Investigamos
Romero : los zombis del siglo XX
La metáfora, en el sentido de herramienta literaria (quizás más correcto fuese decir artística), es una manera de hablar de algo sin que este algo sea nombrado directa y claramente. Se supone, entonces, que aquel “algo” (tercera repetición de la palabra, alguien hablaría de numerología y misterios exotéricos) podría ser también la pieza clave para que el conjunto de lo que se nos está presentando (el complejo cuadro narrativo) pueda ser comprendido con más perfección, moviéndonos así de la idea de recibir la información así como se asoma (at face value) a la de tener que crear un puente de intencionalidad entre lo que es aparentemente y lo que es efectivamente. No somos lo que somos, se podría decir, sino simplemente máscaras detrás de las cuales se esconde nuestro verdadero ser; y, elemento que aumenta el juego barroco, es posible que el hecho mismo de tener una cara que mostramos detrás de la cual duerme nuestra realidad sea, de por sí mismo, lo que hace que seamos lo que somos, caricaturas o tan solo disfraces que subrayan el juego de nulidad de nuestra vacía existencia (¡vaya recursos poéticos!).

La metáfora de Romero (por lo menos la que aquí analizamos) no es, como se podría creer, la del zombi, sino la que se refiere al mundo en cual los seres humanos viven, aquella pesadilla apocalíptica que se basa, según lo que se cuenta en la segunda entrega, en el hecho de estar el infierno demasiado relleno de almas infectas. La trilogía del siglo XX (muchos mejor, como apodo, que la teórica “original”, ya que alguien podría pensar que existe también, en el XXI, una supuestamente “postiza”) nos abre los ojos ante la pérdida, lenta, de una humanidad que se rige en la presencia de elementos no solo vivos, sino capaces de razonar y de no comerse los unos a los otros. Y es que, efectivamente, el problema no es solo el de ver a los muertos caminar, cojear, levantarse de sus tumbas, sino que nos convierten en lo que, efectivamente, solemos ser para cierta mayoría de animales : simple comida con la que satisfacer nuestro instinto de hambre.
Es un mundo que no tiene futuro, por lo menos desde una noción tan negativa del ser humano que poco espacio deja (si bien a veces sí lo hace) a la esperanza. Y es así que la pesadilla verdadera de los tres capítulos del siglo XX llega a su concreción en el acto de reconocer que no hay salida, que todo nos lleva a decir que el mundo ya es un infierno (tan solo simbólico para los que no creemos) en el cual vamos todos a perecer, sin que se suponga una posible redención. Por esta razón (podría ser) se basan todas las tres obras en la idea de un espacio inmenso, casi universal, que está “fuera” (el del universo), y la de un lugar cerrado en sí mismo (la casa, el mall, la cueva) que no logra convertirse en la idea primigenia del regazo materno, sino que aumenta el dolor mental de asfixia y de falta de cualquier tipo de comunicación con el mundo que nos rodea. Permanecemos “dentro” no porque estemos en un sitio que nos acoge y abraza, sino porque lo “externo” nos está intentando quitar la vida. Y sí, por supuesto, nuestra esperanza sería la de poder salir.

El siglo XX de Romero (mejor, la segunda mitad) es entonces un mundo que no está al borde de la perdición, sino que ya ha entrado dentro de ella y está poblado por personas que ni se dan cuenta de que su futuro no tiene posibilidad alguna de mejorar. La lucha por la supervivencia de los protagonistas de las tres entregas es una metáfora de un instinto tan natural como el de comerse a los vivos que muestran los muertos vivientes. La realidad es tal que es como si el cerebro hubiera decidido rechazarla y creyera posible agarrarse a un mundo que ya fue y que nunca podrá ser otra vez. El apocalipsis no llega para crear una tabula rasa de la que renacer (algo quizás que sí hubiera sido posible en el juego narrativo del guion original de Day), sino para que el ser humano, en cuanto raza animal, desaparezca completa y llanamente, sin que nadie en el universo llore por esto. Cuestión tan sencilla, al fin y al cabo, que bien se relaciona con un mundo que parecía estar moviéndose hacia la autodestrucción (la guerra fría, el consumismo, el cine como elemento de recaudación y no de expresión artística).
La conexión entre lo que está dentro y lo que está fuera nos revela, entonces, la falta de demarcación real que supuestamente sería capaz de crear una distinción clara entre el mundo de los seres humanos (con su cultura, historia, productos) y todo lo restante, todo lo que queda más allá del margen de lo decente, de lo que podemos reconocer como nuestro. Esta falta se concretiza en la imposibilidad de darnos una efectiva perspectiva futura que comprenda a toda la humanidad y que ponga así en marcha una re-elaboración de lo presente para que pueda servir de punto de partida para un mañana mejor. No hay, efectivamente, una idea de grupo humano, sino de simples tribus (la disfuncional de la primera entrega, la consumista de la segunda, la discutible de la tercera) que fingen formar parte de algo más grande y que, en la realidad de sus acciones, no se dan cuenta de ser efectivamente unos supervivientes que solo intentan pensar en sí mismos, algo que en realidad todos reconocen en su subconsciente, pero que no logran llevar a los extremos menos en la parte final de Day.

No hay salida, entonces. Quizás sea esta la lección negativa de la trilogía del siglo XX. El mundo no tiene posibilidad de salvación. Mejor dicho, la raza humana no la tiene (la naturaleza sigue tranquila, como si nada hubiera, efectivamente), y solo los locos podrían empeñarse en intentar salvar lo que es sencillamente insalvable. Lección segunda : every man for himself, ya que la idea no es la de tener un continente, a lo John Donne, sino que en realidad todos somos islas reales. En el mundo apocalíptico de una humanidad perdida quizás lo más correcto sea pensar en la propia supervivencia, agarrarse a lo poco que tenemos, y escapar del bullicio de un mundo enloquecido para así vivir los últimos momentos de una vida que no merece la pena (ni nunca la tuvo, a lo mejor) ser vivida. Lección brutal, pesimista, dentro de un mundo cinematográfico que intenta ser la metáfora de la sociedad en la que se encuentra sumergido. No hay esperanza, solo la certeza de que la destrucción quizás sea, al fin y al cabo, culpa nuestra.

