en ambas, están presentes las constantes de su cine. Paisajes brumosos, un rayo de sol que ilumina casi mágicamente el perfil de la mujer amada o la transparencia de un botellón que hace las veces de florero sobre la mesa familiar.

Las composiciones interiores están encuadradas como si se tratara de naturalezas muertas, a veces rota esa condición por la presencia de su esposa Larissa, quien permanece sentada junto a la mesa o realizando alguna actividad cotidiana. Los exteriores son extensos, el amplio campo frente a la casa familiar, retratado con una neblina baja y una tímida iluminación solar, suele incluir al pequeño hijo, Andriushka, y a su perro, Dak.

 

Una imagen creada es fiel cuando hay en ella elementos que expresen la verdad de la vida, haciéndola así tan única e irrepetible como la propia vida en sus fenómenos más insignificantes.

Andrei Tarkovski

Tarkovski Polaroids
A la izquierda, Andriushka y Dak. A la derecha, Larissa. Fotos: Andréi Tarkovski.

Inolvidables, para quienes hayan asistido a la exposición, son algunos momentos en Mjasnoe, donde vivía la familia durante los últimos años en Rusia. Son fotografías de 1980-1981. Un tímido rayo de sol del amanecer recorta la figura de la mujer sobre el paisaje rural que se desvanece hacia el fondo debido a la niebla. Una parva de paja es protagonista en medio del campo, donde juegan el niño y el perro, en una tarde plena de sol. Andriushka y Dak en el centro de la imagen, con el río calmo detrás. El perro entre hierbas amarillentas y bajo el sol del invierno. El niño en un bosque donde las sombras de los árboles completan una hermosa composición. La mujer junto a la cama del niño, conversando. Tarkovski y Larissa en una toma de espontánea complicidad. El autorretrato del autor, sentado frente al espejo. Un cielo pleno de nubes, que forman una gran cruz gris sobre la casa. Larissa, entre dos cercas, la de madera junto a su casa, y la que se proyecta en sombras, ofreciendo un juego visual muy particular. Dos sillas iluminadas por el sol que penetra a través de la ventana, ofreciendo la sensación de calidez en una estancia deshabitada.

En Mjasnoe está el hogar. Los retratos de las personas y los espacios se transformarán luego del viaje. Hay una necesidad de registrar recuerdos que llevará consigo y que permanecerán para mostrar la urgencia de perpetuar un momento de apacible felicidad. La presencia de sus seres queridos y la luz captada en su esencia dan vida a esos espacios que el fotógrafo ha logrado perpetuar.

 

Una imagen es… una impresión de la verdad a la que podemos dirigir nuestra mirada desde nuestros ojos ciegos.

Andrei Tarkovski

Interiores. Fotos: Andréi Tarkovski.

Italia ofrece otro tipo de fotos. En varias de ellas, las de su amigo Tonino Guerra. La habitación impersonal donde reposa el gato Grishka, en San Gregorio. Larissa ha dejado la vestimenta hogareña y se ha colocado una boina y un abrigo más elegante para recorrer las calles de Italia. El campo le ha dejado lugar a la ciudad. La calle está registrada en picado, desde la ventana alta de un edificio, donde se lleva a cabo, aparentemente, una procesión religiosa. Luego, la mirada se extiende y la cámara fotografía las cúpulas de San Gregorio. En Italia, la mirada es más acuciosa, menos relajada, mientras plasma esos nuevos espacios que los están cobijando.

Estas instantáneas no son ajenas al cine de Tarkovski. Sobre todo, en las atmósferas de los interiores, donde el azul y el rojo predominan, o en los exteriores rurales y brumosos, apenas acariciados por un rayo de sol. Sentimos cierto pudor al haber accedido a recuerdos personales, a una especie de diario fotográfico de una época crucial en la vida del director ruso. Sin embargo, a pesar de la improbable calidad de la imagen, nos encontramos con el cineasta que ha realizado películas fundamentales para la historia del cine. Entre esos recuerdos, perviven los espacios de Sacrificio, así como el lirismo de El espejo y Nostalghia. Sus pinceladas melancólicas no son más que la traducción de un paisaje que lo cobijó y que ahora se desvela ante “nuestros ojos ciegos”.

 

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Cada persona tiene sus deseos secretos, deseos que forman parte de su forma más íntima de ser. Esta necesidad de no permitirle a lo interior que se escape hacia el mundo exterior subraya una estructura psicológica que, una vez analizada, se presenta bastante sencilla: no queremos que la gente (los otros) conozca nuestros deseos simplemente porque estarían en la base de lo que nos define como criaturas pensantes e individuales ante nosotros mismos (mi yo). Sin embargo, la presencia de lo escondido (lo que no quiero que los otros descubran) se debe también a la casi absoluta seguridad de nuestro subconsciente en lo que se refiere a la actuación de los deseos mismos: desde cierto punto de vista sabemos que lo que queremos no está a nuestro alcance, lo cual nos lleva a decir que si algo “deseamos” íntimamente, entonces las probabilidades que alcancemos este resultado son muy bajas, hasta casi inexistentes. Quizás sea esta la razón de nuestra timidez a la hora de decir “sí, pero que sí, esto es lo que deseo”, ya que nos enseñaría y demostraría cómo la realidad es tal que los sueños solo pueden seguir con su existencia en el mundo de lo irrealizable. Concepto, este, que se resume en “el mundo es malo y nosotros no somos nada”.

Pero hay otra posibilidad. La presencia de los deseos no equivale a la existencia de una necesidad real, lo que, dicho de otro modo, significaría que lo que definimos como “lo que queremos íntimamente” no sería real, ya que nuestro subconsciente podría funcionar según patrones diversos. Más sencillamente, los deseos podrían sí existir en tanto concepto de lo que realmente queremos, pero este adverbio, “realmente”, podría conducirnos a tener que descartar lo que presuponemos querer y tener que aceptar un resultado diferente, la presencia de una voluntad más profunda de la cual no solo no conocemos la existencia sino que, cosa más terrible, no podemos desprendernos. Una persona, entonces, podría pensar que su deseo fuera el banal “ser muy rico”, pero, como la psicología nos enseña, esto podría ser solo el medio a través del cual cumplir con otra necesidad más fuerte, como sería la del poder. El problema de los deseos, entonces, se resolvería no en su casi imposibilidad de verse realizados, sino en el peligro de desvelarnos una parte de nuestro ser de la que no estábamos al corriente.

El libro de los hermanos Strugatsky (Arkady y Boris) y la película de Tarkovski proponen así una lectura de la realidad de la psique humana que se acerca a una posición más bien pesimista, una mirada crítica que subraya la imposibilidad del ser humano de actuar en tanto ser positivo con su (quizás necesaria) actividad de criatura con un cerebro y con unas habilidades lógicas de análisis del mundo (este análisis sería lo que permite la explotación y la modificación del contexto natural en el que vivimos). El hombre no es malo de por sí, parecen decir estos autores, sino que piensa ser un dios cuando en realidad sus acciones y sus pensamientos lo conducen a una situación existencial si no grotesca, por lo menos, deprimente. Símbolo, este, de una decadencia in fieri, parte integrante de una conciencia (la humana) incapaz de cruzar el límite entre la destrucción y la creación. Perfección inexistente, entonces, la que se busca en el camino del progreso y de la evolución teleológica, la que, en contra de lo que la ciencia justamente nos dice desde Darwin, se enderezaría hacia un final (obviamente positivo) preestablecido (¿Hegel?).

De hecho, el mundo que se nos presenta en la novela de los Strugatsky y en el filme de Tarkovski carece de aquellos detalles de esperanza hacia el futuro que presuponen el mejoramiento de una situación presente casi completamente negativa. Pero esta visión decepcionante no se debe a una causa externa, la presencia de una raza alienígena que quiere destruirnos, sino a la incapacidad del ser humano de saber usar los instrumentos de los que dispone, en primer lugar su inteligencia. La Zona, aquel lugar que se sitúa en la categoría de hortus conclusus, representa en la limitación de su presencia física y en la casi imposibilidad de acceder a ella el símbolo de una búsqueda que no puede sino verse frustrada. La simplicidad de la Zona, efectivamente, en tanto microrregión física, esconde dentro de sí una serie de peligros que podrían acabar con la vida de quien, una vez entrado, no supiera como moverse. Se nota así la correlación entre la psique humana y la Zona, lo cual significaría que los stalker (sobre todo los de Tarkovski) se acercarían a la figura del psiquiatra (por lo menos, un tipo de psiquiatra descubridor), ya que nos permitirían encontrar un camino hacia la fuente de nuestros deseos sin morir en el intento.

La Zona sería entonces el fulcro de una acción centrípeta y centrífuga, punto neurálgico de atracción y de éxodo. Se subraya, en esta manera, la estructura biforme de tal lugar que simboliza la bipartición especular de lo que es, en suma, un juego de cajas chinas (o, ya que se trata de obras rusas, de matrioshkas); efectivamente, querer llegar al lugar que nos permitiría hacer que nuestros deseos sean reales es ya de por sí un deseo, lo cual se basa en los deseos que queremos que se vean cumplidos. La complejidad de esta estructura se define así: exaudir el deseo de exaudir nuestros deseos. Vuelve por esta razón la urgencia de saber lo que queremos de verdad y, cosa peor, la posibilidad de no reconocernos en nuestras voluntades más profundas. Lo terrible, entonces, sería la concreción de una figura interior que no se ajustara a lo que nosotros pensamos ser, pérdida esta de una imagen del yo que no es capaz de sostener el choque con la realidad.

El miedo, en este caso, se reduce a la posibilidad de no ser lo que pensamos ser. Nuestra existencia, entonces, no tendría sentido ya que se crearía una división manifiesta entre el ser y el aparecer. Si los griegos decían que lo único para empezar a crecer era conocerse a uno mismo (gnóthi seautón), lo que olvidan decir era que el conocimiento puede llevar a la destrucción del yo que hemos ido creando durante nuestra vida. La posibilidad de desconocernos, de que se vaya subrayando una distinción real entre lo que pensamos ser y lo que somos de verdad, no permite acercarse a la Zona con tranquilidad. Si en la novela de los hermanos Strugatsky el protagonista tropieza con el lugar fantástico (el lugar donde nuestros deseos se ven concretizados) mientras se mueve por la Zona y no sabe bien qué hacer, prefiriendo que sus pensamientos fluyan sin barreras mentales, en el caso de Tarkovski la elección de los científicos y la frustración del stalker ante la decisión de ellos nos pone ante una pregunta más difícil.

Efectivamente, ¿qué es lo que deseamos? Más allá de los susodichos detalles de epifanía mental (quienes somos en realidad), el deseo en tanto modus operandi del ser humano, demostración de un empuje interno que nos lleva a crear, artística y técnicamente, es también la demostración de un afán que no puede ser saciado. Si nuestros deseos se volvieran realidad, en efecto, no tendríamos más razones por las que vivir. La perfección, de hecho, significa el punto de llegada de cualquier movimiento, un punto después del cual nada más puede aparecer (solo, en los casos de la vida humana, el infeliz o feliz decrecimiento). Si la Zona nos permite realizar nuestros deseos, entonces, lo que significa es también el fin de todos nuestros esfuerzos, la imposibilidad de tener otros objetos (físicos o abstractos) que nos lleven a actuar. La saciedad de nuestras necesidades vuelve nuestra vida una experiencia de inutilidad. Rechazar los deseos equivale así a optar por una vida más activa, una vida en y por la que merece la pena sufrir. Esto, además, sería el tema de Solaris.

Finalmente, no podemos descartar el concepto de metáfora que Tarkovski y los Strugatsky parecen haber estructurado en el interior de sus obras. No se trata de la bastante banal idea de una Zona en tanto símbolo de una Unión Soviética que moriría dentro de una década, o de un lugar a través del cual escapar de la esfera soviética. Si seguimos con la cuestión del deseo y de la psique, lo que la(s) obra(s) parece(n) estar insinuando es que la condición humana no es unívoca. Las elecciones que hacen los diferentes personajes, los de la novela como los de la película, serían la demostración de cómo nuestra raza, si bien tiene rasgos comunes entre sus componentes, presenta también unas diferencias fundamentales, diferencias que se deben a caracteres sociales (el contexto en el que vivimos, por ejemplo nuestro mundo político) y personales (nuestro ADN, lo que está con nosotros desde que nacimos).

La Zona, entonces, sería nuestra realidad, lo cual significaría que la incapacidad de transformar nuestro entorno en lo que podría ser un paraíso depende de nuestra incapacidad de creer en nuestras habilidades, como si nuestros sueños solo pudieran ser una visión abstracta inalcanzable de la que deshacerse cuanto más cercana esté de su concreción. Siempre de psique se hablaría, por supuesto, y siempre ante una visión negativa del hombre estaríamos. Pero en toda esta pérdida de esperanzas hay unos elementos de los que no podemos desprendernos: el final abierto, en ambas obras, nos regala no tanto la seguridad de un futuro mejor (si así fuera las obras caerían en el patetismo) sino la posibilidad de un cambio. Nos queda, entonces, seguir las huellas del stalker y adentrarnos en nuestra psique, sea la personal que la social, y enfrentarnos a los que somos. Si no nos gustará, quizás sea posible cambiar.

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