4:44 a.m. es la hora exacta en que la existencia, tal como la conocemos, acabará. El día, mañana. El hecho de saber el momento exacto del fin del mundo podría considerarse como algo práctico y provechoso para que cada cual se organice y pueda elegir con quien y cómo pasar esos últimos instantes, pero también podría ocurrir que ante esta noticia el caos inundase el planeta y el fin llegase antes de que los presagios se cumplan.
La visión de Abel Ferrara sobre el Apocalipsis se encuentra en las antípodas de las versiones más grandilocuentes, donde el cataclismo se representa con inmejorables efectos visuales. Aquí no vemos a la multitud huir en masa de la ciudad en busca de un refugio, no aparecen edificios envueltos en llamas que salen del cielo ni terremotos y maremotos que arrasan todo a su paso. La propuesta que nos presenta Ferrara es minimalista, tanto en su puesta en escena como en la perspectiva que aplica al modo en que sus personajes deciden afrontar este último día en la Tierra, todo tan dentro de una rutina que pudiera ser un domingo cualquiera. El escenario de la película es un loft neoyorquino donde vive la pareja protagonista (Williem Dafoe y Shanyn Leigh), y en contadas ocasiones la inquietud de él nos lleva a través de una ciudad que da mínimas muestras de lo que en pocas horas va a acontecer. Ella, artista plástica, no busca indicios fuera de esas cuatro paredes y prefiere pasar el tiempo creando una nueva pintura y meditando. Ninguna de sus acciones sobrepasan lo que podemos suponer como cotidiano para esta pareja, desde el afeitado de él a primera hora de la mañana, los momentos de romanticismo y sexo, el murmullo de la tele de fondo con la opinión de los expertos sobre lo que se debe esperar que ocurra a las 4.44 a.m. o la decisión de pedir comida china a domicilio para cenar.
Existe un revestimiento de misticismo que está presente durante toda la cinta. Ferrara imagina un final sin lágrimas ni dramatismo alguno, donde la paz interior de la pareja tiene mucho que ver con la creencia en una transición a otro modo de existencia espiritual. En reiteradas ocasiones se sirve de una serie de planos recurso que hacen referencia a la humanidad como comunidad contemplativa que redundan en la filosofía ascética y que dan forma a un parche innecesario que ensucia la propuesta sin artificios que ha compuesto.



Evan Glodell confesaba en una entrevista que la historia que cuenta en su primer largometraje, Bellflower, está basada en una experiencia sentimental fatal que vivió cuando tenía veinte años. Me gustaría saber a cuál de las partes en que está dividida la película se refería, pero lo cierto es que él mismo ha decidido otorgarse el papel protagonista y revivir el mismo infierno.
Existe un grupo de películas que podrían etiquetarse con el nombre genérico This is not a film, extraído del título del documental que Jafar Panahi realizó en 2011 bajo absoluta clandestinidad. Se encontraba en arresto domiciliario tras la pena que le impuso el régimen iraní, referida a la inhabilitación para filmar durante veinte años. Películas concebidas bajo la peor de las represiones por la falta de libertad, pero que paradójicamente son en esencia todo lo contrario: la denuncia que necesitan dar a conocer. Escasas son las muestras que han atravesado la frontera iraní y han sido recibidas en alguno de los festivales más prestigiosos, como el de Cannes. Este es el caso de Goodbye, ganadora del premio a la mejor dirección dentro de la sección A Certain Regard, galardón que no pudo recoger su director Mohammad Rasoulof, al encontrarse en la misma situación que Panahi.
Werner Herzog es un buscador nato de historias, un olfateador en constante sondeo de seres humanos que guardan tras de sí una vivencia o hecho que sugestiona por insólito. Esta curiosidad que es el motor fundamental de toda su filmografía, le ha llevado, en esta ocasión, a asomarse al abismo más oscuro e impenetrable de la psique y el comportamiento humanos, al crear la reconstrucción de un triple asesinato ocurrido en el condado norteamericano de Texas en 2001.Para esto, Werzog ha logrado atravesar los muros de la prisión del corredor de la muerte y mantener breves conversaciones, que no entrevistas, con los asesinos de dicho crimen, Michael Perry y Jason Burkett, que fueron condenados respectivamente a la pena de muerte y cadena perpetua. La motivación que les llevó a este brutal desenlace fue el robo de un coche. Durante todo el film tenemos la sensación de no haber entendido bien el trasfondo o las causas reales que pueden llevar a alguien a matar a tres personas, dos de ellas de la misma familia. ¿Fue todo tan gratuito? Esta pregunta sobrevuela a lo largo del film, y Herzog se apoya en los diálogos mantenidos con una serie de personas que arrojan luz sobre el entramado del suceso: dos familiares de las víctimas, el sheriff del condado, que nos guía a través de los escenarios del crimen, cuya narración de los hechos se sustenta con fotografías y vídeos cedidos por la policía, las descorazonadoras confesiones de dos reverendos retirados que acompañaron durante años a los presos en su último viaje hasta la camilla donde son ejecutados, el padre de Jason Burkett, que ha vivido casi toda su vida entre rejas y tras testificar en el juicio de su hijo, donde pidió que no le condenaran a la pena de muerte, se abre ante las cámaras, mostrando los sentimientos de culpa y desesperanza ante la situación en que está su hijo. Por último, quizás el testimonio más abrumador, el de un vecino del condado, conocido de los asesinos, cuyo relato compone una radiografía clarificadora del entorno en el que han crecido todos los personajes que aparecen en el documental.
La demora, última película de Rodrigo Plá, entra como un cuchillo de filo delicado al que no hay que forzar porque en cuanto te quieres dar cuenta te ha destruido el corazón sin posibilidad de salir indemne. Estamos ante un drama social acerca de cómo asumimos, como comunidad y como individuos independientes, la responsabilidad sobre el cuidado de nuestros mayores en el momento en que no se valen por sí mismos. La cuestión no es nada simple. Se trata de una problemática que ha surgido recientemente ante un cambio en las costumbres familiares y una evidente pérdida de ciertos valores que se consideraban inviolables. La demora comienza con una de esas escenas que dejan bien claras las intenciones del realizador, una presentación que es una declaración de principios en sí misma. Una entrada directa en la vida de los dos protagonistas y su evidente desgaste. María (Roxana Blanco) es una madre soltera que tiene a su cargo a tres niños y a su padre Agustín (Carlos Vallarino), el cual requiere una atención especial, ya que sufre demencia y olvida cosas tan importantes como el camino de vuelta a casa. Ella trabaja en el domicilio cosiendo retales para una fábrica, lo que le permite cuidar de su padre, pero su situación es tan precaria que se ve en la necesidad de buscar un trabajo mejor, lo que significa pasar tiempo fuera de casa. Las posibles soluciones ante este dilema parecen escasas y María toma la decisión más difícil de toda su vida.
Jonnie To abre Life without Principle con un retrato casi documental del peso y responsabilidad que los bancos, como organismos de control, abastecimiento y manipulación, están desempeñando dentro de los muchos e intrincados componentes que han desencadenado la crisis mundial que estamos sufriendo.
Terri huele demasiado a Sundance. La fórmula secreta de la coca-cola ha salido a la luz y su éxito empieza a desinflarse y a restar frescura. Y es que Azazel Jacobs, en esta, su cuarta película, ha revisado a conciencia cada uno de los ingredientes necesarios para que el sello Sundance quede impreso en su rubro, convirtiendo el proyecto en un perfecto análogo de todas aquellas películas de cine indie americano que triunfaron previamente. El eje central del que ha sabido sacar buen partido está en el personaje protagonista, que cuenta con el suficiente carisma para que el espectador sienta cierta fascinación por alguno de los aspectos que forman su personalidad, más la suma de una buena dosis de los ingredientes estrella: la marginación social y alguna extravagancia llamativa a lo Todd Solondz. Terri es un chico con sobrepeso que viste siempre con pijama y que siente el aislamiento al que le someten sus compañeros de instituto, que no escatiman en todo tipo de insultos referidos a su aspecto físico. El director del centro, al que descubrimos como un outsider más, le abre la puerta de la comprensión y sus reuniones con él le llevarán a tratar a otros estudiantes igualmente desplazados, en los que encontrará una posibilidad de conocer la amistad. Una conexión especial que dará lugar a la que, sin duda, es la mejor escena de la película, que destaca por desligarse del tono general del film.