Café Noir, Jung Sung-il, Corea del Sur, 2009.
Es posible que Jung Sung-il, ex crítico de cine que debuta con Café Noir, quisiese hacer su particular La mamá y la puta (La maman et la putain, Jean Eustache, 1973) en su debut como director. No hay inconveniente alguno en que nos demuestre con meridiana claridad su filiación a la Nouvelle Vague, como ya procesa Chistopher Honoré en su universo cinematográfico. Hay evidentes referencias y guiños a la estilística de Jean Luc Godard y de François Truffaut, planeando a lo largo y ancho del largometraje, mediante el retrato de una burguesía intelectual que sufre en términos de amor fou, centrándose en asuntos de alcoba, a la vieja usanza francesa. También está atiborrada de referencias literarias, cinematográficas y en un amplio sentido, culturales, exhibiendo Jung Sung-il una autosuficiencia ilustrada, como ya le pasaba en ocasiones a Godard. Además, Seúl está filmado con detalle y delectación, mediante largas secuencias, algunas de ellas interminables. La ciudad está impresa en la pantalla con el mismo amor que los jóvenes turcos profesaban a su amada París.
Tampoco negaremos un gusto por el encuadre y un cuidado por la composición de la puesta en escena que enriquece la arquitectura visual de un film. Todo eso, en la primera parte. Porque la película se bifurca mediante dos relatos amorosos, un día y una noche de amor desesperado, cuyo nexo común es el mismo protagonista masculino. El tono que se adopta es el de la tragicomedia, mediante pinceladas de un humor del absurdo y/o surrealista que explota la comicidad del hieratismo lacónico de sus personajes, mediante una dialéctica insoportable en su tramo final. Si todo ello puede encauzarse dentro de unos juicios críticos aceptables, no entendemos la especie de suicidio artístico que lleva a cabo en su colofón. La parte nocturna pierde la brillantez y elegancia formal del día para rodarse en un blanco y negro deslucido. Y es un absoluto despropósito.
Todos los valores que va albergando durante su primera mitad y que he ido enumerando vuelan por los aires en su segundo ramal. Acaba resultando un ejercicio onanista y desproporcionado, de difícil resistencia. Si la comunidad crítica de Corea del Sur se asemeja a la española, no quiero saber lo bien que se lo habrán pasado sus ex compañeros de profesión al reseñar Café Noir. A mí personalmente me tendrá que explicar, por qué las referencias a los nombres del cine coreano son con cariño y cuando hace mención a Kim Ki-duk es para realizar una sorna. Es una anécdota, pero ya me puso de mal humor. ¿Saben lo que tendría que haber hecho? Hablando tanto de Francia, debería haberme ido del cine a la francesa. Tres cuartas partes de la sala lo hicieron y a mí, ganas no me faltaron. Qué forma más torpe de malograr un largometraje. Tomen nota: 197 minutos.
Dear doctor (Dia dokuta), Miwa Nikishawa, Japón, 2009.
Se me presupone una cierta exigencia que mis más allegados confirman en mis comentarios informales, cinematográficamente hablando. Pero a veces, las cosas son mucho más sencillas de lo que en apariencia parecen. Al fin y al cabo, visto lo visto, uno solo desea sentarse en su butaca y que le expliquen bien una historia, sin aspavientos ni arritmias, con personajes verosímiles y que se me planteen suficientes interrogantes que me permitan permanecer conectado ante lo que veo. Dear doctor consigue eso con una sencillez a duermevela que consigue hacernos creer, conforme el tiempo de cada uno, se haya detenido durante esas dos horas que dura el largometraje. Miwa Nikishawa logra esa magia, que puede darse en el cine nipón más intimista. Recuerdo especialmente Still walking (Aruitemo, Aruitemo, 2008 ) de Hirokazu Kore-eda, director con el que la directora trabajó, y que visto el resultado, algo debió quedar de esa colaboración. Porque la sensibilidad serena y el gusto por los minúsculos relatos y las gentes pequeñas impregnan los poros de una película sin pretensiones pero ambiciosa en su planteamiento y alcance.
Dear doctor nos lleva al envejecido entorno rural nipón. Envejecido por la edad de la población, se entiende. Un paisaje bucólico, donde ni tan siquiera se puede hablar de villa, dada la distancia física entre las diferentes viviendas, peñones aislados en un exuberante manto verde. En ese contexto, el médico es una persona reverenciada y el puntal de la comunidad. El largometraje arranca con la desaparición de dicho doctor. Los motivos e interrogantes de la misteriosa volatilización serán desvelados dejando a toda la población desamparada. Y ello dará pie al deslizamiento de un sensible y platónico romance otoñal agazapado entre los fuelles narrativos que dirimen los límites éticos de la profesión médica. En ese sentido, la miríada costumbrista permite que deshilachemos los visos de la verdad y de la mentira, cuestionándonos certezas y juicios seguros. Miwa Nikishawa nos demuestra que en inflexiones de cariz moral, es difícil delimitar los términos de lo correcto e incorrecto. Los valores absolutos despliegan un caleidoscópico abanico de matices que tumba cualquier examen fácil. Nos embarga en este estado de vacilación para que reflexionemos sobre la responsabilidad, la ética y la moral, la buena voluntad y la salud. Como en la serie House, pero con unas maneras más refinadas y con un mayor nivel de profundidad y hondura.
Face (Visage), Tsai Ming-Liang, Francia-Taiwán-Bélgica-Holanda, 2009.
Domin Choi en su libro Transiciones del cine1 nos comenta que los nuevos cines de los años sesenta trajeron al cine algo totalmente opuesto a la función primigenia del cine. Frente al entretenimiento, la cuestión del aburrimiento o del tedio existencial es tanto una temática como un efecto en el espectador. Y Tsai Ming-Liang lleva hasta el paroxismo este principio, que en espectadores poco pacientes, puede resultar sumamente agotador. Adalid de la crítica más exquisita, en Face rinde homenaje a su admirado François Truffaut, trayendo desde esas catacumbas que atrapan al actor del mito, a Jean Pierre-Leàud. Esa voluntad de exhumación es completada con Fanny Ardant en el cast y una colaboración especial de Jeanne Moreau y Nathalie Baye haciéndolas confluir a las tres actrices del genio francés en torno a una mesa. A esa emoción decididamente fetichista para los admiradores de Truffaut, de verlas compartir plano con su nombre propio, le podemos sumar esa única secuencia en la que comparten plano Jean Pierre-Leàud y Fanny Ardant juntos frente al tocador del actor. Hay una impresión que deviene sincera en el rostro radiante y conmovido de Fanny Ardant, que diluye los límites entre el actor y el personaje, entre realidad y ficción.
No recuerdo quien lo comentaba, pero me permitirán que lo extraiga a colación de Face. El cine actual es un cine de instantes, de secuencias aisladas. El recuerdo de un film se centra en una secuencia, donde la parte da fisionomía a la reminiscencia de la totalidad. La impresión ya no busca un efecto holístico como sí lo buscaba el cine clásico. Face, en su desengarce de set-pieces que difuminan las ligazones narrativas para abrir al cine a una sensación más de videocreación o performances, parte de esa idea. Rescatamos momentos concretos, perdemos la visión de conjunto en un compendio sumamente irregular. Es un peregrinaje que va desde lo más sublime a lo más ridículo sin temor a perderse en el desequilibrio. Esa libertad maneja modos de usufructo para reivindicar su propia autoría evidenciada en su alter-ego, un director taiwanés desplazado a París, junto con sus propias autocitas. Por ejemplo, la secuencia del escape de agua o los números musicales en playback de Laetitia Casta (lo mejor del film).
Este súmmum, solo apto para exégetas irredentos, evidencia una conciencia de la imagen que pierde su valor de instancia significante para convertirse en un puro artificio. Y como tal, sumamente hueco. Yo, les prometo que lo intento. Voluntad le pongo, porque existen fragmentos disgregados que me atrapan, pero a mí Tsai Ming Liang me supera. Este es su tercer largometraje al que he podido acceder. No llego al coma cerebral que me dio con Goodbye, Dragon Inn (2003) pero estos 138 minutos son demasiados para esta especie de celebración funeraria y complaciente, autopagada de sí misma (el desenterramiento de los mitos cinematográficos del director se trenzan con la defunción de la madre de su alter-ego).
Por último, comentar que ese carácter que le otorga al personaje (por denominarlo de alguna manera) de Jean Pierre Léaud, frágil y desvalido, en un punto intermedio entre la locura y la cordura, es vilmente robado de Irma Vep (1996) de Olivier Assayas, donde al menos Assayas le proporciona un espacio que se merece un actor de tal calibre y no la sarta de estupideces que Tsai Ming-Liang le hace hacer en Visage.
Mother (Madeo), Bong Joon-ho, Corea del Sur, 2009.
Sabemos que a finales de este año, Mother encontrará su hueco en el panorama español mediante el lanzamiento en dvd, por parte de Mediatres. Volveremos a ella con motivo de su salida comercial dedicándole una de nuestras críticas. Por ello, ahora no nos vamos a extender mucho en el comentario, perfilando unas breves notas. Para los que conozcan la hermenéutica del director, pueden pensar que Bong Joon-ho se repite sutilmente en su última incursión cinematográfica. Pero eso es solo una sensación que puede darse ante aquellos espectadores que conozcan bien su filmografía y que les cueste asumir que Bong Joon-ho se sitúa hábilmente en un intersticio entre la comercialidad y la autoría cinematográfica. Yo no haría mucho caso de esos comentarios recurrentes porque no son del todo correctos.
Mother es todo un regalo para su actriz protagonista que compone un brillante rol interpretativo. Regalo, decimos, porque pocas veces se construye un personaje con tantos matices y con una progresión evolutiva que permite una versatilidad y maduración intrínseca, no al alcance de cualquier actor. La actriz lo resuelve con nota y su fuerza magnética es uno de los grandes puntales de este largometraje.
En la Corea del Sur más provinciana se sucede el asesinato de una joven. El tonto del pueblo (con todo mis respetos al personaje deficiente psíquico, pero es una expresión que bien casa con la visión de la comunidad que el film retrata) aparece implicado en la escena del crimen. Ese chivo expiatorio, al que la policía recurre para resolver rápidamente el caso, supone una lucha infructuosa y denodada de su madre por demostrar la inocencia de su hijo. Eso es en apariencia el film. Les lanzo una pregunta. ¿Han visto The host del mismo director? ¿Es sólo una película de monstruos? ¿Están seguros? Si la respuesta es negativa, podrán adivinar que Mother tampoco es solo lo que he comentado. Pero como Mayra Gómez Kemp en Un, dos, tres, hasta aquí puedo leer.
Road, movie, Dev Benegal, India-EUA, 2009.
Las series españolas para tratar de abarcar todos los targets de público suelen forzar en sus ficciones la inclusión de ancianos y niños expliquen lo que expliquen. Esa voluntad de dirigirse a un público familiar, en su más amplia acepción, también prevalece en Road, movie con la configuración del equipo protagonista. Un señor mayor, un niño, una mujer y todos regidos bajo la supremacía narrativa del joven protagonista, que por supuesto, es masculino. Rudo, un tanto antipático, pero claro, es el chico de la función. Y lo comento dada la ineficacia funcional de los personajes que le rodean, convertidos la mayoría de las ocasiones en simples maniquíes que acompañan al protagonista. Lo de la chica-florero ya es de órdago e incomprensible el mutismo al que se somete al niño en gran parte de la ficción cuando Dev Benegal le da bastante cancha en su episodio introductorio. Así que, es un falso reparto coral. Al margen de ello, la película permite verse aunque, desgraciadamente, el factor indio de la producción, para entendernos, responde más a un mero componente exótico que a una inherencia auténtica de cinematografías periféricas. Es un viaje amable por el desierto indio, con las discretas notas de denuncia en torno a la explotación por parte de terratenientes corruptos que dejan sin agua a los indígenas abocándolos a una situación muy precaria.
El pretexto para este viaje en forma de road-movie, tal como el título de la película indica, es el hacerse cargo de una furgoneta cargada de un proyector y celuloide, para llevarla a la otra punta de la India, aunque no recuerdo para qué. Poco importa, porque en este itinerario nos explotan en la cara los más que evidentes referentes cinematográficos occidentales. El paisaje entendido como el western clásico solía hacer. Más que un mero espacio físico contextual, se utiliza como lugar de peligro y a la vez como dimensión inhóspita y mítica de la naturaleza que escapa al dominio del hombre. Esta mitificación convierte al desierto en una especie de arcadia idílica en la que el hombre está en comunión con la naturaleza (los indígenas), malograda por la acción del hombre civilizado (el terrateniente). De ahí, los numerosos planos vacíos y acelerados que recogen la inmensidad de la geografía desértica para efectuar una plástica que roza la estética de postal. Entre ellos, un desierto blanco que nos recuerda al de Gerry (2002) de Gus Van Sant, aquí desligado de valor semántico y más vinculado a una cuestión ornamental.
Que la furgoneta sea un antiguo vehículo de proyección cinematográfica ambulante es una excusa para recoger el sentimentalismo de Cinema Paradiso y hacer un canto elegíaco al cine como dispositivo fabulador. Para ello vincula al cine con el cuento de Scherezade, donde salva su vida gracias a que consigue entretener al rey con sus narraciones. En este contexto, la secuencia en la que proyectan a los indígenas un largometraje de Harold Lloyd nos recuerda a la impresión de Ana Torrent al ver Frankenstein en El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice. Aunque es exactamente el mismo planteamiento de un documental cubano en la que unos esforzados hombres llevaban el cine a las zonas más remotas de Cuba, donde no habían visto nunca ninguna película. El efecto que se conseguía al proyectarles Tiempos Modernos (1936) de Charles Chaplin era emocionante y sobrecogedor ya que se reían con total naturalidad ante las peripecias de Chaplin. Es poco probable que Dev Benegal haya accedido a dicho documental, pero ya nos evidencia el tono marcadamente sensible del film, casi sensiblero y previsible con una forzada muerte que solo está colocada para arrancar la lágrima fácil.
Por supuesto, para aquellos que le guardamos especial cariño a Priscilla, reina del desierto (1993) de Stephan Elliot nos será fácil sustituir el desierto australiano por el indio, la furgoneta de drag-queens por la escacharrada de Road, movie y la denuncia de la intolerancia por la denuncia del rendimiento privado del agua, un recurso común de la naturaleza.
Bien, dicho lo cual, podemos decir que es un largometraje ideal para un domingo por la tarde, donde no tengamos mayor preocupación que la de pasar un buen rato, olvidándonos que en realidad este film ya lo hemos visto, gracias a un humor (en ocasiones surrealista) que funciona, unos actores que cumplen y un colorido un tanto onírico que desrealiza e idealiza.
Running turtle (Geobuki dalinda), Lee Yeon-woo, Corea del Sur, 2009.
La sombra de The Chaser (Na Hong-jin, 2008) es alargada. El rotundo éxito del thriller surcoreano en el mercado interno y con cierto alcance internacional, se deja apreciar visiblemente en Running turtle, realizado un año después, tratando de apuntarse al carro. No obstante, Lee Yeon-woo es honesto y el reclamo comercial es mostrado a cara descubierta. El villano de la función también resguarda su rostro con una similar gorra negra de amplia visera y repite el mismo actor protagonista de The Chaser, Kim Yoon-seok. También jugaremos al juego del ratón y el gato, aquí concebido de forma convencional. Un arco narrativo sin piruetas argumentales o situaciones inusuales. Para no realizar un clon demasiado evidente, Lee Yeon-woo se empapa de otro éxito internacional surcoreano, Memories of murder (Boon Joon-hoo, 2003) para marcar distancias de su precedente más directo. Como si fuese un vástago guasón. Porque de este último se inspira para establecer una modulación cómica con mucha sal y pimienta, o lo que es lo mismo, mucha sátira y mucho humor negro. La tensión que va adquiriendo tonos desquiciados en The Chaser aquí se desnuda para articular un suspense básico (sin acentuar el tono grave) basado en la persecución, ya que el tono predominante general del largometraje, como decimos, es bien diferente.
La inoperancia policial, las corruptelas y la indigencia moral vuelve a darse en Running turtle, mediante un detective que tiene la mala fortuna de toparse con un prófugo de la justicia, imbatible. A este detective, le acompañan unos desdichados (lo mejor del film) a los que el término mafioso les queda muy ancho, si bien ellos se lo crean a pies juntillas.
Aquí, nos acordaremos del humor de los tebeos Mortadelo y Filemón y aquellos que no pudimos reírnos en la adaptación cinematográfica llevada a cabo por Javier Fesser, lo podremos hacer aquí. Porque Running turtle es divertidísima. Sin muchas pretensiones, pero efectiva. Sin duda es una película exploit pero que no falla en su humildad.
The dreamer (Sang pemimpi), Riri Riza, Indonesia, 2009.
Ya no se realizan películas así. Recupera el espíritu más ilusorio de viejos tiempos pretéritos, esa vieja frase de Hollywood como fábrica de sueños. No estamos en Hollywood, pero la película está planteada en un tono tan idílico y optimista que es un sueño puramente idealista. Tanto que cuesta hacerse a la idea de que sea tan ingenua. Los cínicos pueden abstenerse de ir a verla. A su lado, Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1988) sabe a café con sal. La referencia no es baladí porque como Road, movie, no puede resistirse a insertar una secuencia en la que el cine se despliega como el lugar emotivo de nuestra memoria afectiva. Esa capacidad magnética del cine en términos quiméricos.
La película no engaña desde el principio. Los sueños de tres chicos de la Indonesia más rural (dos desean ir a París y otro centra su sueño en tener un caballo) serán el motor de los tres voluntariosos e inocentes chicos. Viven en la pobreza pero son tan, pero tan felices, que incluso ofenden. De hecho, la gente es tan buena, los protagonistas, los profesores, los padres, las gentes del pueblo, todo es tan bonito y utópico que a uno le dan ganas de irse a Indonesia, porque aquello parece un universo Disney. Si les gustan estas fantasías melosas y escapistas y creen en la bondad infinita de la naturaleza humana, The dreamer es su película. Si no es el caso, tampoco erosiona, aunque cárguense de buena voluntad para dejarse llevar por este cuento de hadas repleto de buenas intenciones.
The King of jail breakers (Itao itsuji no datsugoku-oo), Itsuji Itao, Japón, 2009.
La película del actor Itsuji Itao, que debuta en la dirección, tiene una base argumental tan mínima, que el principal logro recae en ver como se las ingenia para realizar un largometraje. La historia de un gran escapista, que se pasa toda su vida fugándose de las prisiones para ser atrapado al poco de su huida, tiene una atmósfera muy similar a Shutter Island (pura coincidencia entendemos, dada la fecha de producción de ambos films). Las prisiones están filmadas bajo la misma perspectiva siniestra y sombría, aquí acentuadas por frecuentes picados pronunciados, aunque Scorsese, ya lo conocemos, le encanta el efectismo virtuoso y el barroco más recargado, que Itsuji Itao lo acota más para configurar una atmósfera que nos retrotraiga la estética gótica sin excesos manieristas.
The King of jail breakers se mantiene durante todo el largometraje como un drama carcelario, donde no falta la brutalidad y el rasgo inhumano de sus carcelarios, pero pequeñas gotas de humor van diseminándose por una trama que no parece requerirlas. Se trata ni más ni menos que de una estrategia de aclimatación. Sí, porque de forma inesperada, el film acaba con un final delirante que a punto está de echar al traste todo el largometraje en su totalidad. No deja de tener cierto interés, pero quizás hubiese sido mejor que se hubiese quedado en un cortometraje, porque como decimos, lucha por disfrazar una historia que no da para ropajes tan fastuosos, lo cuales, de forma desconcertante, son despojados mediante un final que es una sonora broma. ¿Puede desmontarse un largometraje que se toma a sí mismo en serio mediante un chiste final ridículo? Itsuji Itao así lo cree, otra cosa que lo compartamos.
Vengeance (Fuk sau), Johnnie To, Francia-Hong Kong, 2009.
Vengeance era uno de los platos fuertes del BAFF y la película obtuvo merecidamente el premio Distribución, habida cuenta que de Mother ya Media3 ostenta los derechos de explotación. Creemos que en su pase por Sitges, pasó bastante inadvertida entre el caudal de oferta del festival. Así que, por fin se le otorgó la consideración estelar que se merece. Sobre ella, nos extendimos con fruición en la crítica que publicamos el mes pasado, para hacerla coincidir con la primera sesión reservada en el BAFF. A ella os dirigimos pinchando aquí.
1 Choi, Domin: Transiciones del cine. De lo moderno a lo contemporáneo. Santiago Arcos editor, Buenos Aires, 2009.
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