Deducciones por contraste

El árbol de la vida

The Tree of Life. Terrence Malick. EUA, 2011

Por Javier Moral

Cartel de la película El árbol de la vidaDesde su debut cinematográfico en el año 1973, el cineasta Terrence Malick parece haber ido acumulando experiencias en formato iconográfico con la intención de compilar una especie de videoteca recurrente de la que poder echar mano algún día. Debido a una irregular producción, tras treinta años este almacén solo contaba con cuatro ejemplares, pero, el estreno de El árbol de la vida, a modo de culminante catálogo condensador, ha conseguido recuperar toda aquella metafísica acumulada.

Tras las dispares reacciones que el estreno ha generado, tanto en crítica como en público, el principal objeto de este artículo, que debiera mostrar un claro posicionamiento, será, en la medida de lo posible, no entrar al trapo de una disputa insustancial. Comparto la opinión de que la cinta, lejos de ponérselo fácil, obliga al espectador a desechar su habitual pasividad y se entrega desde la primera imagen a una reflexión jeroglífica. La proyección del temor al desconocimiento de nuestra esencia primaria, del que se hace eco constantemente, también es parte de su juego, pero, más allá de la práctica lynchiana de los misterios interactivos, he creído percibir una invitación a la simbiosis sensorial con la pantalla.

El primer enunciado del film se enfila sin trampas al perpetuo enfrentamiento entre ciencia y fe -o, como aquí se les denomina, naturaleza y gracia. Pero, de un modo casi opuesto a la célebre dualidad establecida por el controvertido serial Lost, que elucubraba sobre una base de absoluto maniqueísmo (blanco vs. negro), la filosofía del texano, de conocidos vínculos panteístas, consagra una unidad indivisible entre ambas concepciones originales que solo se ve alterada por una sólida intransigencia a la profesión sectaria de la religión. Fotograma de El árbol de la vidaYa sea por no querer hundirse en la demagogia, ya por incapacidad argumental, Malick ha evitado un debate en el que debiera haberse mojado, por evidenciar la fragilidad de su tesis: evolucionismo contra creacionismo. Para desviar la atención, se salió por la tengente con el supuesto de los flujos de energía responsables de la vida y la muerte y programó un verdadero tour de force en forma de poderoso y visceral puñado de imágenes extradiegéticas que, pese a no superar en calidad a las de los grandes documentales y evidenciar una intencionada austeridad en los efectos especiales, intervienen en calidad de estremecedores versos del más bello de los poemas sobre la, a menudo inadvertida, magnificencia del Universo (si a la película le sobran minutos nunca habrían de ser recortados de la porción que le dota de pleno sentido cinematográfico, algo que quedará relegado a la anécdota descontextualizada en el visionado doméstico).

No obstante, El árbol de la vida no concibe la religión cristiana como el único automatismo referencial complementario (o alternativo, según la interpretación) a la dogmática de la ciencia, sino que pueden advertirse difusas alusiones a credos tan polémicos como la reencarnación. Que Malick ataque los axiomas más confusos de las religiones no significa que no se encomiende a la espiritualidad como vía para encontrarse a uno mismo (en la película, en forma de voces en off o en esa secuencia final de reunión de almas) y al compromiso y la unidad familiar como valores tradicionales todavía competentes para afrontar la adversidad o el dolor.

El árbol de la vida, la películaDe un modo más pragmático que el de la llana reflexión partidista de la existencia, el filme ofrece un discurso elemental sobre muchas cuestiones congénitas al ser humano. Su punto fuerte es la polivalencia de aplicación, todos sus mantras son extrapolables a casi cualquier ámbito o disciplina vital. Uno de los más claros, ese omnipresente desafío a la eficacia y viabilidad de la autoridad -representada por el cabeza de familia- que, como es de esperar, desemboca en un motín, algo que viene produciéndose desde la toma de conciencia política del individuo, en los albores de la Revolución Francesa, y que aún hoy da coletazos en los países árabes. Esta moción de censura destructiva también atañe a su función dentro de la sociedad: la identidad y, en un plano más íntimo, la remuneración moral por su trabajo. En este sentido, en el que la autorrealización se entiende como elemento opositor a la apática pertenencia a la masa (de nuevo, otro choque de trenes), el arte se presenta como una vía de escape vetada. The tree of life¿Debe el hombre renunciar a sus sueños para aplicar todos sus esfuerzos a aquello que se espera de él, o puede luchar contra el destino? Malick recoge este envite en forma de aliento para el cambio dentro de las posibilidades (interpretativas) de una existencia efímera, pues como bien dice el sacerdote en su sermón, todo en este mundo tiene fecha de caducidad y, por tanto, es reemplazable.

Tras tanta cábala, resulta lógico que esta película no se haga apta para todos los públicos (porque serlo, lo es), en especial para aquellos que abandonaron el cine por querer desconectar la mente con una historia con gancho y suspense (en Estados Unidos algunos cines optaron por ofrecer una compasiva advertencia al espectador incauto; no es más que un problema de expectativas), ni siquiera para cualquier momento o estado de ánimo. Pero, eso no impide que El árbol de la vida se descubra como un insólito experimento introspectivo de sensibilización y raciocinio, que se atreve a explorar los límites expresivos del medio y fuerza, sin llegar a violarlos, los códigos narrativos. Porque, a pesar de una disposición argumental anárquica y de la fastidiosa costumbre de Cannes en sus últimas ediciones de premiar todo aquello que huele a sesudo -y que suele implicar una perorata sobre el origen y el fin de la vida-, no se sostienen las quejas de la gratuidad de unas imágenes que, más que un panfleto de petulancia críptica, conforman la más aproximada representación de una condición común a todos nosotros.

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